En el estupendo documental Los Resistentes , de Alejandro Fernández Moujan, puede verse a un grupo de ancianos participantes de la Resistencia Peronista relatando sus experiencias en el seno de lo que sin duda fue uno de los momentos más altos de la lucha de clases en la Argentina del siglo XX. Varios de ellos no dejan de aludir quejosamente al “abandono” de la lucha por parte del líder. Alguno llega a murmurar la palabra “traición”. Y sin embargo, todos se declaran fervorosos peronistas. Bastaría esa breve secuencia para percibir la enorme complejidad (social, política, ideológica, cultural) de lo que a partir del 17 de octubre de 1945 se denominó “peronismo”. En esa fecha, en la emblemática ágora que ya entonces era la Plaza de Mayo, tuvo en efecto su acta de fundación esa complejidad. Los antropólogos dirían que fue un ritual de aclamación, por el cual se confirmó un liderazgo que había sido puesto en peligro por el régimen político imperante, al cual el propio Perón pertenecía.
¿Fue, también, ese acto, parte del proceso de lucha de clases? Claro que sí: por primera vez una rebelión más o menos espontánea de importantes masas obreras y populares –solo parcialmente organizadas por sus sindicatos y algunos otros grupos de acción- ocupaba el centro de Buenos Aires con una demanda política propia. “Por primera vez”, queremos decir, con ese nivel de masividad y ese propósito. No es verdad, por supuesto, como pretenden con frecuencia los ideólogos peronistas, que esa manifestación fuera un “parto” o un “bautismo” callejero para el proletariado. A esa altura la clase obrera ya contaba con una larga tradición de protesta pública, incluso con violencia de (y contra las) masas: bastaría recordar la Semana Trágica y la Patagonia, entre tantos otros episodios. Pero sí es cierto, repitámoslo, que nunca se había visto tal masividad. Y fue una acción que –dados sus objetivos limitados- resultó en un completo triunfo de la movilización popular. Es decir: un importante ejercicio de la lucha de clases, como lo sería después de 1955 (y con más profundidad aún) el movimiento de la Resistencia. Claro que inmediatamente hay que aclarar lo archisabido –al menos desde una posición de izquierda anticapitalista-: fue un ejercicio desde el vamos secuestrado por la política de un bonapartismo burgués sui generis cuyo significado era el de la conciliación, y no la lucha, de clases, que usó la movilización para dirimir a su favor la “interna” dentro de las clases dominantes. Pero en buena dialéctica, “una cosa no quita la otra”, como se dice vulgarmente: el “secuestro” del ejercicio no anuló el ejercicio mismo ni el aprendizaje esencial que implicó para las masas: con la movilización unitaria, y hasta cierto punto auto-organizada, se consiguen efectos a veces decisivos.
Por otra parte, ese “secuestro” también fue el resultado de una “síntesis de múltiples determinaciones”, para citar a un clásico. No se puede atribuir solamente a la política bonapartista, por más astuta que fuera: ¿hace falta insistir nuevamente sobre el comportamiento canallesco del PC y los socialistas ante la Unión Democrática? ¿Sobre su complicidad, ella sí absolutamente “traidora”, con el imperialismo norteamericano? ¿Sobre la inverosímil imbecilidad teórica y política de su caracterización del naciente peronismo como “fascismo” a la criolla? Esas políticas –de alguna manera hay que llamarlas- fueron, a su modo, tan “secuestradoras” como las del propio Perón.
Dicho todo lo cual, desde ya que el 17 de octubre no fue ninguna “revolución” social ni política, como también pretenden los ideólogos peronistas (hoy mismo, en Radio Nacional, se pudo escuchar la desopilante teoría de que en la Argentina la revolución se hizo metiendo “las patas en la fuente” y no tomando el Palacio de Invierno). Pero no se puede negar –dialéctica obliga, otra vez- que, al menos por el lapso de algunos años, significó un cúmulo de reformas importantes en beneficio de los sectores populares. Y no solo desde el punto de vista estrechamente económico: también significó, para la burguesía y las clases medias más reaccionarias, una conmoción cultural nunca vista: la imagen de “las patas en la fuente” es una buena alegoría de una invasión del espacio urbano por la “negrada” que llenó de horror a (lo que a partir de entonces se llamaría) el “gorilaje”, que expresó un odio de clase que se vería incluso reflejado en excelsos textos literarios (recuérdese “Casa Tomada” de Cortázar o “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy), y que –es una de las interesantes “paradojas” de la política argentina- no se les apareció superestructuralmente contradictorio con la defensa en última instancia (y a veces no tan última) de los intereses de esas mismas clases “odiadoras” que fue la política global del peronismo. También la defensa popular ante ese odio de clase fue un aprendizaje condensado del 17 de octubre –aunque tampoco haya empezado allí-. Y también ella, sin duda, fue sistemáticamente “secuestrada” en las décadas siguientes por el bonapartismo burgués. ¿Sigue siéndolo con la misma eficacia? No lo creo: las condiciones han cambiado mucho, y hay señales –provisorias, inciertas, vacilantes todavía, quizá, pero cada vez más claras- de que el ciclo abierto por el 17 de octubre está agotado. Ese día, con ese significado, hoy no puede repetirse. Ni siquiera como “farsa”.
* Reproducimos este artículo, publicado originalmente el 17 de octubre del 2014. |