Lo que estaba en juego no era poco. En los meses previos Perón había promovido medidas que superaban las conquistas que el movimiento obrero había obtenido hasta entonces: la expansión de las jubilaciones, mejores indemnizaciones por accidente, aguinaldos, más vacaciones pagas, estabilidad para varios gremios, nuevo fuero judicial para proteger los derechos de los trabajadores, etc. Pero acaso la medida más importante fue el decreto que reglamentaba y extendía las negociaciones de convenios colectivos por rama de actividad, haciéndolos de cumplimiento forzoso. La Ley de Asociaciones Profesionales de octubre de 1945 estableció también amplios derechos de sindicalización, incluyendo la protección de los delegados y afiliados contra cualquier represalia patronal. El Estatuto del Peón extendía derechos básicos para un sector que había estado tradicionalmente desprotegido.
Las conquistas de estos meses irritaron profundamente a los empresarios, no tanto porque los obligaran a pagar mejores salarios, sino por los cambios que ocasionaban en el trato cotidiano con su mano de obra. Los trabajadores sentían que ahora existía una voluntad superior, por encima de la de sus patrones, que velaba por sus intereses. Naturalmente, esto afectó la disciplina laboral, a medida que el temor y la sumisión fueron dando lugar a una actitud más orgullosa, incluso altanera, por parte de peones, empleados y obreros. Los empresarios y estancieros no podían soportar este desafío a las jerarquías tradicionales, y eso fue alimentando durante 1945 una formidable reacción antiperonista.
Frente a ese escenario ¿Qué hacer? ¿Había que salir a defender a Perón? Muchos dirigentes gremiales opinaban que eso era urgente. Otros, sin embargo, sostenían que el movimiento obrero siempre había mantenido su autonomía respecto del Estado y los políticos y así debía continuar. Perón no era parte del mundo trabajador y eran muchos los sindicalistas que seguían desconfiando de sus intenciones. Además, algunos consideraban que su carrera política había llegado a su fin y juzgaban inconveniente, por motivos tácticos, comprometer al movimiento en su defensa. Estos dilemas se discutieron intensamente en la conducción de la CGT en los días posteriores a la caída de Perón. En una votación ajustada, los líderes sindicales definieron que el movimiento iría a una huelga general con una convocatoria a defender los derechos adquiridos, pero que no mencionaba a Perón. La huelga se realizaría el día 18 y sin movilización.
Pero la multitud trabajadora decidió no esperar y actuó por cuenta propia. Desde muy temprano, un día antes de la jornada señalada y sin mediar convocatoria de ninguna entidad (salvo algunos sindicatos de base), se lanzó a las calles a exigir la liberación de Perón. Fue en esas 48 horas que nació el movimiento que dominaría durante décadas la política nacional. Porque el movimiento peronista no puede explicarse solamente por la figura de Perón, sino por el entrelazamiento de su liderazgo con otras dos presencias políticas no menos importantes: la del movimiento obrero organizado y la de la acción de base que con frecuencia desbordó al uno y al otro. En parte el proyecto político de Perón, en parte hijo del interés propio de los dirigentes obreros, en parte el aporte plebeyo y revulsivo de las masas: todo eso fue el peronismo. Como movimiento, surgió de la conjunción impensada y no siempre cómoda entre un dirigente que no esperaba contar con esa masa plebeya como su (casi) único apoyo, y una masa trabajadora que tampoco había previsto ser liderada por alguien como Perón. Esa tensión entre la voluntad del dirigente y los deseos que sus seguidores depositaron en él es lo que hizo del peronismo un movimiento tan contradictorio. Aglutinado en una mezcla inestable gracias a una reacción antiperonista, el movimiento peronista marcaría profundamente a las clases populares, redefiniendo tanto sus identidades como su lugar respecto de la clase dominante. |