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La Izquierda Diario
16 de julio de 2016 Twitter Faceboock

Análisis Político
El día después del golpe de estado fallido en Turquía
Claudia Cinatti

En las primeras horas del 16 de julio, el gobierno turco declaró la victoria sobre el intento de golpe de estado que había tenido en vilo al país y al mundo la noche anterior.

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Fotografía: EFE/ Tolga Bozoglu

Según los informes de la prensa, las calles amanecieron casi vacías, solo algunos grupos aislados de simpatizantes del Partido del Desarrollo y la Justicia (AKP) del presidente Recep Tayyip Erdogan mantenían su protesta. Sin embargo, las huellas de la batalla callejera nocturna aún eran visibles, como los impactos de explosivos en el edificio del parlamento.

El saldo de la sangrienta jornada en la que se vio enfrentamientos entre fuerzas de seguridad, sectores golpistas del ejército y civiles que salieron a movilizarse por miles contra los militares sublevados es de más de 200 muertos y 1500 heridos. El primer ministro Binali Yildirim, informó que fueron arrestados unos 3000 miembros de las fuerzas armadas y de seguridad, además fueron destituidos 2700 jueces y 9 miembros del tribunal supremo, todos sospechados de haber organizado o de haber formado parte del complot.

Erdogan señaló como el jefe de los golpistas a Fethullah Gülen, el clérigo que pasó de aliado a peor enemigo del presidente turco y que vive en el exilio en Pensilvania, lo que le agrega una cuota de dramatismo a la situación. Desde antes del intento fallido de golpe, Ankara buscaba la extradición de Gülen. Ahora, con cargos de complot y atentado contra un gobierno elegido democráticamente, el pedido apunta directamente a Estados Unidos.
Si se toman como antecedentes las conspiraciones anteriores –reales o imaginarias- lo más probable es que Erdogan lance una nueva purga en el ejército. No casualmente consideró que el golpe había sido una “oportunidad dada por Dios”. El presidente ya prometió que los responsables pagarán un alto precio.

En lo inmediato, el resultado de este golpe fallido es un fortalecimiento de Erdogan. En el plano interno, consiguió el apoyo de la mayoría del ejército, de los principales partidos de la oposición –desde los nacionalistas kemalistas del Partido Republicano del Pueblo hasta el centroizquierdista y prokurdo Partido Democrático Popular- y de las centrales patronales. Además, mostró que aún el AKP cuenta con una base popular que se movilizó contra los golpistas y que a la voz de retirada abandonó las calles de manera ordenada.

En el plano externo se confirmó como el aliado incómodo, pero aliado al fin, de las potencias occidentales. Barack Obama, Angela Merkel y tras ellos los principales líderes le dieron su apoyo. Lo último que necesitan los gobiernos imperiales es una crisis en Turquía, un miembro de la OTAN, con un ejército de un millón de efectivos (el mayor de la Alianza después del de Estados Unidos). Aunque por afinidad, al menos Estados Unidos se entendería mejor con el ejército, ni la Unión Europea ni el gobierno norteamericano podrían tolerar un golpe en un país aliado.

Y en última instancia, el presidente Erdogan garantiza que Turquía siga jugando el rol de estado tapón para la Unión Europea. Esto se vio en el acuerdo que selló con la canciller alemana para frenar la oleada de refugiados que se agolpaban en las fronteras de la UE.

¿Qué hará Erdogan con ese capital político, si verdaderamente se confirma en su haber?

Las opciones parecen estar a la vista: terminar de domesticar a los opositores internos, sobre todo la minoría kurda, que obstaculizan la concreción del giro autoritario que se propuso al menos desde 2013, esto es, construir un régimen bonapartista de derecho basado en la autoridad presidencial, liquidando el carácter parlamentarista que hasta ahora tiene la república turca.

Un paso hacia esa dirección fue el recambio de su primer ministro en mayo de este año, una suerte de golpe blanco dentro de su propio partido, por el que desplazó a Ahmet Davutoglu y lo sustituyó por Binali Yildirim, un hombre de probada lealtad hacia el presidente.

Pero, como se sabe, el corto plazo tiene más de espejismo que de realidad. Y difícilmente esta victoria de Erdogan alcance por sí misma para resolver las profundas contradicciones que desgarran al país.

El “modelo turco” con el que el actual presidente se había ganado las simpatías de occidente hace tiempo que está quebrado. Cuando el AKP asumió el poder en 2002 se postuló como la posibilidad concreta de un partido islamista moderado al frente de un régimen democrático burgués, capaz de poner fin a la historia recurrente de golpes militares y a la vez preservar el rol del ejército como “estado profundo”, lograr un acuerdo pacífico con la minoría kurda y conducir a Turquía a integrarse a la Unión Europea.

Su largo ciclo fue posible porque en los inicios Erdogan fue capaz de desplazar la contradicción que había marcado la historia turca entre “islamismo” y “república secular” por la de una democracia burguesa normal versus el militarismo encarnado por el ejército. A la vez, durante los primeros ocho años de su mandato, gobernó una economía pujante, que le permitió imponer reformas neoliberales profundas y darle ganancias récord a las patronales locales y europeas.

Sobre la base de la confianza interna se animó incluso a una suerte de diplomacia “neo otomana”. Su estrategia era proyectar el rol de Turquía, no solo como potencia regional, sino también hacia el mundo árabe sunita, exportando su “modelo” como salida de desvío a los procesos de la “primavera árabe”. El golpe del ejército contra el gobierno de Mohamed Morsi y por esa vía contra la Hermandad Musulmana en Egipto, fue un golpe al plexo de este proyecto.

El año de la crisis fue 2013. Como sucedió con Brasil y otros países emergentes que empezaron a acusar recibo de la crisis capitalista internacional, Turquía vio el desarrollo de un imponente movimiento de oposición a Erdogan y su autoritarismo, con base en las clases medias, la juventud y también los trabajadores sindicalizados.

La rebelión de la plaza Taksim fue su símbolo. Y como las desgracias no vienen de a una, ese mismo año hubo una crisis sin precedentes del gobierno por escándalos de corrupción, en la que tuvieron que renunciar tres ministros. En ese momento, la paranoia del régimen llevó a señalar como instigadores de ambos procesos a los seguidores de Fethullah Gülen, el mismo acusado ahora por el intento de golpe.

El gobierno de Erdogan pasó de ser un “modelo” a ser una fuente de inestabilidad y políticas erráticas para las potencias occidentales. Sus aspiraciones de liderazgo dañaron a niveles históricos las relaciones con Israel.

Pero donde más incertidumbre ha generado es en Siria. No es un secreto para nadie que el gobierno turco mantuvo una política ambigua hacia el Estado Islámico: formalmente, de oposición, de contenido de utilización para combatir a las aspiraciones nacionales de la minoría kurda, sobre todo de su fracción radical conformada por el Partido de Trabajadores del Kurdistán en Turquía y el Partido de la Unión Democrática (y sus milicias) de Siria.

El acuerdo nuclear entre Estados Unidos e Irán alentó aún más a Turquía a perseguir sus propios intereses nacionales que en este momento pasan por enfrentar tanto a los aliados iraníes como al nacionalismo kurdo. Es sabido que el ejército se oponía a los planes de una intervención activa de Turquía en la guerra civil siria. Pero también que ve con buenos ojos la nueva “guerra sucia” que Erdogan habilitó contra los kurdos dentro de sus fronteras.

Sin embargo, la oleada de atentados terroristas en Turquía, el último en el mayor aeropuerto de Estambul, y el deterioro de alianzas de importancia, como con Rusia, muestra que desde hace rato Siria ya es un problema interno turco.

Por último, el golpe fallido en Turquía no es un acontecimiento aislado. No se trata de sumar hechos de naturaleza y consecuencias distintas. Ese método conduce a conclusiones equivocadas. Sino de buscar las líneas de falla.

Los atentados terroristas en Francia, la crisis abierta por el Brexit, la emergencia de partidos de extrema derecha que disputan gobiernos en los países centrales con una mezcla de xenofobia, racismo y demagogia nacionalista dirigida a los losers de la globalización; el golpe institucional en Brasil, no parecen ser obra de la casualidad, sino más bien y con toda su singularidad, la expresión de que la institucionalidad burguesa de las últimas décadas se está resquebrajando tras largos años de crisis capitalista, guerras y decadencia del “orden liberal” hegemonizado por el liderazgo norteamericano.

Esto abre la puerta a fenómenos aberrantes, como Donald Trump en Estados Unidos, el Frente Nacional de Francia y los populismos de extrema derecha, y también el Estado Islámico y sus brutales métodos terroristas. Pero a la vez, y de manera tortuosa, crea las condiciones para una eventual irrupción volcánica de las masas obreras y populares.

 
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