Fue hace unos cuantos años que fuimos a México. Mis hijos, Antonio y Emilia, estaban entusiasmadísimos. “¿A dónde quieren ir primero?” Para mi chasco y sorpresa, ambos dijeron: “A la casa de Coyoacán”. Debían ser las malas influencias de Sergio que era algo así como un héroe para ellos: trosko, obrero, y con pinta de rockero. Y ahí fuimos. Mientras Emilia, en aquel entonces de ocho añitos, corría de un lado al otro, fascinada, su hermano Antonio, de once, ponía cara de circunstancia y me tomaba examen de historia de la Revolución Rusa. A Emilia le parecía muy mal que Ramón Mercader lo hubiera asesinado y por la espalda (“Papá, ¿no era su secretario o algo así?”). Era como que había roto todos los códigos de lealtad barrial. Mientras ella preguntaba, Antonio insistía que “así son los stalinistas”. Yo lo miraba asustado pensando de dónde había salido semejante marciano. Hasta que me dio el golpe de gracia. Estábamos justo en frente de un monumentito de cemento con una placa que decía León Trotsky 1879-1940. Ese día hasta las matemáticas le funcionaban a Antonio. “Viejo, Trotsky hizo la revolución a los 38 años. Andas medio atrasado vos ¿no?” Y mi imagen del padre, héroe de su hijo, se fue a la lona. Me salvó la nena: “Ay, Antonio, era más fácil en aquel entonces”. Claro, ella si me quiere.
De todas maneras, y más allá de mi profunda preocupación en torno a mi labor de padre, tuve que pensar de dónde habían ellos sacado que había que ir a la casa de Trotsky. Digo, el nene es un contreras nato: fanático hincha de Racing (una vez que iba perdiendo la Academia casi me rompe la tele del patadón), jugador de fútbol, le encanta la música irlandesa y The Big Bang Theory pero viene a casa con un 2 en Física (“la profe es una aburrida, viejo”). La nena es mi princesita: le gusta el Reggatón, fue hincha de “Violeta” y de Amaia Montero, y es muy pero muy fiestera y parlanchina. Ninguno de los dos tiene perfil de hincha de Lev Davidovitch, y menos aun de saber que existe la casa de Coyoacán. Más aun, ni yo ni su madre somos trotskistas (y por lo menos yo no lo seré tampoco); sus abuelos tenían más vínculos con el peronismo y el Partido Comunista que con el trotskismo vernáculo. Y sin embargo, León Trotsky se había metido en sus vidas.
En parte es culpa mía. En casa hay una copia de “Tierra y Libertad” de Ken Loach, que Antonio debe haber visto diez veces (con la hermana sentada al lado y pidiendo que le explique qué estaba pasando, obvio). El nene me acompañaba de chiquitito a las reuniones de la primera (la buena) versión del periódico “Nuestra Lucha”, que impulsaban Zanón y el PTS. Mi casa siempre fue una romería de gente politizada, desde el anarquista Ramón hasta el trosko Sergio. O sea, la política de izquierda siempre fue parte de su vida.
Pero creo que hay dos cosas que los marcaron. La primera fue la Revolución. Yo creo que tanto la francesa como la rusa fueron los mejores momentos de la humanidad, cuando la gente común se jugó por hacer un mundo mejor. Ni su madre ni yo hacemos escándalo con eso. Es más ambos pensamos que lo mejor que podemos dejarle a nuestros hijos es la libertad de pensar (o de ser) lo que quieran. Pero también tratamos de inculcarles valores como la solidaridad, lo colectivo, el respeto por el otro, y la reivindicación de los seres humanos. Nos importa menos el dos en física que el hecho de que sean buenos compañeros. Como decía mi abuelo, pensamos que mejor ser ladrón que policía o cura. El ladrón puede robar por hambre y pobreza, o por ignorancia, los otros han elegido ser represores como oficio. El fin no justifica los medios, y el revolucionario lo es en lo cotidiano, no en el discurso ni por su objetivo. Y esos son valores revolucionarios.
La segunda es que hay que tener el valor de asumir los riesgos que implica tener principios. Robespierre, Lenin, Gramsci, Rosa Luxemburgo, Trotsky, y tantos pero tantos otros pagaron el precio de su compromiso. Todos ellos, en particular Trotsky, fueron una combinación envidiable de militante, brillante intelectual, y gran pensador. Es imposible pensar un mundo mejor sin todos ellos. Es imposible pensar la Revolución Rusa sin Trotsky. Como lo es pensarla sin Lenin y tantos pero tantos otros. De hecho creo que Trotsky les entra a mis hijos no por sus escritos o sus teorías, sino por su práctica y compromiso o sea por el corazón. La suya, como la historia del POUM en España que retrata Ken Loach, es una historia trágica. Y también maravillosa. Y en un mundo donde el capitalismo se ha dedicado a destruir principios éticos y morales, la imagen de seres humanos como Trotsky se magnifica hasta lo indecible. Con eso no quiero decir que siempre tenía razón, o que nunca se equivocaba, pero si que tuvo la entereza de poner lo mejor de si mismo para construir ese mundo más humano. Un mundo que me gustaría que hereden mis hijos. Como me señaló Antonio hace ya años, ando medio atrasado en hacer la revolución. Pero lo que si he hecho es transmitirles esos principios y ese imaginario de que es posible. Y que: “Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador… El género humano es la internacional.”
En un triste momento para la historia de la humanidad, hace 76 años que Ramón Mercader asesinó a Trotsky, pero su espíritu vive en cada uno de nosotros. Y eso incluye a mis hijos, que no serán trotskistas pero que si lo admiran y comparten sus principios. |