Los Juegos Olímpicos se inventaron para ver a superhéroes como Usain Bolt, la velocidad como poesía, o Michael Phelps, la natación como obra de arte, o Simone Biles, el arte, y todos esos movimientos perfectos que los hacen parecer seres de otra tierra. Pero los Juegos también están hechos para personas como Andrew Fisher, un corredor jamaiquino igual que Bolt. Durante cuatro años, Fisher se preparó para correr los 100 metros en Río 2016. Dejó el equipo olímpico de Jamaica y llegó a las semifinales bajo la bandera de Bahrein. Pero el domingo pasado, una reacción ansiosa lo dejó fuera de competencia. Ni siquiera pudo correr. Por una salida antes de tiempo tuvo que dejar la pista. Era favorito para alcanzar la final.
Fisher le echó la culpa a un helicóptero. Dijo que una máquina descendió desde el cielo hasta quedar demasiado cerca del estadio Engenhao. “Creo que la razón por la que bajó fue Bolt”, explicó Fisher. El ruido de las aspas lo distrajo. O lo confundió. Quedó descalificado.En la prueba de los 110 metros con vallas, también en eliminatorias, el francés Wilhem Belocian quedó arrodillado sobre la pista mojada, pegándole puñetazos al piso, sin consuelo, después de adelantarse al disparo. La de la salida falsa es quizá una de las reglas más crueles del atletismo porque, al menos desde 2010, no tiene una segunda chance. Le pasa a los mejores. Una vez le ocurrió a Bolt en el Mundial de Daegu.
Esa precocidad puede parecerse al bochorno cuando sucede en una pileta, como lo vivió en Río de Janeiro el español Miguel Durán en los 400 libres de natación. Es la caída de un tío borracho. Aunque sería sólo eso si no fuera porque, al tirarse, se cayeron con Durán cuatro años de sacrificios y esfuerzos. Por eso el público se solidarizó con aplausos. En Río, entre muchos, vimos al haitiano Jeffrey Julmis enredarse con la primera valla en los 110 metros,al gimnasta holandés Epke Zonderland caerse de frente a la colchoneta mientras hacía barra fija, y a la estadounidense Andrey D’Agostino y la neocelandeza Nikki Hamblin tropezarse, ayudarse y abrazarse después de terminar los 5000 metros.
Más allá de la emoción, de la grandeza en el error, de lo frustrante que pueda resultar, y de que no dejan de ser talentosos que se equivocan, se trata de una torpeza fascinante. No tiene que ver con ningún espíritu olímpico -aunque algo de eso habrá- sino con una empatía hacia lo imperfecto: eso también es el deporte. Pero, aún así, perdedores hay muchos -ser ganador es una excepción- pero muy pocos son los últimos, los peores, esa sintonía fina de la catástrofe competitiva.
Por estas horas, cuatro mujeres (@todositodono, @luruarte, @jroffo y @anaprieto) escriben tal vez una de las coberturas más humanas de Río 2016, textos que van de lo cotidiano hacia lo trágico (y a veces eso es lo mismo), que mezclan experiencias personales con las historias de los atletas que miran por televisión, y que, en definitiva, como acotó por ahí el periodista Alejandro Seselovsky, nos hablan de los Juegos pero, sobre todo, nos hablan de nosotros mismos. Lo hacen desde la plataforma @medium y se llaman Las Misapekas.
El nombre tiene una historia que no es olímpica. En 2001, el samoano Trevor Misapeka –una masa de 140 kilos y 1,90 metros- compitió en los 100 metros del Mundial de Atletismo de Edmonton, Canadá. Hizo 14,29 segundos con un esfuerzo descomunal. “Yo soy lanzador de pesopero en mi Federación se confundieron y no pude competir en peso. Así que me anotaron en los 100 metros”, explicó. Si Misapeka hubiera competido en su disciplina, quién sabe, quizá hubiera obtenido alguna posiciónmenor e intrascendente dentro de una medianía. Pero la confusión lo convirtió, al menos por un rato, en una noticia. “He logrado poner a Samoa en el mapa”, llegó a jactarse.
Misapeka fue heredero del mejor último de la historia del olimpismo, el más célebre. Eric Moussambani, un nadador de Guinea Ecuatorial que fue invitado a Sydney 2000 por la Federación Internacional de Natación para competir en la serie de 100 metros estilo libre junto a un nadador de Niger y otro de Tayikistán. Pero cuando llegó la hora, sus rivales se tiraron antes de tiempo. Quedaron descalificados. Moussambani, entonces, tuvo que nadar solo. Y nadó, como pudo. Como le dio el aire y la fuerza; como gateando. Casi ahogándose. Tardó 1 minuto 52 segundos en completar una prueba cuyo récord mundial es de 46,91 segundos (lo tiene el brasileño César Cielo desde 2009). Moussambani contaría después que nunca había visto una pileta olímpica, de 50 metros, y que en su país se entrenaba en una de 12 metros. Lo mismo le pasó en esos Juegos a su compatriota, Paula Bolopa, que hizo 1 minuto con 3 segundos en los 50 metros libres.
Moussambani, ahora entrenador del equipo de natación de Guinea Ecuatorial, es una forma de llamar al ridículo. Los clavados suelen entregar esas imágenes. En Río 2016, la rusa Nadezhda Bazhina se fue de costado y entró al agua de espaldas. Y el malayo Azman Ahmad Amsyar cayó todo desarmado desde el trampolín. Pero ninguno fue tan Moussambani en los primeros Juegos Olímpicos de Sudamerica como el nadador etíope Robel Habte, al que enseguida comenzaron a llamar con crueldad Robel, la ballena. Con 24 años, 81 kilos y 1,76 de altura, su cuerpo ya era una extravagancia entre sus colegas de piscina. Pero Habte –y su panza tan nuestra- se lanzó al agua en los 100 metros libres y los completó en un tiempo humano: 1 minuto, 4 segundos y 95 centésimas; casi 16 segundos más que el australiano Kyle Chalmers, campeón olímpico. Terminó último: 59 de 59.
Como Moussambani en Sydney, Habte llegó a Río 2016 por invitación de la FINA, que justifica esas tarjetas de entrada como promoción de la natación dentro de los países sin tradición y, por lo tanto, con deportistas que no logran los tiempos necesarios para clasificarse. Habte tuvo el beneficio del apellido: es el hijo del presidente de la Federación Etíope de Natación. Nepotismo acuático en un país donde no se nada, se corre. Etiopía gana sus medallas en el atletismo, en pruebas de fondo y mediofondo.
“Quería hacer algo diferente –le dijo Habte a la agencia Reuters-. En Etiopía todo el mundo corre, yo quería nadar, sin importar dónde acabara”. Pero otros en su país no se lo tomaron tan livianamente. “Robel es el símbolo del racismo, el favoritismo, la incompetencia contra la que habitualmente luchamos”, escribió en Facebook Lina T. refiriéndose a las protestas que en el último tiempo se desarrollan contra el gobierno. El de Lina T. fue uno de los mensajes que rescató el diario inglés Daily Mail, que también publicó el de Sebe T., un residente de Addis Abeba, la capital etíope: “Está bien salir último en una competición, cualquiera tiene derecho, pero no está bien avergonzar a una nación”.
Habte fue abanderada de la delegación etíope en Río 2016. Y eso también generó críticas. Aunque tampoco parece un advenedizo. Si bien no tiene el récord nacional en 100 metros libres, tampoco quedó tan lejos de ese registro: lo tiene de su compatriota Dawit Mengistu, con 1 minuto, 1 segundo y 36 milésimas. Pero Habte tiene la mejor marca de su país en los 50 metros, un record que consiguió durante el Mundial de Natación 2013, en Barcelona: 27 segundos con 48 milésimas.
Según un artículo de Slate.com, en Río 2016 Habte nadó más lento que un chico de 10 años, al menos de chicos estadounidenses. La natación es un deporte de primer mundo. El atletismo, en cambio, guarda algo de igualitario. Etiopía tiene a sus corredores y corredoras, sus héroes del Olimpo, pero también tiene a Robel Habte, su Moussambani, el antihéroe. Aunque quizá sólo se trate de alguien de otra época: en Londres 1908, con el tiempo que marcó en Río 2016, Habte hubiese ganado la medalla dorada. |