Ya no importa cómo me llamo, soy parte de la clase desposeída, mujer trabajadora. Tengo 24 años y soy empleada de maestranza. Hoy recibí la confirmación por parte del médico de que tengo tendinitis. Hace una semana comenzaron a dolerme los hombros.
Antes de saber mi diagnóstico, le comenté a mis compañeros sobre mi malestar, quienes supieron exactamente dónde me dolía y qué crema usar para aliviarme. Resulta que tener un dolor en el cuerpo es tan natural como no llegar a fin de mes, como dedicar más de la mitad de cada día al trabajo. Y eso ya es una injusticia para toda persona que debe vender su fuerza de trabajo recibiendo a cambio sólo una parte de lo que esta produce. Eso se empeora en la rutina con el maltrato “directo” que está presente siempre en las relaciones que se establecen dentro del mundo laboral.
Resulta también que para poder continuar con esta desigualdad, predominan lógicas como la de ser un obrero calificado o no, esa división que existe en todo el mundo hacia adentro de una misma clase, casi como si uno tuviera la vocación o la capacidad innata para se uno y otro. Pero sucede que así como limpio baños y saco la basura, pareciera ser importante para algunos el hecho de que también estudio, porque me ubica dentro de quienes “no tienen la vocación de sufrir estas enfermedades”.
Una vez más el mérito se impone sobre la realidad tanto de los que limpiamos la mesa como de la de quienes almuerzan en ella. Entre los más grandes de edad que “limpian la mesa” se escucha: yo merezco esto porque no estudié. Así es que en la mochila debemos llevar los analgésicos necesarios para continuar con las tareas que nos corresponden, porque esto es lo que nos tocó.
El médico que me atiende acostumbrado a recibir pacientes con lumbalgia y tendinitis, me explica cómo distribuir la fuerza para no lastimarme, y cómo calmar el dolor. En ese momento pienso que no me importa porque este daño es irrevesible.
Claro que “se puede llevar... no es la muerte”, sin dejar de mencionar que también están los que pierden la vida por las propias tareas a las que de antemano se exponen sabiendo su riesgo, quienes abortan en la línea de producción, quienes dejan la vida en la fábrica... Lejos de dignificar, el trabajo se impone y modifica impunemente nuestros cuerpos. Aquel mundo laboral que parecía esperarnos para cuando tuvieramos la edad de adultos, con todas sus leyes que nos protegen como trabajadores (según lo que nos enseña la escuela antes de hacernos el test vocacional) termina de incluirnos en él perjudicándonos la salud.
Dentro del acostumbramiento hacia las enfermedades que nadie eligió tener, sería tan importante desacostumbrarnos a lo que nos divide y subordina; pelearla cada día no es despertarse para cerrar los ojos durante la jornada laboral cuando nos duele el hombro y la espalda, cuando el único horizonte posible es aliviar el dolor; se necesita la unidad entre quienes nos ocupamos de mover el mundo, que se apropiaron unos pocos, a cambio de lo que nos arruina a toda una clase entera, mental y físicamente. Para que nadie se apropie ya de nuestra vida, de nuestras potencialidades y de nuestros sueños. |