Ya hemos visto cuánto escombro se armó con el asunto Tinelli: con el reconocimiento que se le otorgó por parte de la legislatura porteña en su carácter de personalidad destacada de la cultura. Hubo defensas y hubo repudios y hubo una impertérrita justificación del PRO (a mi entender, no la precisaba: basta con ver la jarana tarambanesca de cada festejo de elección para advertir su afinidad objetiva con cualquiera de las aperturas de Showmatch).
Me llama la atención que, en comparación, mucho menos se haya dicho (si es que se ha dicho algo) sobre un espectáculo musical igualmente inspirado por el PRO, y que lleva a varios artistas populares a presentarse, sinfonizados, en el escenario del Teatro Colón. Acaso porque no he sido nunca partidario de la felicidad por sí misma, o acaso porque tirar para arriba no ha sido nunca una consigna que me convoque o me guíe, de entre todos los artistas involucrados yo recuerdo puntualmente a dos: a Ramón Ortega, alias Palito, y a Miguel Mateos, Zas.
Este hecho cultural me resulta inverso, pero complementario, de aquel otro hecho cultural tan debatido. Porque Tinelli lo que hace por caso es bajar a Eleonora Cassano o a Hernán Piquín del escenario del Teatro Colón para someterlos al maltrato sádico de un sector de su jurado a menudo bastante escabroso, tanto más despectivo cuánto más ignorante, es decir, en resumen, para enchastrarlos en el lodo del entretenimiento de masas. Esto otro, por su parte, no consiste sino en recoger a Miguel Mateos del olvido (no todo olvido es injusto olvido) o a Palito Ortega de la desafinación (a la que le entregó poco menos que su vida) para subirlos en literal voluntad de ascenso al prestigiado mundo de la alta cultura.
No es que haya que elegir, por supuesto, entre una cosa y la otra; pero el affaire Marcelo Tinelli me parece mucho menos afligente que la ocurrencia de sinfonizar, digamos, “La sonrisa de mamá”. Para el caso, la profanación plebeya de la televisión a gritos, aunque nos deprima, al menos sirve para recordarnos que no hay documento de cultura que no sea también un documento de barbarie. En cambio, el otro propósito, por lo que tiene de despropósito justamente, no hace sino ratificar lo más burdo de las jerarquizaciones culturales: lo alto de la cultura alta en su pura exterioridad, lo industrial de la industria cultural en su cara más endeble. Podemos, llegado el caso, entendernos con el mal gusto; pero es difícil cuando se pone así: pretendiendo ser de buen gusto. Puesto a refinarse, es decir a sinfonizarse, fracasa hasta en el mal gusto.
Tinelli, al menos, en ese rubro, sabe ganar. |