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La Izquierda Diario
3 de diciembre de 2016 Twitter Faceboock

Columnista Invitado
El Chapecoense y el factor humano
Alejandro Wall | @alejwall

En la tragedia del club brasilero no todos los factores humanos son iguales.

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Ahora cada tanto vamos a poder mirarnos al espejo de unos miles de colombianos, los hinchas del Atlético Nacional, que una noche en Medellín sacudieron al fútbol con su homenaje a los muertos del Chapecoense. Y no sólo a los muertos, también a los vivos, a los familiares, a los hinchas, a los sobrevivientes; a los que quedaron parados bajo el cielo del desamparo, preguntándose cómo fue que pasó todo esto, justo a la espera de una final, el instante más adolescente del fútbol. Porque no hay momento en el fútbol –en el deporte- más lleno de nervios y ansiedad, más lleno de vida, como los días y las horas previas a un partido decisivo. No hay muerte posible en ese tiempo. Porque, ya sabemos, nadie muere en la víspera.

El fútbol acepta la muerte como metáfora. Una metáfora transversal que incluye el ganar o morir, el dejar la vida en la cancha, el minuto de silencio para el otro que está muerto, el velorio en tu cancha si el rival desciende: el resultado como hecho trágico, alimentado por el morbo y el discurso de cierto periodismo deportivo. El fútbol, como en lo que sucedió con Chapecoense, no necesita de la ficción. Todo está ahí, en la imagen viralizada del pibito sentado en la tribuna del Arena Condá, solo en su duelo, con la camiseta verde del equipo brasileño; en Thiaguinho enterándose unos días antes de que sería padre; en el hijo del entrenador olvidándose el pasaporte; en Danilo tapándole a Marcos Angeleri una pelota crucial que ahora vemos fatal.

Una ola de consenso aflojó los músculos del fútbol mundial y, sobre todo, sudamericano. Todo se pintó de verde como el Chapecoense. Desde la Torre Eiffel hasta el Cristo Redentor y los avatares de Twitter. El Atlético Nacional, rival del club brasileño en la final de la Copa Sudamericana, pidió que declararan campeón al equipo de la desgracia. El Real Madrid y el Barcelona anunciaron que le donarían la taquilla para que pudiera alguna vez reconstruirse. Otros clubes de Brasil adelantaron que le cederían jugadores sin cargo y que pedirían que fueran exceptuados de futuros descensos. También los clubes argentinos ofrecieron futbolistas. Todos somos Chapecoenses. Nunca antes –o tal vez creíamos que nunca antes- esa metáfora de la muerte se nos había hecho tan literal. Nunca antes, aunque se trate de una terrorífica excepcionalidad, habíamos visto tan de cerca que al multiple choice del fútbol, las opciones de ganar, empatar o perder, se le puede agregar morir.

Pero lo que más emocionó fue la marea humana que desbordó el Atanasio Girardot a la hora en la que estaba prevista la final. Un equipo que llenó la cancha para ofrendarse al rival; una multitud paisa que afuera y adentro del estadio cantó el “vamos, vamos Chapé”. Porque a algunos –a algunos- dirigentes se les podrían ver los hilos de la oportunidad en sus palabras llenas de espanto, pero los hinchas no tienen nada para medir. No hay en esos gestos institucionalidad o protocolo. Un amigo escribió en Twitter un rato después de ese momento que la pasión por el fútbol nos hace mejores. Es una posibilidad. También puede hacernos peores, los más miserables, los más abyectos. Hace nada, el año pasado, en un episodio absolutamente menor en su gravedad pero simbólico, un grupo de jugadores de River tuvo que irse custodiado de la cancha de Boca después de recibir una dosis de gas pimienta. Fernando Niembro, un rato antes, reclamaba en la transmisión que el partido tenía que seguir. Nada de lo (in)humano le es ajeno al fútbol.

Además de colocar el escudo del Chapecoense en las camisetas de sus equipos, usar el color verde, proponer recuerdos emotivos para los días de partido o enviar gestos de solidaridad, los dirigentes del fútbol sudamericano, los que participan en las decisiones, deberían centrarse en la búsqueda de las responsabilidades internas sobre el siniestro, más allá de lo que pueda avanzar la Justicia. Antes de que la nave se derrumbara, el piloto reportó falla eléctrica y falta de combustible. Los 71 muertos del vuelo CP 2933 que llevaba a la delegación del equipo brasileño y también a un grupo de periodistas (la mayoría de Fox Sports y Globo) que cubriría la primera final, no fue el producto de la mala fortuna. Existe una cadena de relaciones que va desde la Confederación Sudamericana de Fútbol hasta la aerolínea LaMia, pasando por la empresa OffSide, con base en Río de Janeiro, que se encarga de cuestiones logísticas. “Gonzalo Belloso es el asesor de Alejandro (Domínguez) y esta empresa (OffSide) estaría detrás del contacto con la aerolínea”, denunció el ex arquero José Luis Chilavert, según lo cita el diario paraguayo Hoy.

Domínguez es el presidente de la Conmebol y Belloso es el Pejerrey, un ex futbolista argentino y actual empresario, director de Desarrollo de la confederación, además de ser pareja de Carolina Cristinziano, integrante del Comité de Regularización de la AFA. La Conmebol negó que tuviera un vínculo comercial con LaMia. Pero en un informe de la televisión boliviana, que incluye imágenes previas al despegue del vuelo que salió desde Santa Cruz de la Sierra, uno de los miembros de la tripulación dijo lo contrario: “Tenemos la oportunidad de ser los transportadores oficiales de la Copa Sudamericana 2016”.

Entre todos los expertos que dieron vuelta por los medios durante estos días, el piloto Oscar García dijo en una entrevista por televisión: “El avión llega a Medellín sin ningún tipo de reserva. Eso no sólo es ilegal sino que es negligente y, en algunos casos, es criminal”. La serie de irregularidades quedó expuesta hasta en las advertencias que recibió la tripulación para no volar la nave. LaMia, que fue suspendida después del episodio, es la sigla de Línea Área Mérida Internacional de Aviación, una compañía que nació en 2009 en Venezuela, donde nunca voló, hasta que consiguió hace un año una licencia para operar desde Bolivia con una flota de un avión y, desde entonces, con tarifas a mitad de precio y fluidas relaciones, hizo una veloz carrera para ser la compañía área preferida de equipos y selecciones sudamericanas, inclusive de la Argentina. Hoy se sabe que al peor costo: poner esas vidas en riesgo. Por eso, no se trató de un accidente, se trató de un acto criminal que tiene que tener responsables.

Conmebol tuvo que desmentir, de hecho, que presionara para que la empresa fuera contratada. Y también tuvo que desmentir que haya decidido jugar la final de todas maneras. Demasiadas desmentidas, Conmebol. Los rumores prenden y crecen porque hay pasto: la Conmebol es un organismo sin ninguna credibilidad, cuyos trastos fueron quedando en el camino junto a sus presidentes. En tres años pasaron Nicolás Leóz, Eugenio Figueredo, Juan Ángel Napout (los tres con arresto domiciliario por sobornos), Wilmar Valdéz y Domínguez. El hilo de la corrupción –que incluyó la caída de su secretario general, el argentino José Luis Meiszner- sigue tan suelto que el presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol, Marco Polo Del Nero, no viajó a Medellín por temor a ser detenido. Sin embargo, sugirió que Chapecoense podría presentar en un próximo partido formando un equipo con sus juveniles y sobrevivientes para armar lo que imaginó como “una fiesta”.

“Lo más hermoso que les brindamos a los brasileños –escribió el periodista colombiano SilvioRobledo Bolaños- fue ese canto inmortal que se elevó por el Valle de Aburrá: ‘¡…Vamos, vamos Chapé!, ¡Vamos, vamos Chapé…!’”. Silvio es hincha del Deportivo Independiente Medellín, el clásico del Atlético Nacional. Para cada uno el otro es el villano. Sin embargo, el miércoles a la noche, muchos fanáticos del DIM también fueron al estadio. Y se mezclaron con los del Nacional. Lo único que no importó fue la rivalidad. “Ese canto –escribió Silvio- sí es auténtico, sí viene del fútbol, sí viene del pueblo y es la unión de una hinchada adolorida, la del Nacional, junto a una barra solidaria, la del Medellín”. Y entonces lo que queda por saber es si todo esto se trata de un espejismo ante el impacto de lo trágico, o es que algo por abajo comenzará a cambiar.

 
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