Durante la dictadura, la cultura rock asumió la condición de resistente e impugnadora, condición percibida y autoasignada por los propios actores del campo musical (“si somos tan perseguidos, por algo será”). El rock sirvió como catalizador de las experiencias que vivieron aquellas generaciones de jóvenes que sufrían por su condición etaria, a los cuales se les había clausurado las posibilidades de transformar la realidad y que elípticamente podían expresar sus sentimientos a través de la música.
A partir de este período, el rock se masifica y comienza a conquistar cierta legitimidad dentro de la denominada música popular argentina, cuyos actores principales eran hasta el momento el tango y el folklore. Un fenómeno por demás destacado y contra todos los pronósticos, que lo condenaban a desaparecer en el corto plazo, fue el caso del llamado rock barrial o “rock chabón”. Este subgénero sobrevenido en la Argentina de principios de los noventa, fue el muestrario de la condena, estigmatización y marginación, que logró poner como eje central del análisis cultural, el antagonismo de clase como vertebrador de las diferencias musicales, estéticas y éticas al interior del rock.
En sus orígenes, el enmarcamiento del rock barrial es trazado como una especie de configuración en el papel. En su génesis el rock barrial, no se definió por una regla musical o letrística sino que fue más bien un sincretismo referido a retóricas y estilos musicales que atravesaban los más diversos géneros del rock, presentes en el panorama musical de la juventud. Pese a este origen difuso, las bandas agrupadas bajo este rótulo, van a sostener un conjunto de “valores-refugio” sobre los que se emplazaron posicionamientos específicos.
En primer lugar, se va a observar al barrio como ordenador general de las relaciones sociales, con todas las mediaciones éticas, normativas y simbólicas que lo incluyen. Se vive en el barrio, por el barrio y para el barrio. En aquellos inicios de los noventa, este espacio se constituyó como el epicentro de la construcción de identidades colectivas, en el que los jóvenes –fundamentalmente, de las clases populares− configuraban ciertos “nosotros” como posibilidad de levantar una voz en conjunto frente a la inestabilidad de las trayectorias escolares y laborales −cuando no a la ausencia de ellas−; a las agresiones recibidas de instituciones como la policía, por su “doble condición” –pobre y joven− y finalmente, por el descreimiento hacia ciertos ámbitos y prácticas deslegitimidas de la realpolitik menemista.
El barrio era el refugio de la socialización primaria, de los afectos y de los amigos, pero también era el barrio en donde se palpaba el aumento de la pobreza, la criminalización del mundo popular, la delincuencia, las drogas, y demás. Esas dos caras del barrio coadyuvaban en la elaboración de un relato nostálgico de lo que “ya no era”: el barrio de los trabajadores, de sus padres y sus abuelos y, más abstractamente, de las sociedades salariales del pleno empleo.
En segundo lugar, una de las características del rock barrial va a ser su carácter “contestatario”. Aquella posición contestaria de sus inicios fue más una retórica que un posicionamiento manifiestamente anticapitalista. Si antes, el rock de los sesenta y setenta, tenía letras que cuestionaban algunos rasgos de las sociedades capitalistas, en el rock de los noventa, la crudeza de las letras señalaban más bien los avatares de la vida cotidiana y la nostalgia por una época en que al menos los pobres tenían trabajo.
En tercer lugar, el rock barrial apelará a imágenes de “lo nacional”, en un contexto donde la dinámica privatizadora de la fiesta menemista y la abrumadora penetración de capitales extranjeros, dejaba a generaciones de jóvenes a merced de planes sociales, changas y la supervivencia extrema.
En cuarto lugar, y por donde hace su entrada la denominada “venganza social” contra el rock barrial, tenemos el contenido estético-musical, que deja traslucir, ni más ni menos, el enfrentamiento ideológico entre dos cosmovisiones del llamado “rock nacional”. Tanto músicos como periodistas de rock en nuestro país, dieron sobrados fundamentos para decir que el rock barrial no hacía más que reproducir sonidos y composiciones al estilo “Stones” (en su base rítmica más simplificada); incorporar una iconografía retomada de esta banda británica; y finalmente, aggiornar el nuevo-viejo estilo con agregados culturales autóctonos (la poética urbana, principalmente).
Ciertamente, en esta configuración estilística e identitaria hicieron sus aportes tres elementos novedosos. Uno de ellos fue el “aguante” como resistencia, el aguante como constructor de masculinidad y el aguante como fidelidad. El segundo, la idea de “no transar” del rock barrial, en el sentido de los polos dicotómicos comercial/alternativo. El pacto con la industria cultural definió la legitimidad de pertenencia a la cultura rock, según el cual transar (como lo habrían hecho algunos iconos del rock nacional, desde la óptica del rock barrial) es acceder al público masivo, dinero y fama y “no transar” es quedar relegado a producciones independientes, conservando la “mística” –hecho imaginario en la mayoría de los casos, dadas las condiciones del mercado de la música−. Y el tercero, la futbolización del rock, que muestra a los públicos con un papel cada vez más activo durante los recitales, extremándose muchas veces el descontrol y el aguante.
Entonces, la hegemonía rockera, pulpito intelectual de las clases medias y medias-altas, van a “condenar” la falta de innovación estético-musical reprobando la pobreza cultural del rock barrial. Así las cosas, el rock barrial es música “pobre” porque su base social se encuentra entre las clases populares y las clases medias empobrecidas. Cumplía perfectamente una función social estratégica en el discurso de las clases medias: excluir al “rock chabón” del universo del rock. Y en última instancia, manifestaba su preocupación por lo que significa el “rock” como ethos cultural distintivo de clase.
El avance, crecimiento y sostenimiento en el tiempo de estas bandas (Viejas Locas, Intoxicados, La 25, Jóvenes Pordioseros) eclosionó con la tragedia de República de Cromañon en Diciembre de 2004. Una de las principales bandas, con una importante convocatoria y amplia repercusión mediática vino a llenar el significante vacío dejado por Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. El concierto de la banda “Callejeros”, tributaria de la conocida misa ricotera, se produjo en un contexto que combinaba el abandono del Estado para con la juventud, la connivencia de los organismos de control estatal con los empresarios y la criminalización policial hacia el público rockero. Todo esto confluyó con la celebración musical que incluía una serie de ritos presentes a lo largo de la historia del rock y que ya habían tenido antecedentes como tragedia (un trazado que va desde el concierto de los Rolling Stones en Altamont, California en 1969 hasta la actualidad).
Urdidos por una corporación de fundamentos ideológicos, las culpas fueron repartidas entre las autoridades, los empresarios, los músicos y, por supuesto, el rock barrial. La idea de venganza social ya había sido materia de análisis y opiniones, previas al trágico suceso. Luego del hecho, la comprobación empírica dio respaldo a los argumentos que, insistimos, fueron presentados desde la óptica de la pobreza musical y poética, cuando solapadamente referían a la carencia, mutilación y derivación de las subculturas de las clases populares, consideradas incapaces de proponer producciones artísticas innovadoras, alternativas o contra hegemónicas.
En esta vereda se encontraron, para ejemplificar, dos versiones de una misma posición. Por un lado, la de Fito Páez, quien en 2005 dijo sobre el rock chabón: "tiene 193 muertos ahí por no revisar lo que hace y por todo lo que genera el manifiesto del barrio argentino y por ser del palo y de pensar la argentinidad desde la birome (…) para esa gente, si te ponés a estudiar música sos puto o jazzero y, entonces, no sos del palo”. Reactualizando esta posición, el líder de una de las bandas más convocantes en la actualidad, “Chano” Carpentier de Tan Biónica, señaló en 2011: “quien sigue a Tan Biónica representa una generación que se manifiesta con la palabra, la inteligencia y el pensamiento sin encender bengalas”.
En la vereda de enfrente estuvo la campaña iniciada en 2013, cuyo lema era “La música no mata” y que contó con el apoyo de músicos como León Gieco; Gustavo “Chizo” Nápoli y Ricardo Iorio, entre otros. Este último, se refirió a la tragedia de Cromañón en los siguientes términos: “Me parece muy mal que los Callejeros estén pagando por lo de Cromañón porque, si llegan a jugar River-Boca y mueren cuatro mil personas, no van en cana los técnicos y los jugadores. Y no olvidemos que Ibarra [Jefe de Gobierno porteño durante la tragedia] está libre y los Callejeros, en cana”.
Aquí se abren dos preguntas. Por un lado, ¿qué sucedió con el rock barrial desde aquel 2004 hasta la actualidad, en donde se planteaba la desaparición del género vía condena social? Y por otra parte, ¿qué posibilidades tuvo este tipo de rock para transformar su estigma en emblema?
En cuanto a la primera pregunta, casi en un recorrido historiográfico, podemos decir que, pese a la continuidad de los juicios y las sentencias judiciales que recayeron sobre los integrantes de la banda Callejeros, algunos de ellos, pudieron presentar sus shows con el extremo de condicionamientos –cuando no, siendo resistidos y denunciados por los padres de las víctimas de Cromañón, como si el problema fuera esta banda exclusiva, y no las condiciones edilicias; la precaria legislación y controles estatales; el mercado de la música y los recitales absolutamente desregulado por el Estado; entre otras cosas. Pese a esto, el rock de las clases populares perduró en el tiempo e incluso proliferaron nuevas bandas.
En la actualidad, en una operación de mercado bastante redituable, el circuito comercial rockero lanzó al mainstream un conjunto de bandas que presentaban cierto hilo conductor en lo musical-barrial, pero que se desmarcaba en dos hechos fundamentales: por un lado, en la extracción social de sus músicos (aparecerán jóvenes de clases medias “ilustradas”) y, por otro lado, por su distanciamiento con los excesos, crudeza y performances “descontroladas” que eran un sello del rock barrial. Así bandas como Las Pastillas del Abuelo, El Bordo, La Berisso o La Mancha de Rolando, hicieron su irrupción manteniendo un mismo soporte musical e incluso poético.
En cuanto a la segunda pregunta, la etiqueta social de rock barrial perdura como asociación inmediata a todo un universo simbólico condenable, al cual sólo se puede acceder por medio de la composición musical o en la elaboración de letras más o menos imbuidas en la conflictividad social. El uso que hacen las clases medias y altas del rock barrial es como una apropiación de “segundo grado”: se reconocen y comparten ciertos atributos, pero a la vez, hay una toma de distancia donde persiste el reflejo estigmatizador que no cuestiona los problemas estructurales de fondo, “más allá” de lo cultural.
En definitiva, el rock barrial a lo largo de sus años de historia, de impulsos, declinaciones y reconfiguraciones, continúa siendo una producción cultural subalterna en el que la plusvalía sigue en manos de otros. El mayor desafío del rock barrial, es que su subalternidad se construye al interior de un campo musical dominado por otra clase. En tanto prevalezcan las condiciones “objetivas”, el drama cotidiano del día a día, las problemáticas irresueltas desde la tragedia de Cromañón hasta la actualidad, la música y principalmente la música elaborada desde abajo, que vive en carne propia las desigualdades, parece plantearse una búsqueda permanente por impugnar, quizás de forma dificultosa y contradictoria, una cosmovisión hegemónica, proponiendo diferentes caminos, aunque el mayor desafío es transformar esas subjetividades en un principio de articulación que favorezca la transformación social. |