Andrés Rivera se formó en las fábricas del Gran Buenos Aires escuchando historias en los bares obreros de la zona norte, tomando ginebra y fumando cigarrillos negros. Aprendió de política con su viejo, trabajador textil. En 1955, con sus compañeros de fábrica buscaron armas para resistir contra la "Libertadora". Y su militancia en el Partido Comunista lo transformó en un gran escéptico. Fue un hombre gruñón que desconfiaba hasta de su sombra pero que aún dentro de su escepticismo fue bastante audaz.
Cuando estrené el documental "Mineros, Tragedia en Río Turbio", su compañera, Susana, me pidió comprar diez copias para la biblioteca popular que ambos construyeron en Córdoba, diciéndome que era un film muy importante porque mostraba cómo los obreros se pueden organizar para sacar a la burocracia sindical.
Los fui a entregar al departamento de Belgrano que compartían con Andrés en Buenos Aires. Me recibió él, una incendiada mañana de enero. El viejo estaba furioso porque no podía encontrar algo que había perdido. Me hizo sentar y no dejó de putear con gran imaginación hasta que encontró, descuidadamente escondida (de sí mismo, haría no más de media hora), la botella del más barato escocés que se vendía en esa época.
Me sirvió un abundante vaso, otro igual para él (creo que el suyo estaba más cargado) y se lo tomó de un trago. Me clavó la mirada. Yo pensé que lo hacía desafiante, como si fuera en una pulpería de alguna de sus novelas, a ver quién toma el vaso de un trago y quién no: como si eso fuera a definir algo importante, una especia de duelo etílico a las once de la mañana.
Obviamente hice gala de mi cultura alcohólica y despunté con ese primer vasito de whisky tibio en enero de Buenos Aires. Durante los dos o tres que siguieron, navegamos en un mundo lleno de ironías sobre la militancia y el cine. "Te vas a hacer matar", me dijo cuando le conté el proyecto del Noticiero Obrero Zona Industrial. No pude dejar de considerarlo como un halago de parte suya, ya que consideraba que si algo no vale la vida, carecía de importancia. De esta forma, me di por bien servido (y bebido).
Me pagó generosamente las diez películas en formato VHS para la biblioteca, me hizo firmar un recibo y me despidió sin cortesía. No hacía falta porque con la curda que teníamos ambos, ese tipo de sutilezas no tenían la menor importancia.
Afuera el día tronaba en fuego y vapor. Ya no recuerdo bien que hice durante las horas siguientes pero me parece que nada tan productivo como esos whiskies entre advertencias y refutaciones del escéptico mas seductor que conocí. |