Se sabe que la promesa de construir un muro en la frontera con México fue uno de los ejes de campaña de Donald Trump, mostrando su disposición a profundizar una política migratoria que en la era Obama ya se reveló especialmente dura con más de 2,5 millones de inmigrantes deportados desde 2009.
En su intento de consolidar la base de una agresiva política de “Norteamérica para los norteamericanos”, en una suerte de versión moderna de la doctrina Monroe puertas adentro, su blanco fueron los mexicanos, -el 52 % de los 11 millones de migrantes sin estancia legal que viven y trabajan en los empleos más precarios en Estados Unidos-, a quienes tildó de “violadores, delincuentes y narcotraficantes” que serían peligrosos para Estados Unidos. Pero México no sólo sufre la rapiña imperialista norteamericana que se sirve de su mano de obra hiperexplotada, de sus recursos energéticos como muestra el gasolinazo en curso, de la militarización al servicio de sus intereses estratégicos, etc.; sino que perdió más de la mitad de su territorio a manos de su poderoso vecino del norte, por lo que gran parte de las fronteras que Trump pretende “proteger” de México en realidad le pertenecían a este.
El ladrón de guante blanco
Apenas constituido como nación independiente en 1776, Estados Unidos contaba con una extensión mucho más modesta que la que hoy lo hace ser un “país-continente”: un territorio de menos de medio millón de km2 poblado por dos millones y medio de habitantes. Unas 7 décadas más tarde su territorio era doce veces mayor, con una población de 20 millones de habitantes, la gran mayoría inmigrantes (1).
Esta vertiginosa extensión se basó en la aplicación de políticas que combinaron el exterminio y/o desplazamiento de los pueblos nativos que fueron despojados de sus territorios, -en un proceso denominado eufemísticamente la “mudanza de los indios” por el que el hombre blanco ocupó el territorio entre los Montes Apalaches y el Mississipi-; la compra o negociación de territorios con potencias imperialistas como Francia -Luisiana-, España -Floridas Occidental y Oriental-, Rusia –Alaska-; y la guerra de conquista de territorios mexicanos.
Con un acelerado desarrollo capitalista apalancado en la producción esclavista, la burguesía yanqui requería la incorporación de nuevos territorios para ponerlos al servicio de la producción de granos, tabaco y algodón, para lo que necesitaba en primera instancia enfrentar la injerencia de las potencias europeas sobre suelo americano. De allí nació la llamada “doctrina Monroe” formulada en la segunda década del s XIX sobre la premisa “América para los americanos”, que si en sus inicios se revistió de proclama defensiva frente a la amenaza colonialista que suponía la restauración monárquica en Europa, pronto se reveló en su esencia ofensiva como doctrina de neocolonización del nuevo continente por parte de Estados Unidos.
Acompañada por una justificación ideológica providencial bajo la idea del “destino manifiesto” de los norteamericanos a civilizar al resto de los pueblos, la doctrina cobró máxima expresión en la política del presidente James Knox Polk (quien gobernó entre 1845-49) que en 1846 declaró la guerra contra México. Pero la rapiña a este último había comenzado décadas antes.
La colonización de Texas
Desde su independencia de España en 1821 México se alzaba como una enorme masa territorial de unos 4 millones y medio de km2, sobreextensión que, en ausencia de una burguesía nativa fuerte con arraigue nacional, obró en su contra. La inestabilidad por las disputas entre las élites regionales impidió en los primeros años del México independiente la consolidación de un régimen político duradero (pasó de ser una monarquía a una república federada, después centralista y luego federada nuevamente), lo que marcó su incapacidad de controlar en forma efectiva los territorios, en particular los del norte del Rio Grande, que recibían escasos recursos del gobierno central debido a la distancia y a la poca densidad demográfica de California y Nuevo México.
Desde la década del 20 los gobiernos mexicanos consintieron el establecimiento de colonos norteamericanos en el por entonces estado de Coahuila y Texas como forma de limitar el avance de las tribus comanches en el oeste, tarea iniciada por el empresario de Virginia Stephen F. Austin que encabezó la llegada de los primeros 300 colonos (los “Old Three Hundred”, los viejos 300). Su crecimiento acelerado y extensión sobre las tierras fértiles del este llevó al presidente Anastacio Bustamante a prohibir en 1830 el ingreso de colonos. Para 1835, luego de que el dictador Santa Anna revocó la constitución federal para imponer un régimen centralista, los colonos de Coahuila y Texas, junto con un ejército de mercenarios enviados y pertrechados por Estados Unidos, se alzaron en armas, resultando vencedores imponiendo un tratado que establecía su independencia en 1836.
Pese a ser rechazado por el congreso mexicano este contó con la aprobación de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, que empuñó el discurso de la emancipación y la libertad en función de su consolidación como potencia. La nueva República de Texas fue un experimento de corta duración, y en 1845 sería anexada a Estados Unidos como parte de un plan más ambicioso de robo de territorios mexicanos. En homenaje al voraz empresario Austin, pionero en la colonización de México, hoy lleva su nombre la capital de la actual Texas.
La guerra de conquista
En sus escritos sobre la guerra de secesión norteamericana Marx destacó que los estados esclavistas del sur estaban orgánicamente urgidos de expandirse tanto por una agricultura extensiva que hacía necesaria la incorporación de nuevas tierras como por la existencia de una base social de jóvenes blancos deseosos de hacer fortuna y prestos al aventurerismo a los que debían dar una salida externa para evitar disturbios internos. Estos factores explican que el Partido Demócrata, que en la primera mitad del siglo XIX era el partido esclavista, haya sido el mayor promotor de la política de expansión norteamericana, como mostraría el envío de tropas al Río Grande por parte James Polk, interesado en las por entonces provincias mexicanas de Alta California y Santa Fe de Nuevo México.
Pero contrario a lo que cierta tradición historiográfica norteamericana sostiene, el Partido Whig, antecesor del Partido Republicano y esencialmente antiesclavista, también era expansionista, y sólo guardaba con los demócratas diferencias de método en cuanto a cómo garantizar la expansión. Estas no evitaron que, una vez declarada la guerra a México en 1846 bajo la excusa del asesinato por parte de guerrilleros mexicanos de un coronel yanqui, los whigs votaran junto con los demócratas a favor de la guerra, con la sola oposición de un minúsculo grupo de abolicionistas que votaron en contra alegando que favorecía los intereses esclavistas. El general Taylor a cargo de las tropas norteamericanas escribió reveladoramente en su diario “He mantenido que los Estados Unidos son los agresores. No tenemos el más mínimo derecho de estar aquí… Parece que el gobierno envió un pequeño destacamento adrede, para provocar la guerra, para tener un pretexto para tomar California y todo el territorio que se le antoje”(2).
Howard Zinn refleja que si la guerra, revestida del discurso libertario y civilizatorio propio de la idea del “destino manifiesto”, despertó simpatías al comienzo, pronto se fue volviendo impopular. A las tropas regulares se sumó un ejército norteamericano de voluntarios de los cuales la mitad eran inmigrantes recientes, sobretodo irlandeses y alemanes, que vio como cada vez más soldados que se habían alistado por la promesa de una paga y acres de tierra pública comenzaban a desertar(3), y no pocos a pasarse al bando mexicano, como fue el caso del batallón de irlandeses San Patricio(4). Aún así, se impuso ante un México debilitado por la confrontación entre federalistas y centralistas, (que derivó en la rebelión de Yucatán en 1841 y otros intentos secesionistas en Sonora y Tamaulipas), carente de un poder militar cohesionado, y desgastado económicamente luego de la guerra en Texas y el conflicto militar con Francia entre 1838-39 conocido como la “Guerra de los Pasteles”.
El bloqueo de los puertos mexicanos sumado al rápido avance de las tropas norteamericanas garantizaron la ocupación de Nuevo México y California, que aportó con una rebelión interna de colonos anglosajones que declararon en 1846 la República de California, rápidamente convertida en territorio de Estados Unidos. En marzo de 1847, tras un masivo desembarco y bombardeo norteamericano, caería Veracruz, la “puerta de México al mundo” por ser el puerto más importante desde la época virreinal, abriendo el avance de las tropas norteamericanas hacia la ciudad de México, que caería a fines de ese año.
Un tratado sin hidalguía
Como resultado de su victoria, Estados Unidos le impuso a México la firma del Tratado de Guadalupe de Hidalgo por el cual reconocía el dominio norteamericano sobre Texas y le entregaba las provincias de Alta California y Santa Fe de Nuevo México, que actualmente son los Estados de Nevada, Nuevo México, Arizona, California, Utah y partes de Wyoming, Colorado, Oklahoma y Kansas. A cambio de la pérdida de más de 2 100 000 km² de tierra -el 55% de su territorio-, Estados Unidos se comprometió a abonarle a México 15 millones de dólares. Por eso, el periódico norteamericano Whig Intelligencer pudo decir “no tomamos nada por conquista… Gracias a Dios”.
(1) Nuñez, Jorge. La guerra interminable. Ed. CEDEP. Pág. 11
(2) ZINN, Howard, La Otra Historia de los Estados Unidos, Siglo Veintiuno, pág. 117
(3) Durante la guerra la cifra total de desertores fue de 9207 entre las tropas regulares y 5331 entre los voluntarios.
(4) ZINN, Howard, Op. Cit. |