¿Pánico, indiferencia o celebración?
Los Estados Unidos continúan siendo, según la expresión de Trotsky, “el espejo más perfecto del capitalismo”. No debería sorprendernos, pues, que su nuevo presidente, el empresario millonario Donald Trump, sea una digna personificación del sistema capitalista. Digamos que es lo que debe ser, aunque tal vez no lo sea como debe serlo.
El caso es que los desplantes de Trump mantienen sobresaltados a diversos portavoces del sistema: grandes poderes mediáticos, promotores del pensamiento único, defensores del orden establecido, demócratas liberales y centristas convencionales. Toda esta gente biempensante ve con terror cómo los pasos de Trump están cimbrando su paraíso terrenal. ¿Y si el torpe gigante destruyera lo que les parece el mejor de los mundos posibles?
Considerando el pánico de los conformistas, resulta comprensible que muchos inconformes de izquierda prefieran esta vez mostrarse indiferentes. ¿Acaso Trump no representa el mismo capitalismo imperialista estadounidense de siempre? ¿Qué importa que lo mismo aparezca desenmascarado en Trump o enmascarado en Obama y en Hillary?
Hay incluso quienes encuentran buenas razones para celebrar el ascenso de Trump. Se le ha concebido como punto de quiebre de la globalización capitalista, como repliegue del imperialismo intervencionista, como retorno del proteccionismo y retroceso del neoliberalismo. También se ha vislumbrado aquí una reanudación de la historia después del supuesto fin de la historia.
Mejor lo peor
Una de las interpretaciones más optimistas del triunfo de Trump es la que nos lo presenta, en clave marxista, como signo de crisis del capitalismo y de agudización de sus contradicciones. El nuevo gobierno estadounidense aparece entonces como una oportunidad para la movilización, para la transformación e incluso para la revolución.
En el mismo sentido, el ascenso de Trump debería ser motivo de regocijo para la izquierda simplemente por ser una ruptura de la continuidad, una perturbación del equilibrio mundial, una amenaza para el inmovilismo y para la reproducción del sistema. Ésta es, en definitiva, la visión de Slavoj Žižek. Resumiéndola: mejor lo peor que más de lo mismo.
Es como si Žižek se aburriese con lo mismo y por eso prefiriera lo peor. El problema es que lo peor no lo será para él. Nuestro filósofo esloveno es europeo y no pobre ni de color ni tampoco inmigrante ilegal en los Estados Unidos.
La posición radical žižekiana es demasiado fácil y cómoda para quien se encuentra protegido contra las inclemencias de la historia. Más que radicalidad, lo que aquí podría estarse delatando es el impaciente infantilismo irrealista de un intelectual privilegiado, consentido, hastiado.
Lo aún peor
Ya conocemos la vieja esperanza de que lo peor nos lleve al cambio que anhelamos en la izquierda. Fue una ilusión común en la etapa de entreguerras. El nazismo crearía una tensión tal que destruiría el capitalismo y se resolvería en una revolución comunista. En lugar de este desenlace, lo peor condujo a lo aún peor: a la Segunda Guerra Mundial.
Es verdad que la conflagración de 1939-45 favoreció indirectamente la implantación del estado de bienestar y la emancipación de las últimas colonias. Pero estas conquistas fueron muy pronto neutralizadas por el neoliberalismo y el neocolonialismo. Y al final, con Trump y otros líderes neofascistas, pareciera que regresamos al punto de partida.
Nada nos asegura que lo peor nos lleve ahora sí a lo mejor. Ciertamente, como ya lo señalamos, hay quienes alegan buenas razones para suponerlo y para celebrar el triunfo de Trump. Sin embargo, como lo veremos ahora, también podemos dar buenas razones para preocuparnos y para temer que lo peor nos haga recaer en lo aún peor.
El cinismo del capitalismo
Quizás lo más preocupante sea que Trump no sólo tiene un mando político, institucional y militar. Además de este mando sometido a restricciones legales y constitucionales, el presidente de Estados Unidos tiene un ascendiente irrestricto en las esferas ideológica, social y cultural. Su influencia puede resultar así decisiva, no sólo al desatar pasiones como el “odio desenfrenado” al que se ha referido Judith Butler, sino al imponer orientaciones hegemónicas de nuestro momento histórico.
La historia puede verse marcada por Trump a través de la propagación, normalización y banalización de su particular perspectiva nacionalista, racista, sexista, xenófoba y escéptica ecológica. Todo esto podría imponerse como nuevo sentido común. Se formaría entonces un consenso más tolerante ante formas actuales de la destructividad capitalista.
El riesgo, en definitiva, es que la incorrección política de Trump se torne políticamente correcta. Si así ocurriera, veríamos avanzar el cinismo que Sloterdijk y Žižek presentan como rasgo característico de nuestra época: el mismo cinismo que Marx y Engels ya descubrían en el descaro capitalista decimonónico.
Para Marx y Engels, el capitalismo resulta indisociable del cinismo. Una razón más cínica es una razón más compatible con el cálculo capitalista. El capitalismo bien podría servirse de Trump y de su impulso al cinismo para desembarazarse de ciertos límites y volverse más atrevido en lo que dice y hace a través de sus portavoces y ejecutores.
Multitud individualizada
El cinismo capitalista sólo podrá llegar a desarrollarse con Trump en la medida en que Trump opere como un modelo de subjetividad. En términos freudianos, la identificación multitudinaria con Trump como ideal podría llegar a multiplicarlo por millones de sujetos moldeados por el ideal. Esta multitud lograría lo que es imposible para el individuo.
Sin embargo, antes de ser individuo que amenaza con volverse multitudinario, Trump ya da la impresión de ser una multitud que se ha individualizado. Aparece como producto y no sólo como modelo de identificación. Antes de ser un ideal para la sociedad, se presenta como una subjetivación más del ideal capitalista del empresario desvergonzado y sin escrúpulos.
Trump ya nos parecía normal e incluso banal antes de cualquier normalización y banalización de lo que es. Digamos que el modelo de Trump ganó antes de que Trump ganara las elecciones presidenciales. El triunfo electoral vino simplemente a confirmar y consagrar el triunfo ideológico, social y cultural de aquello de lo que Trump es el nombre.
El colmillo del vampiro
Desde luego que Trump tiene un lado patológico, anormal, que nos repugna, que nos asusta y escandaliza. Pero su patología parece derivar de su misma normalidad. Es algo que nos recuerda la “patología de la normalidad” que Joyce McDougall denominaba “normopatía”.
Intenté mostrar en otros artículos que la normopatía de Trump irrumpe como un síntoma de la patología capitalista. Esta patología es fundamentalmente perversa, de modo que no hay aquí ninguna mutua exclusión, como la planteada por Jorge Alemán, entre la verdad sintomática y el goce del fantasma capitalista. Lo que el capitalismo nos revela sintomáticamente no es ni más ni menos que su lado monstruoso y destructivo, mortífero y perverso, gozoso y fantasmático.
Trump es el vampiro del capital con el que tratamos diariamente y que de pronto nos muestra el colmillo con el que jamás dejó de absorber nuestra sangre. Su diferencia es expresión de mismidad. Como lo ha notado Alain Badiou, Trump simplemente hace que lo mismo de siempre se nos muestre diferente de todo.
Contra lo que pretenden los ilusionistas mediáticos, la excepción de Trump no desafía la regla del sistema capitalista. No es ni siquiera una excepción con la que se confirme tal regla. Su excepción es más bien, como en Althusser, la regla misma del sistema como estado permanente de excepción, como guerra continua, como destrucción incesante.
El fascismo del capitalismo
En el fascismo, según Badiou, el capital se nos manifiesta como algo inédito. Su diferencia lo vuelve irreconocible, seductor e incluso cautivador para algunos, pero también aterrador y repulsivo para otros. Es así como el fascismo, por el gesto mismo por el que polariza la sociedad, puede ayudar a desacostumbrarse del capitalismo y redescubrir su monstruosidad cuando ya pasa desapercibida.
Se ha dicho que Trump no es un fascista, sino un capitalista neoliberal, como si lo primero excluyera lo segundo. Quizás habría que desenterrar a Franz Neumann para ver cómo el fascismo podría no indicar tanto la fuerza del Estado como su disolución y su total subordinación a un capitalismo salvaje, desbocado y descontrolado.
En los términos de Hobbes, el fascismo es el anárquico Behemoth, pero se hace pasar por el despótico Leviatán en una suerte de compensación adleriana o formación reactiva freudiana. El Estado fascista debe simular fortaleza para disimular su debilidad. Al hacerlo, su fortaleza puede llegar a revelarse como lo que siempre fue, como su debilidad, es decir, como la fortaleza de la clase dominante, lo que se aprecia en el gobierno plutocrático de Trump.
Siendo quien es y dándole su lugar a los demás oligarcas, Trump vuelve a operar como síntoma, como retorno de lo reprimido, al revelarnos la verdad oculta del Estado capitalista: su total subordinación al capital. Marx es así confirmado por Trump. En un elocuente lapsus del capitalismo, el cínico Trump confiesa lo que Hillary, Obama y los demás callaban con la mayor circunspección.
Trump somos todos
Las confesiones de Trump atañen al sistema capitalista y a su poder político, pero también a cada uno de nosotros como piezas y personificaciones del sistema. Nos reconocemos en el impresentable presidente de los Estados Unidos. Al menos en cierta medida y en cierto sentido, Trump somos todos. Lo somos al ser eso en lo que cedemos al sistema.
¿Qué ocurre cuando capitulamos? Nos convertimos, según la caracterización de Byung-Chul Han, en “empresarios de nosotros mismos”. Nos vendemos y competimos unos con otros. El capitalismo salvaje impone su ley de la selva entre nosotros. Anteponemos constantemente nuestro interés individual al general y nuestro goce a la existencia del otro.
Mientras consumimos o conducimos nuestro automóvil, actuamos como si no creyéramos en el cambio climático. Miles de feminicidios anuales dan testimonio de nuestro sexismo y de nuestra misoginia. Nuestro propio racismo constituye clases raciales en todos los países. Ayudamos a levantar el muro de Trump entre barrios exclusivos y marginados, entre europeos y africanos, entre israelíes y palestinos, entre mexicanos y centroamericanos, entre mestizos e indígenas, entre el interior y el exterior de hospitales y universidades.
Nuestra hipocresía
Casi podríamos decir que hay algo en el mundo que tiene lo que se merece al tener a Trump como gobernante más poderoso del mundo. ¿Acaso este sujeto no encarna bien un aspecto de la misma humanidad que ahora mismo, aterrada, se estremece ante él?
Si nos aterramos ante un Trump que nos deja ver algo de lo que somos, es quizás porque nos desenmascara y porque finalmente cada época, según la expresión de Trotsky, “tiene su propia hipocresía”. La nuestra nos hace rechazar en Trump lo que no estamos dispuestos a repudiar ni en nosotros mismos ni en nuestro entorno social.
En una segunda vuelta de tuerca, nuestra hipocresía hizo también que nos limitáramos a denunciar en Hillary la misma hipocresía que no quisimos reconocer ni en lo que somos ni en lo que nos rodea. Este hipócrita enmascaramiento es igualmente lo que ahora puede hacernos perder, como perdió Hillary, frente al cínico desenmascaramiento de Trump.
¿Cómo no tener la impresión de que el actual momento histórico nos exige definiciones claras y acciones consecuentes? Es tiempo de que nuestra lucha, que es una lucha de clases, traspase las mediaciones ideológicas en las que se extravía.
La historia no se jugó ya entre los personajes de Trump y Hillary, sino que se está jugando a cada momento entre el capital que ambos personajes representan y las masas oprimidas por este mismo capital. Hay aquí una lucha histórica permanente que se mantiene encendida entre ellos y nosotros, pero también entre nosotros y en cada uno de nosotros. Mientras dure esta lucha, nada está decidido.
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