En las primeras décadas del siglo, muchos de los escritores de ciencia ficción eran, además o sobre todo, ellos mismos científicos que a partir de sus trabajos elaboraban tramas ficcionales que pronto comenzaron a difundirse en revistas y libros. Es por ello que en buena medida se ha identificado al género con los avances científicos y técnicos. Pero dijimos que ellos se usan para hablar de otra cosa.
Mencionamos que Frankenstein, de Mary Shelley, es considerada la primera historia de ciencia ficción publicada. Con el subtítulo de “El Prometeo moderno”, ha motivado lecturas según las cuales la muerte de su creador en manos del engendro construido con partes de cadáveres y animados por efecto de la electricidad (que en su momento se conocía como galvanismo), es la amenaza del castigo que les correspondería a los seres humanos por querer, como su antecedente mitológico, robar el fuego de la vida a los dioses.
Sin embargo, si en sus múltiples versiones fílmicas ha mostrado a un monstruo de fuerza sobrenatural y ciego ante su misión, en la novela el monstruo no sólo no es una bestia, sino que habla elocuentemente, es instruido y trata de comprender los comportamientos de los humanos. Pero, despreciado y temido por su aspecto y condición por esos seres que se dicen civilizados, acusado injustamente, decide perseguir a su creador. Es decir que la novela nos habla de la ilustrada ilusión en el progreso de la ciencia y la osadía creativa de los hombres y mujeres de principios del siglo XIX, pero también de las limitaciones que a esos sueños ponían no el fracaso en la empresa, sino las relaciones e instituciones sociales de la época.
El recurso a los avances científicos también se ha utilizado para abordar problemas relacionados con la espiritualidad y el deseo de trascendencia, como es el caso de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, donde una moderna máquina movida por energía mareomotríz y eólica (no difundidas como hoy en la época en que se escribió), permite ilusionar al protagonista con la posibilidad de consumar un amor en la eternidad.
Pero a medida que en el siglo XX las guerras y catástrofes no naturales mostraban cada vez más patentemente el lado oscuro de la fuerza tecnológica, pronto en las historias las máquinas comenzaron a dominar a los humanos y las catástrofes cambiaban súbitamente los rasgos del planeta en el que había que reaprender a sobrevivir. El cyberpunk es hijo de esa percepción del futuro; William Gibson, uno de los autores más conocidos de esta rama de la ciencia ficción, describe en Neuromante de esta manera un paisaje posapocalíptico: “El cielo sobre el puerto era del color de la televisión sintonizada en un canal muerto”. Películas como Terminator (James Cameron) y Matrix (de los Wachowski) sean quizás las expresiones fílmicas más conocidas de este tipo de argumentos. Allí también suele ser el sistema social el problema, y no la tecnología en sí. El agente Smith, por ejemplo, describe lo que ha recopilado como matriz del comportamiento humano como equiparable al de las… plagas, que se asientan en un lugar, lo agotan y lo abandonan destrozado. Peor aún es la explicación de por qué la vida en la matriz es tan parecida a la vida real: es que, explica Smith, en principio había sido programado como un entorno más armónico, pero los humanos no parecían cómodos en él así que reintrodujeron la competencia, la violencia, las disputas y las pésimas relaciones que caracterizan a una sociedad que es la nuestra.
De plagas trata también la serie televisiva inglesa Utopia, que ya va por la segunda temporada y que versa alrededor de los oscuros experimentos con el virus de la gripe que no solo dan ganancias a científicos, políticos y empresarios, sino que esconden además, programas de “mejoramiento racial”. También son científicos los que están por detrás de la curiosa competencia en un laberinto a la que son obligados los jóvenes de Maze runner (el libro y la película).
Interpretar estos casos como un castigo por la persistente voluntad de los humanos de ser “aprendices de brujo” es una forma de leer estas historias, y sin duda son un elemento presente en ella. Pero es muy difícil no ver en ellas también la feroz crítica a una sociedad que con sus comportamientos y no por la ciencia y la tecnología en sí, se dirige a la catástrofe. La mejor versión de Terminator, la segunda parte, terminaba con Sarah Connor concluyendo que “no hay destino” predeterminado. Antes de que esta rama de la ciencia ficción pase a ser más bien realismo costumbrista, será mejor leer esa advertencia y efectivamente, intentar construir otro futuro. |