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En los últimos meses se multiplicaron los crujidos y temblores en el desgastado orden de posguerra. La tendencia a la coordinación de las principales potencias imperialistas, que primó en los momentos catastróficos de 2008/9 (“momento Lehman”), está quedando atrás. Así, la eurocrisis se convierte en un lugar de enfrentamiento -o de guerra financiera- y, de manera más larvada, se ha convertido también en una guerra económica entre las principales potencias de Occidente, entre el dólar y el euro, entre el eje de las finanzas de Wall Street/City de Londres y el polo financiero en torno a Frankfurt y la predominancia europea.
Toda visión provinciana de esta crisis, como la que tiene la mayoría de la izquierda europea, pierde de vista esta realidad esencial: que frente al programa de un nuevo ciclo de endeudamiento europeo comandado por Wall Street, el gobierno alemán le opone –sin querer aún ir al choque abierto con Washington– una línea mediadora. Es decir una política de austeridad tan imperialista y enemiga de la clase obrera como las políticas de estímulo económico que proponen los EEUU y algunos gobiernos europeos, pero por distintos medios. Merkel apunta a una distribución concertada de partes de los ‘excesos’ de deudas y créditos existentes a la vez que busca preservar su base industrial y sus vínculos económicos con Rusia y China. Lo que está en discusión es una reestructuración de la relación entre producción y financiarización de la economía, mecanismo fundamental para saber quién carga con la desvalorización de la enorme masa de capital ficticio creado en estas décadas, entre los principales centros imperialistas.
Sin embargo, es en Ucrania, uno de los ‘cinco pivotes geopolíticos’ de Eurasia según Zbigniew Brzezinski en su libro El Gran tablero Mundial: La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos(*) donde la crisis económica está mutando en crisis geopolítica, convirtiendo de este modo a este país de la periferia de Europa en una nueva frontera de guerra. Allí, al igual que en la ex Yugoslavia durante la década de 1990, aunque en un contexto distinto después de años de desgaste del viejo orden mundial de posguerra y el fin del interregno de dos décadas que siguió a la caída del Muro de Berlín, Alemania y EEUU de hecho marchan juntos, pero persiguen objetivos divergentes a largo plazo. Para Berlín, el escenario ucraniano es la continuad de su política de expansión hacia Europa del Este iniciada en 1989 por el capital alemán con el objetivo de conquistar nuevos mercados para sus bienes y, sobre todo, de adquirir mano de obra calificada a bajo costo. El elemento nuevo es que esta salida del capital alemán choca con Rusia, ya que ésta intenta preservar una cierta base industrial muy deteriorada incluso durante los años de Putin y necesita para ello un “ambiente protegido”, en realidad este es el significado de la Unión Aduanera propuesta por Moscú. Sin embargo, que Alemania intente avanzar no significa que esté dispuesta a arriesgar su relación con Rusia, lo que busca es presionar a ésta a una relación subordinada, avanzando de hecho por otras vías en su semicolonización. De esta forma, el fin de la posición intermediaria que Ucrania gozó en los últimos años genera cortocircuitos en la relación de “buen vecino” de Alemania con Rusia. Pero Berlín no tiene otra alternativa frente a la continuidad de la crisis ya que no hay ninguna posibilidad de supervivencia para el capitalismo europeo, detrás de la hegemonía alemana, si no logra conservar una Europa unida como gran área regional, manteniendo su fuerte producción industrial dado el poco o ningún poder financiero y militar que tiene frente a los Estados Unidos, la falta de energía barata y la necesidad de mantener una ubicación central dentro de la competencia capitalista, que no permite que solo se conserven las posiciones conquistadas. A la vez, Alemania mantiene una relación privilegiada con Pekín y la sola perspectiva de un espacio geoeconómico que una estos dos polos de la gran masa euroasiática vía Moscú, birlando a su vez el dominio marítimo de los EEUU, sería un escenario de pesadillas para la hegemonía norteamericana.
Digamos al pasar, que la existencia de fuertes roces entre Berlín y Moscú grafican que la posibilidad de un eje desde Alemania hasta China a través de Rusia solo podrá avanzar de forma conflictiva, descartando de este modo toda idea peregrina de que es posible lograr una multipolaridad pos-hegemonía norteamericana armónica sin que se desestabilice el sistema global, tal como plantea Giovanni Arrighi en su libro Adam Smith en Pekín. Lo mismo es válido para las relaciones entre Rusia y China que han pegado un salto en los últimos meses como subproducto de la conflictiva situación del primero con la Unión Europea (UE).
Pero lo que sí es cierto, es que si esta tentativa de regionalización económica y política más centrada en el comercio y la industria, y desligada de las finanzas internacionales controladas por Washington avanzara sustancialmente, el sistema centrado en Estados Unidos estaría en grave riesgo. Agreguemos que la fortaleza del sistema dólar/Wall Street ya está sacudido por la crisis de la cual no puede recuperarse plenamente a pesar de enormes inyecciones de liquidez. Para Washington la sola posibilidad de esta entente es directamente inaceptable. De este modo a la vez que EEUU busca negarle a Moscú la menor zona de influencia y busca propinarle una humillación lisa y llana, su segundo objetivo es Berlín, o más precisamente, las relaciones intrínsecas con Moscú y Pekín. Obama utiliza todo tipo de provocaciones para obligar a Alemania a elegir, como sucediera luego de la caída del avión de Malaysian Airways en la frontera ruso-ucraniana y que fuera rápidamente atribuido de manera indirecta a Rusia por el presidente norteamericano.
Hasta ahora Merkel ha asumido una posición intermedia, más abierta en lo que se refiere a las condenas verbales a Rusia y adhiriendo a la primera ronda de sanciones pero restringiendo algunas de las ideas más audaces de los halcones de la OTAN. Frente al peligro actual de una nueva guerra abierta en el este de Ucrania, su ministro de relaciones exteriores intenta mediar entre Kiev y Moscú, tratando de contener a los rusos a la vez que presiona a Kiev (que depende de su “ayuda” financiera) para buscar alguna reconciliación frente a las demandas de los separatistas, de antemano vociferadas por Putin como la federalización del país. Tratando de conciliar los distintos intereses de la UE, desde la belicosa Polonia hasta la conciliadora Italia, a la vez que mensura el precio que significa la ruptura de su disciplina atlántica y de ahí sus vacilaciones, la cancillería alemana no tiene la intención de desestabilizar la cooperación creada durante más de cuarenta años de Ostpolitik. Mientras sigue creciendo en Berlín un debate, que apenas trasciende a los medios de comunicación, sobre la necesidad de reformular el vínculo con Estados Unidos. Por su parte, la política aventurera de Obama(o de algunos de sus consejeros más neoconservadores en el medio del desorden que reina en Washington) de apoyar a los insurgentes de Kiev para hacer retroceder a Putin no anticipó el contragolpe de China y el acuerdo histórico firmado con Rusia después de años de dudas y de sospechas entre Pekín y Moscú. Dicho de otra manera, a pesar de las fuertes divergencias entre unos y otros en estos nuevos realineamientos la chispa geopolítica que está uniendo a China, Rusia y Alemania la proporciona (alimenta) los Estados Unidos y su reticencia a reconocer el declive de su hegemonía y su intransigente negativa a tolerar en lo más mínimo que el mundo no puede ser dirigido como antes. Esta es la fuente central que puede llevar a nuevos choques entre las grandes potencias.
Estamos llegando a un momento de desorden sistémico: Si estas tendencias no son interrumpidas o redireccionadas, la actual situación puede resultar en una progresiva alienación de Estados Unidos de Eurasia con graves consecuencias para su ya maltrecha hegemonía o, de querer evitar dicho ominoso escenario, deberá jugar con fuegos y provocaciones cada vez más riesgosos y peligrosos . Coyunturalmente, una primera respuesta, más de contenido simbólico que sustancial, ha sido el reciente acuerdo climático entre Obama y Xi Jinping en la reciente cumbre de la APEC, a la vez que buscó dejar en el ostracismo a Rusia. La glorificación que hacen algunos analistas de este acuerdo, a la vez que el coro de la prensa mundial sobre el aislamiento de Putin es pura propaganda, terreno en el cual los EE.UU. buscan cada vez más disimular su debilidad.
La política internacional se está enrareciendo y perspectivas cada vez más ominosas se ciernen sobre la humanidad. Hoy día la balcanización abarca a todos los territorios que se desprendieron de la simultánea desintegración de las ex URSS y Yugoeslavia. Desde la frontera ítalo-eslovena a la ruso-ucraniana, de Trieste a Járkov, desde el mar Adriático hasta el Mar Negro, cien años después de la caída del imperio de los Habsburgo, el otomano y el zarista, casi no hay frontera que no esté disputada o cuestionada. Es decir, no faltan mechas que puedan explotar. Los aires de guerra, por muy improbable que sea la voluntad inmediata de los grandes jugadores, no son ya una cuestión de mera rememoración histórica, en este 2014 a cien años de la primera gran carnicería interimperialista. EE.UU. parece en la actualidad ser estructuralmente incapaz de sobrevivir a crisis globales sin arruinar y desorganizar también a aquellos estados que no son marginales con el fin de profundizar su rapiña financiera a escala global. Europa, por su parte, si no quiere salir de un juego que se pone cada vez más difícil está obligada, a seguir las líneas sugeridas por Alemania. Frente a semejantes roces geopolíticos el resurgir del neo- armonicismo parece haber sido solo una expresión del supuesto sueño de una globalización armónica o la mera ilusión de los primeros momentos de la crisis condenados a quedar atrás. Solo la teoría del imperialismo puede preparar conscientemente a los trabajadores y el pueblo para las catástrofes que se avecinan en los próximos años y décadas.
(*) Para Brzezinski en el nuevo mapa político de Eurasia se pueden identificar cinco actores geoestratégicos Francia, Alemania, Rusia, China y la India, y cinco pivotes geopolíticos Ucrania, Azerbaiyán Corea, Turquía e Irán. Su definición de “pivotes geopolíticos” incluye los Estados cuya importancia se deriva no de su poder sino de su ubicación, que en algunos casos les da un papel especial ya sea para definir el acceso a áreas importantes o para negar recursos a un jugador importante. |