A mis compañeras obreras
Los capitalistas inventaron el cronómetro para atrapar nuestro tiempo y transformarlo en sus ganancias.
Y entonces, los tiempos del café del amanecer y la sopa del crepúsculo se trituraron en la licuadora de los turnos rotativos para terminar sin gusto a nada.
Los cíclicos tiempos de nuestras hormonas se escabulleron bajo los beneficiosos efectos de los analgésicos y los higiénicos apósitos, que nos regulan y estabilizan para amoldarnos al tiempo impertérrito de las máquinas. El tiempo expectante de las nueve lunas se transformó en litigio y negociación de licencias o despidos.
Infinitos minutos para el calor y los sabores fueron robados y transferidos a los fríos e insípidos horarios de fabricar alimentos industriales. Conversadas horas de hilos y agujas fueron expropiadas y reconvertidas en tiempos de telares rechinantes que tejen las prendas de otros.
Las horas de los juegos, de las lecturas, del aprendizaje, del arte, del paseo; las de compartir secretos, mesas, cumpleaños, caricias; las horas de las lágrimas y de las risas, de los nacimientos y las muertes, de las enfermedades y las pasiones, de la complicidad y los debates, hasta las horas del sueño se las robaron los capitalistas.
¡Ya tienen suficiente de nuestro tiempo! No queremos más horas iguales a sí mismas, viendo cómo nuestro verdadero tiempo se escurre entre sus cronómetros, sirenas, tarjetas, timbres, molinetes y campanas. Nuestras vidas valen más que sus ganancias.
Hace dos siglos dijimos que catorce horas eran demasiado y conseguimos que nos robaran sólo doce. Un siglo después, nos persiguieron, nos enjuiciaron y nos ahorcaron con su policía y su justicia cuando dijimos que ocho horas eran suficientes; pero igual las conquistamos.
Sólo la sed de ganancias de los inventores de cronómetros impide que sean aún menos las horas que dedicamos a ganarnos nuestro pan. Y nosotras queremos el pan, pero también queremos las rosas. Por eso luchamos por asir el tiempo en nuestras manos.
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