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La Izquierda Diario
8 de mayo de 2017 Twitter Faceboock

CULTURA
Murió Abelardo Castillo, “pero no hablemos de literatura”
Lucía Battista Lo Bianco

“Cuando uno es muy joven quiere ser recordado, que se lean los libros de uno. Pero más de grande te das cuenta que para ser recordado tenés que haberte muerto. Y como yo no tengo ninguna gana de morirme, no me interesa un pito cómo me recordarán. Me imagino que me gustaría ser recordado como un escritor, por lo menos, pasable, pero si me pongo serio me gustaría que me recordaran como lo que nunca fui: una buena persona” (A. Castillo)

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La cita que titula esta nota es el magistral verso final de un poema inédito que salió a la luz este domingo, donde se reivindica la figura del simbolista francés, Verlaine, y que podría ser el resumen perfecto del proyecto poético de Abelardo Castillo: un intento permanente de acercar arte y vida.

Reconocido internacionalmente, sí. Pero en definitiva, ¿eso qué importa? De los “viejos y grandes” -porque de alguna forma hay que llamarlos-, de los escritores de izquierda que le tomaron el pulso a una época de grandes convulsiones sociales, es de los pocos que aún sobrevivía. Hay que decir, y aunque en parte lo lamentemos que con Aberlado Castillo se fue “un pedazo de la literatura nacional”, a decir de Juan Forn.

Pero para esto está el arte, ¿no? Para trascender al artista. Algo con lo que un sartreano, como Castillo, que practicaba el compromiso social y político, tal vez discreparía. Un tipo de izquierdas, un cuentista, de esos de pluma breve y punzante pero que hasta se atrevió con la novela (siguiendo su máxima de no antes de los 40, claro), con la dramaturgia y con el ensayo.

Un breve raconto sobre su vida bien podría novelarse. Ex boxeador, que alardeaba de no haber perdido nunca una pelea (“¡nuestro Hemmingway!”, dirán algunos). Según dicen, también fue un hábil jugador de ajedrez. Estas dos aficiones las habría adquirido en la ciudad bonaerense de San Pedro, allí donde también comenzó a practicar el oficio de la palabra escrita. Hizo el servicio militar, y en la colimba misma leyó a Kafka por primera vez. Fue alcohólico, luego se recuperó. Muchos años después dirá que fue una época que prefiere no recordar, aunque escribió “El que tuvo sed”. De cejas prominentes y mirada punzante, dictó talleres literarios durante muchos años en sus casas, convirtiéndose en “maestro” de varios de los escritores de nuestra escena literaria actual. Acompañado siempre por su esposa, la escritora Sylvia Iparraguirre. Hasta tuvo la osadía de declararse marxista-leninista en plena dictadura militar: fue de los que no se exilió, sino que defendió la idea de “exilio interior”.

Como la mayoría de los de su generación también fundó varias revistas literarias. Esas en las que lo cultural y lo político era una mónada necesaria, reuniendo a la intelectualidad de izquierda de la época, poniéndola a rivalizar entre sí y buscando influir en la vida y la realidad política y social del momento. Claro que, está difícil pensarlo hoy, llegar a hacerse una idea de ello. Pero de allí salió el escritor al que nos toca despedir, de la dirección editorial de la que fue “El escarabajo de oro” (título inspirado en Poe, por quien él mismo se reconoció particularmente influenciado).

“Más que ser recordado, prefiero estar en mi casa. Que recuerden a los muertos”

A propósito de esto y a falta de revistas literarias pero con portales digitales de sobra, ocurrió lo que sucede siempre: explotaron de crónicas, notas, memorias, entrevistas, vivencias más o menos personales, más o menos literarias, innumerables citas, fragmentos de relatos, refritos de todo tipo y recuerdos. Paradójico -para alguien que pretendía ser recordado como lo que, según él mismo, no fue- que el denominador común de muchos de esos escritos sea la generosidad con que Abelardo Castillo abordó sus relaciones con los escritores a los que formó en sus talleres literarios e incluso a los participantes de los premios de los que hasta sus últimos días fue jurado.

Pero tal vez, esta paradoja la explique otra máxima suya, formulada allá por 1956 y que puede ir a buscarse a sus Diarios: “Nada que nace debiera morir, esto lo intuimos y luchamos por nuestra supervivencia”. Con esta apuesta al futuro y a la vida es que escribía, influido -según sus propias palabras- por Roberto Arlt y Leopoldo Marechal primero, y por Borges un poco más atrás. Defendiendo a rajatablas, lo que éste último dio en llamar “el idioma de los argentinos”. Decía: “nunca escribir rostro, siempre cara; nunca encender, siempre prender". Cuenta que esto lo aprendió en San Pedro, mientras su pluma ponía sus primeros puntos y comas adolescentes.

En sus historias, Abelardo Castillo hace una especie de “fantástico realista y delirante” a la vez en algunos de sus cuentos, recogiendo la crudeza de la vida misma, del yugo de la explotación asalariada, poniendo a dos miserables a discurrir sobre sus perras vidas enfrentados en la penumbra de un bar de pueblo o sometiendo al amor a la guillotina del tiempo. Provocando, como cuando en 1972 publicó “El marica” donde un tal Abelardo rescataba la homosexualidad de su amigo César de manera explícita; o en “La madre de Ernesto” cuando, haciendo de los finales inquietantes una marca registrada, el tabú del incesto se pone en cuestión.

“Soy lo que en la antigüedad se llamaba un hombre de izquierda”

Así se autodefinió en una entrevista inédita del año 2001, publicada el día que falleció. Vivió más de ocho décadas, siendo siempre un sujeto político que nunca dejó de acusar y denunciar las atrocidades del régimen social de miseria en el que vivimos, incluso -y primero- en su literatura. Allá por el convulso mayo del 69, aún en medio del Cordobazo, el “Escarabajo de oro” publicaba en su editorial, escrita y firmada por Abelardo Castillo, reivindicando a los estudiantes y a los jóvenes que en nuestro país y en todo el mundo se rebelaban en un mismo grito de odio contra el orden social establecido: “Es todo el sistema el que detesta la inteligencia. Sobre todo cuando, como en este caso, la inteligencia consiste en haberse hartado, o estar hartándose, de un estilo de vida: de un modo de vivir que nos ha sido impuesto y en el que ya no creen ni los que por estupidez, o por, miedo, dicen defenderlo [...] Los desesperados son ellos, los que nos hartaron [...] No es nuestro medio lo que se cuestiona, es el mundo. Porque no sólo la juventud argentina y latinoamericana está harta: los muchachos y muchachas de todo el mundo, estudiantes o no, se hartaron [...] Mientras la tierra se pone azul, los arrozales de Vietnam serán implacables, los negros seguirán sublevándose en los ghetos y los estudiantes en las calles de París o de Córdoba. Y los desposeídos de las grandes ciudades comprendiendo, poco a poco, que la cuestión esencial no es el aumento de sueldo o la restitución del sábado inglés. La cuestión, mientras se vive, es vivir enteramente. Lo que no quiere decir vivir mejor, sino dar todo. Vivir eligiendo un destino para uno mismo y eligiendo el futuro, para uno mismo o para los demás.”

Treinta y dos años después, en dicha entrevista, aún sostenía: “Pienso que hay demasiada gente que tiene más que lo que debería y una innumerable cantidad de gente que no tiene lo necesario. Ese es un orden social que hay que cambiar desde lo político.”

Precisamente, este es el “legado” que nuestra generación puede tomar de escritores como Abelardo Castillo. Nuestra generación de jóvenes, de apasionados por la literatura y la escritura, los que no queremos una cultura para pocos, nosotros, potenciales insumisos.

 
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