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La Izquierda Diario
27 de noviembre de 2014 Twitter Faceboock

MEDIO ORIENTE - ISRAEL
Israel: una formulación estatal racista sin ambigüedades
Miguel Raider

Benjamín Netanyahu acaba de aprobar un proyecto de ley para cambiar la definición del Estado de Israel como “Estado nacional del pueblo judío”.

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El gobierno derechista del premier israelí Benjamín Netanyahu parece una reserva inagotable de políticas reaccionarias. Ahora acaba de aprobar un proyecto de ley para cambiar la definición del Estado de Israel como “Estado nacional del pueblo judío” en reemplazo de su formulación histórica como “Estado judío y democrático”, abriendo un debate en el seno del régimen sionista, particularmente entre sus juristas de cuño liberal, encargados de florear las formas “democráticas” del Estado judío, el único en el mundo que no posee ni constitución ni fronteras establecidas, acorde a su naturaleza colonialista en expansión permanente.

El presidente Reuven Rivlin y los ministros de Justicia y Finanzas, Tzipi Livni y Yair Lapid, criticaron la iniciativa, mientras el fiscal general y consejero jurídico del gobierno, Yehuda Weinstein, consideró que “la ley introduce un cambio tangible en los principios básicos de la ley constitucional que quedaron fijados en la declaración de independencia (de 1948) y en las leyes básicas del Parlamento, y tiene la capacidad de trivializar el carácter democrático del Estado”, poniendo en riesgo “la igualdad de todos los ciudadanos”.

Majd Kayal, dirigente de Adalaf, el centro jurídico de defensa de los derechos de la minoría árabe fue categórico apuntando que esa resolución “pretende ratificar la inscripción del racismo, ya presente en la calle, en la ley y en el corazón del sistema político”.

Los temores de Weinstein están bien fundados, pues la formulación que sostendría un “Estado nacional del pueblo judío” no sólo modificaría ciertos aspectos jurídicos donde “los derechos nacionales primen por sobre los derechos de los ciudadanos” sino que además exacerbaría el peso del Rabinato sobre la sociedad civil y el Ejército, a expensas de las clases medias laicas y liberales concentradas en Tel Aviv y Haifa, amén de la exorbitante gravitación que ya tienen en la actualidad las instituciones de los judíos haredis (ortodoxos) en la salud, la educación y todos los órdenes de la vida. Esa legión que conforma un clero de parásitos medievales, financiado con un tercio del presupuesto público, es el resultado de la fusión entre religión y Estado trazada por los padres del sionismo que suscribieron por un “Estado judío y democrático” en la declaración de independencia para enmascarar la Nakba. Weinstein interesadamente omite que, apoyado sobre ese carácter “judío y democrático”, el Estado sionista bloquea la franja de Gaza, ocupa Jerusalén oriental y Cisjordania y escupe sobre la “igualdad de todos los ciudadanos”, discriminando brutalmente a los “árabes israelíes” desde 1948, los que son considerados ciudadanos de segunda categoría a pesar de que constituyen el 20% de la población concentrado en apenas el 2% de la tierra, sin derecho a extenderse. Los árabes israelíes sufren la discriminación de una legislación archirreaccionaria heredada del viejo régimen del protectorado británico (1920-1947), con decretos de excepción que “no tienen equivalente ni en la Alemania nazi”, como confesó alguna vez el ex ministro de Justicia Yacob Shapiro. Burlando los principios elementales del derecho liberal, la ley sobre seguridad del Estado establece que todo palestino es potencialmente culpable hasta que se demuestre su inocencia.

Después de la Nakba, si bien las deportaciones masivas continuaron hasta 1953, los árabes israelíes fueron sometidos a un régimen militar basado en las mismas leyes del mandato británico, prohibiendo el derecho a la libre expresión, así como el derecho a organización y movilización, aunque más tarde les fue concedido el derecho al voto y a presentarse a elecciones de la Kneset (parlamento), obviamente con infinidad de restricciones y triquiñuelas. Según Mossawa, un organismo de derechos humanos de la minoría palestina israelí, desde octubre de 2000, la policía mató a 49 civiles israelíes, 48 de los cuales eran palestinos, y sólo uno judío. Aunque los palestinos representan el 20% de la población israelí, constituyen el 98% de los abatidos por fuego policial. Como gragea adicional, Netanyahu acaba de amenazar con retirar la ciudadanía a los árabes israelíes solidarios con los palestinos de Jerusalén oriental y Cisjordania, que se movilizan en las calles para responder las provocaciones permanentes.

Si bien el cambio en la formulación estatal no implicaría una modificación sustantiva en la situación de los palestinos israelíes, esa vuelta de tuerca revelaría la vocación abiertamente racista de ese Estado colonial, similar a la otrora Sudáfrica blanca del apartheid, que rechazan EE.UU. y la UE. por ser “políticamente incorrecto”. Por eso los juristas observan que no podría superar los estrados del máximo Tribunal Constitucional, aunque el mismo no tuvo mucho empacho en legalizar la tortura y los asesinatos selectivos.

Sin embargo, más allá de sus consecuencias prácticas, el proyecto de marras añade más combustible, cuando las llamas de Jerusalén oriental y Cisjordania siguen ardiendo tras la provocación pergeñada por Netanyahu y los movimiento de colonos, cerrando el acceso a la Explanada de las Mezquitas (uno de los sitios más sagrados para los musulmanes) por primera vez en la historia desde la derrota del reino cruzado de Jerusalén a manos de Saladino en el año 1180, una afrenta por elevación a todos los pueblos árabes.

Ese combustible nutrió de odio a jóvenes palestinos como Uday y Ghasan Abu Jamal, que asesinaron a cuatro israelíes (rabinos provenientes de EE.UU. e Inglaterra) con cuchillos y hachas en una sinagoga del barrio ortodoxo de Har Nof en Jerusalén occidental durante el rezo matinal. Los primos Jamal actuaron en represalia del incendio de la mezquita de Al Maguir, próxima a Ramala, por Tag Mejir, una banda de colonos judíos fascistas, y el hallazgo de un chofer de autobús ahorcado que causó indignación masiva porque la policía israelí afirmaba que se trataba de un suicidio. El hartazgo e impotencia de los jóvenes palestinos se expresa en el empleo del terror individual contra ciudadanos israelíes, cuyo bautismo fue el atentado vehicular en una estación de tranvía que segó la vida de un bebé israelí. El Estado sionista utiliza demagógicamente estos elementos desesperados clamando contra el “terrorismo”, cuando aún persiste la destrucción de Gaza con más de 2100 muertos, decenas de miles de heridos y casi 500 mil evacuados.

Algunos analistas señalan que la dureza de Netanyahu obedece a las próximas elecciones primarias del Likud y al intento de cerrar filas ante la posibilidad de ruptura de la coalición de gobierno con los ultraderechistas Avigdor Lieberman y Naftali Bennet. Más estratégicamente, Netanyahu necesita fortalecer su gobierno, enormemente desprestigiado internacionalmente tras la operación Margen Protector, para obstaculizar cualquier tipo de negociación y concesión real, insertando un dique a la presión por el reconocimiento del Estado palestino de varios países europeos (más allá de que se trate de una formalidad, pues el Estado de Israel ocupa más de un 80% de la vieja Palestina histórica). Esa debilidad obligó a Netanyahu a acusar recibo del gobierno de unidad nacional de Fatah y Hamas (después de mantener desarticuladas Gaza y Cisjordania durante siete años) y aceptar a regañadientes a Hamas y los grupos que componen la resistencia nacional como parte beligerante de las pendientes negociaciones indirectas de El Cairo. Por eso Netanyahu y las alas más rapaces del Likud golpean para hacerse fuertes, aunque abriendo escenarios impredecibles.

 
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