En los comienzos de la década del ’90, una gran cantidad de niños portadores de VIH comenzaron a ser parte de la población de las salas pediátricas. Por esos años, los mecanismos de la enfermedad y las terapias para su tratamiento eran aún a modo de prueba y error. El desconocimiento de la enfermedad por parte de los profesionales hacía de los fracasos terapéuticos moneda corriente, y muchas veces el deterioro de los pacientes se focalizaba en la relación con su familia, con rasgos estigmatizantes por parte de los médicos, tal como cita el psicólogo “este chico está cada vez peor porque la madre es ignorante y no cumple las indicaciones”. A partir de mediados de los noventa, cuando la eficacia de la implementación de los cócteles de drogas como parte del tratamiento modifica cualitativamente los cambios en la salud de los pacientes, un gran sector de profesionales estimaba que todos (o casi todos) los problemas estarían resueltos.
El foco de atención de estos médicos, psicólogos y demás profesionales de la salud para tomar decisiones sobre la vida de sus pacientes eran totalmente numérico y frío: la cantidad de virus circulantes, la de linfocitos CD4, etc. Absolutamente todo en la situación de estos niñxs era una cuestión de números, incluyendo a los mismos pacientes (“¿tomó bien la medicación camita cuatro?”). Esta información, que hacía a la situación de vida de los pacientes era capital de los adultos tutores y profesionales a cargo del niñx, sin ningún tipo de vacilación sobre su subjetividad, y las mejores formas de contención, acompañamiento y la contemplación de sus deseos y miedos. Esto no es de extrañar, considerando que el modelo tradicional de atención médico-pediátrica consistía en la evaluación de los síntomas, la prescripción de los fármacos adecuados para los signos médicos y un seguimiento hasta el restablecimiento orgánico del paciente.
Otro sector de profesionales entre ellos médicos, psicólogos y psicopedagogos, entre ellos el psicólogo Jorge Goldberg, intentaban nuevas formas para brindar atención a los pacientes VIH pediátricos. Su experiencia de trabajo fue a raíz de la propuesta del juego o el dibujo, con una intención de explorar qué objetivos darse con estos niñxs que vivían con una enfermedad de esta naturaleza, en la cual los tratamientos suelen ser exhaustivos y exhaustantes, donde influyen en los estados de ánimo en el seguimiento de las terapias, la experiencia de estar internado es agotadora.
Las manifestaciones individuales de estos pacientes, faltos de contención e información fehaciente sobre su condición de vida expresaron en los que hacían rasgos comunes, donde cuerpos humanos o animales eran atacados, rellenos y/o cubiertos por otros cuerpos, “de bichos extraños y hostiles que proliferaban sin cesar”. Esta representación graficaba que en el tratamiento los niños no podían “plantearse por sus propios medios la naturaleza de la enfermedad, la voracidad del virus”. La conclusión de los médicos y psicólogos fue que aún sin quererlo explícitamente, los niños cuestionaban la falta de un espacio de atención donde pudiesen interpelar desde su subjetividad y promover lo que cualquier paciente necesita saber: ¿qué me pasa? ¿cómo estoy?.
De allí en más los profesionales comprometidos con dar otro tipo de atención más integral a los pacientes comenzaron a concretar un trabajo en el cual se tendrán en cuenta “las condiciones económicas, sociales, vinculares, psíquicas del paciente y su contexto. Una anécdota que ejemplifica aquellos años es la del desencuentro que, durante bastante tiempo, se dio con una madre que aseguraba darle los medicamentos a su hijo en su casa. Pese a ello, cuando en el hospital se le efectuaban estudios a su hijo, los resultados eran desfavorables. Sin embargo, la mujer impresionaba como creíble. Las cosas se aclararon cuando a uno de nosotros se le ocurrió preguntarle si guardaba los remedios en la heladera. A lo cual ella nos respondió que nadie le había aclarado que debía usar la heladera y que en ese caso hubiera dicho la verdad: que en su casa no tenía heladera.”
Se puso de manifiesto que un equipo profesional no puede únicamente considerar un cuerpo biológico pues en eso se pierden las representaciones que el paciente tiene de la enfermedad, la situación integral en la cual está llevando adelante el tratamiento, y eso puede llevar a errores en el tratamiento y la dimensión de los padecimientos del sujeto. Todas esas relexiones llevaron a los profesionales al terreno de la bioética, entendida como ética del cuidado, buscando adentrarse en los contornos humanos de las situaciones médicas.
Concluye su testimonio “La dignidad del paciente, su libertad, su autonomía personal, deben ser preservadas. Promover la autonomía en un niño con sida consiste en ayudarlo a que pueda tejer su propia historia, su propio testimonio de la vida, de la enfermedad y de la muerte. Es derecho del niño, y –creemos– deber del equipo profesional ofrecer canales de diálogo que faciliten el proceso psíquico del cual surgirán sus testimonios más genuinos. Estos chicos, que contrajeron el VIH en un estado de máxima inermidad, antes de que cualquier sistema defensivo (inmunológico, psíquico) haya podido interponerse, padecen de una carencia de lo que podríamos llamar insumos básicos –vivencias, representaciones, emociones–, de modo que, a la hora de interesarse en entender aquello que ocurre en su cuerpo, se les hace más difícil encontrar los recursos para pensar y entender. Nos propusimos ayudarlos a crear ese material psíquico, en una decisión que tiene dos fundamentos, uno terapéutico y otro bioético.”
* Psicólogo. Sala de Pediatría del Hospital Muñiz. Texto extractado del trabajo “VIH pediátrico. El trabajo terapéutico y el enfoque bioético”. |