Cuando veo a los mass-media y comentaristas de turno convertir a Pier Paolo Pasolini en una especie de figura intelectual, “cura obrero” o mártir de causas que no nombran recuerdo aquellos rostros castigados, aquellos chicos de la calle, parados y precarios de los barrios de la periferia, sus historias, escritas, cantadas o filmadas de deseo, lucha, sudor, rebeldía, amor, pasión y muerte. De “Accatone” a “Saló”, a pesar de sus contradicciones ideológicas y personales, del desarraigo y la emigración a la polémica pública, Pasolini nunca dejó de avisarnos de la Europa neofascista que hoy nos sobrevuela.
El cine de Pasolini, su teatro (casi inédito, hasta hace bien poco, por estos lares), su narrativa, su poesía no son fáciles para el lector contemporáneo, acostumbrado a cánones de digestión lectora más cómodos y acomodaticios. Él nos llamaba a mirar su obra con otros ojos, unos ojos distintos de los que ahora, por lo general, disponemos. Es decir, como Edipo Rey, a sacarnos los ojos de la cultura oficial o de masas adoctrinadas para mirar de nuevo, para aprender a mirar, para simplemente ver a releer las imágenes en la pantalla, a capturar la simbiosis entre artes y letras en una de sus expresiones más telúricas. A fundir la palabra y el signo visual, a cuestionar la validez de esas instituciones productoras “de verdad”. Y esa no es una labor sencilla. Su vida y su obra siguen siendo misteriosas, contradictorias sí, en ocasiones irritantes, pero sobre todo herméticas en su apertura a la realidad, a una realidad que hoy, nosotros, desconocemos y, a la vez nos atenaza. Los buscadores de etiquetas de altura hablaron de Freud y Marx como padres intelectuales de sus inquietudes y fantasmas íntimos. Así el cadáver golpeado y apuñalado en la playa de Ostia, se dice, por un anónimo chapero (lo que él llamaba raggazzi di vita en sus novelas), crimen detrás del que seguramente estuvo el Gobierno Italiano en Alianza con la ultraderecha o la democracia cristiana en el poder, sigue siendo difícil de digerir sino se equipara, en artístico flirt con la muerte, con el protagonista crucificado en una cárcel mental en “Mama Roma” o con “Edipo” y “Medea” sacrificados en aras del mito clásico o el poder establecido. Un circulo sadiano que algunos se empeñan en calificar de masoquista pero que el en “Saló” ya anunció como un crimen de los poderes fascistas aliados en una suerte de orgía funeraria.
Poca gente, entre los que hablan de él, ven, leen o recitan a Pasolini lo hacen con sinceridad sino más bien es desde el morbo, la piedad o la mistificación, cuando la tergiversación evangélica e inocua. Una mistificación basada en ocasiones en la estupefacción ante un lenguaje que puede parecernos arcaico y demasiado futurista a la vez. Sus primeras novelas nos hablan de una manera algo reiterativa de los chicos que conoció y amó en los suburbios de Roma y otras ciudades o pueblos italianos, sus correrías adolescentes, sus desencantos juveniles, sus problemas familiares, la inmigración, sus desencuentros con la policía del momento… Algunas de sus películas parecen pasadas de moda por su mimetismo a las formas de hacer cine y literatura en la Italia de los 70. “Saló” ya no escandaliza tanto, más bien solo interesa y, a algunos, los aburre, repugna o irrita. Passolini puso poesía de lo real al último neorrealismo, como Fellini le había puesto la magia del prestidigitador o Visconti añadió el auténtico melodrama social de la elegante decadencia. Algunos le habían puesto humor y sexo lo que, con nobles excepciones (como Pietro Germi), degeneró en la ya envilecida “comedieta italiana” de los 70. Años revolucionarios que tuvieron a sus intelectuales en Francia, pero a sus poetas y cineastas, sobre todo, en Italia hasta la contrareacción conservadora de los setenta de la que fue víctima, entre otros, el poeta en la playa.
Son los años de una prometedora antipsiquiatría que no supo gestionarse y ha quedado borrada por una medicina hegemónica, a base de barbitúricos. Son los años de una revolución sexual que se quedó grande para las cédulas de izquierda, sobre todo en lo que a la homosexualidad y el lesbianismo se refiere. Y el canto al cuerpo masculino, desnudo, castigado, santificado o deseado pueblan las imágenes del su cine, de lo místico a lo más profano, de lo angelical a lo diabólico. El Ettore de “Mama Romma” acaba medio desnudo, crucificado en los depósitos de una cárcel-manicomio que todavía abundan en las afueras de las ciudades. Imágenes bellas de un cuerpo adolescente, picados y contrapicados litúrgicos, música sacra, ciudades como grandes criminales. Pasolini era un cristiano “sui generis”, heterodoxo, pleno de rabia y contradicciones insalvables. La expresividad de Anna Magnani, al enterarse de la muerte de su hijo, se encarga del resto, acusando con sus ojos a la ciudad entera, a la gran urbe del desarrollismo y el capitalismo incontrolado, a sus canallas y sus miserias.
Del neorrealismo avanzado Pasolini se pasa al Mito. Visconti lo hará al descubrir en “Rocco y sus hermanos” la verdad del melodrama con mayúsculas, un melodrama anti-burgués. Passolini, en cambio, apela a los orígenes, a la tierra, al sabor de lo telúrico, a la nostalgia de un campo perdido por la periferia de la urbe industrializada o en vías de serlo. Ambos compartieron actrices y operadores (directores de fotografía) aunque sus mundos y sus personajes fueran antagónicos, e incluso llegaran a chocar en ocasiones. En “Edipo Rey” y “Medea” las tragedias se representan en los paisajes desérticos, lunares, desolados de una Italia de bajo presupuesto. Amor loco, tortura y muerte. Passolini se enfrenta al mito clásico y le lanza su mirada descarnada, deshinbida, rehaciéndolo en imágenes de extraña frescura, erotismo y crueldad, de poesía y una brutalidad que lleva al canibalismo (entendido también como un acto de amor y posesión del otro). La poesía puede ser más grande que la muerte.
Hoy, en la época de la inmigración, del paro juvenil y de los llamados “guettos culturales” Passolini vuelve a cobrar vigencia en un mundo que, se ha convertido en lo mismo, pero bajo formas más refinadas, con esos paisajes lunares sofisticados en grandes empresas. ¿Fue Pasolini un gay rechazado por la ortodoxia marxista? ¿Fue la bestia negra de la burguesía neofascista italiana, esa que eligió a Berlusconi, bestia mediática? ¿Qué diría hoy Passolini de la, de la Unión Europea, de Trump, Putin y sus torturadores? Preguntas que, lamentablemente, quedan sin respuesta.
Tennessee Williams, otro autor, que desde épocas y lugares bien diferentes, cantó, como Pasolini y Visconti, a la belleza del cuerpo masculino y a la soledad del creador escribió, en su juventud, un relato corto titulado “El poeta” en el que un hombre ebrio se vale de la narración oral para atraer a los muchachos junto a él, en la arena blanca de una playa. Su destino, no podía ser de otro modo en aquella época, es fatalista. Pero ahí la tragedia de Passolini se aleja de la poesía para adentrarse en la política. Palabra y acción, poesía y política, una búsqueda de un arte trasformador truncada por los de siempre, por una moral estrecha y unas fuerzas de orden que cercenan la creatividad transformadora. Nanni Moretti en su “Caro Diario”, dónde visita la tumba real de Pasolini en la playa de Ostia, le rinde el menor homenaje posible. Los fastos de estos años, le vienen pequeños. Moretti se aproxima con sinceridad pero lo hace, no obstante, a la tragedia y su escenario, no al hombre y las complejas dimensiones de su rebeldía. |