Ignacio Fusco
| @IgnacioFusco - Editor y co-fundador de @revistadonjulio, periodista de TNT Sports.
Retrato del DT de Argentina: la otra cara de un tipo de pueblo que no le esquiva a definiciones políticas ni al compromiso social, por Ignacio Fusco (editor y co-fundador de revista Don Julio y periodista de La Nación).
La primera escena sucede adentro de un Renault 12. Un padre que es policía maneja por el silencio de una ciudad en la que viven menos de 30 mil personas. Al lado, su hijo –12 ó 13 años, el pelo beatle– pone un cassette.
“No me podés hacer esto”, salta el viejo, Rodalgo, apenas escucha la canción. La respuesta de Jorge Sampaoli es velocísima: “¿Quién va a saber lo que estoy escuchando acá adentro?”.
La escena, que está en el libro No escucho y sigo, la biografía que escribió el periodista casildense Pablo Paván, termina con el viejo diciéndole que se cuide, que están siguiendo a todo el mundo. La canción era La marcha de la bronca y la Argentina era la de los 70, un país que existió hace poco y cuyo mandato era callar. En las siguientes escenas –en la historia callejera e ideológica del nuevo técnico de la Selección– se amontonan después otros apellidos, otras palabras, los tags que han sido la red en la que vivieron millones de personas como él, que tiene 57 años, con la diferencia que el ex nene del pelo beatle trabajó en un escenario que otorga trascendencia y las dijo igual: peronismo, desaparecidos, dictadura, poder, rebeldía, educación. “No hay buenos o malos grupos; hay buenos o malos líderes”, interpretó –e indirectamente se describió– en diciembre de 2014, en una fabulosa charla de media hora que tuvo con Radio Universidad de Chile, una de las mejores que concedió. En el living de su casa de Santiago, mientras tanto, tenía la obra con la que Andy Warhol había inventado el arte pop; bueno: seguramente era una copia, seguramente era mucho más barata y además tenía un leve detalle. La cara multicolor no era la de Marilyn Monroe, sino la de Eva Perón.
En la biografía se lee también el que acaso fuera el primer recuerdo político del técnico de la Selección. Su tío tenía una fábrica de repuestos en Casilda. Eran los primeros años de la década del 70 y unos compañeros que formaban un movimiento nacional (entre ellos, Juan Carlos Bacalini, ex intendente de Casilda, denunciado el año pasado por malversación de fondos públicos, una acusación que fue desestimada siete meses después) se reunían en el fondo del local a discutir, a debatir. “Ponían la marcha peronista”, se acuerda Sampaoli, “un compañero” (siempre al decir de Bacalini, que fue quien le contó la historia a Paván) al que dejaban adelante de todo, cerca de la puerta del local. El flaquito de pelo beatle tenía sólo 11 años y dos misiones que ejecutar. La primera: estar atento, obviamente, por si alguien entraba a comprar. La segunda ya era más un juego de niños: tenía que tocar un botón que el tío le había señalado si un Falcón verde pasaba por ahí.
“Usted es hijo de un policía pero también un rojo convencido”, le dijo en enero de este año un periodista del programa El Transistor, de Radio Onda Cero, de Madrid, antes de que Sampaoli le contestara con una sonrisa y dos historias de su ciudad. “Yo estaba a la cabeza de las manifestaciones”, le contó sobre aquellos años en Casilda –mientras mamá Odila intentaba que no se expusiera tanto, mientras mamá Odila intentaba pacificar las discusiones con su papá– y le contó también de un amigo al que el terrorismo de Estado asesinó: “Bracaccini, que era de Casilda, apareció muerto; fue muy duro”.
Las personas millonarias y públicas no están destinadas inevitablemente a la brillantina de la revista Hola o la revista Gente, también hay algunas a las que les interesa aumentar otra realidad. En uno de los llamados que le hicieron desde la Argentina para que avanzara su contratación a la Selección –escribió el periodista Ezequiel Scher en el sitio Goal.com–, una de las primeras cosas que preguntó Sampaoli fue “qué pasa con los maestros, que no cobran”, mientras éstos avanzaban con sus guardapolvos blancos por la ciudad. Ya en España, con Macri en el poder, pensó que Sudamérica había entrado en un oscuro túnel extremista en el que “mientras nos vamos totalmente a la derecha o a la izquierda, la que sufre es la gente. Yo comparto todo lo que sea igualitario, pero también veo que los que intentaron ese concepto empobrecieron al país. Me desilusiona mucho entonces la política. El pueblo argentino vive sin posibilidad, es un país empobrecido con cada vez menos posibilidades de acceder a las cosas”.
Roberto Cox es un periodista argentino que vivió algunos años en Chile (su mamá es chilena) y que pateó Casilda, que pateó Arequito (de donde es Belgrano, el primer equipo que dirigió el entrenador), que caminó Buenos Aires y Santiago de Chile y también bares y casas y clubes para filmar El Zurdo, la revancha del ninguneado, el único documental argentino que cuenta la vida –los orígenes– del técnico de la Selección. “Su filosofía –entiende Cox, charlando con La Izquierda Diario– siempre fue la de oponerse al poder económico y político”. Ésa es su filosofía, pero –como nos sucede a todos– más de un hombre habita en él. Cox también elige recordar que en 2015, el año de la Copa América, el entrenador fue la cara publicitaria del Banco Santander.
En Chile asombró mucho que Sampaoli utilizara el megáfono maravilloso que es el fútbol para arengar las manifestaciones estudiantiles que entre 2011 y 2014 se hicieron de las calles para luchar por una reforma en el sistema educacional. En junio de 2014 un grupo de universitarios lo visitó en el predio de la selección y le regaló unas camisetas que decían “Todo Chile por la educación pública”. Sampaoli se la puso, se abrazó con ellos, se sacó una foto y después grabó un spot en el que dijo – apoyado sobre un pupitre, en un aula– que “si tuviera que mandar a un hijo a un colegio en Chile lo mandaría a un colegio público, un colegio donde tenga vivencias de diferentes características”. El desconcierto con el que recordó todo esto un periodista deportivo, Pablo Flamm, en un programa que se llamó En la cabeza de Sampaoli, por Canal 13 de Chile, fue sincero: “Esto de ser un tipo muy social, de estar involucrado en causas benéficas, es un aspecto poco usual para nosotros de un entrenador”. El silencio retrógrado del fútbol nos acostumbró mal.
Un año después, otra historia suspendió la respiración de Chile y Sampaoli también se eligió meter. Valentina Maureira, una chica de 14 años que padecía fibrosis quística, filmó un video pidiéndole a la presidenta Michelle Bachelet la aplicación de la eutanasia. Algunos meses antes, ella y su papá habían ido al predio Juan Pinto Durán a visitar al entrenador. Entonces se conocieron, charlaron, como también la conoció y charló con ella, nuevamente en el hospital, la presidenta Bachelet. Mientras tanto, el argentino le había hecho una promesa a la familia. En un amistoso, sin que nadie lo hubiera anunciado, le quitó al buzo de la selección las dos publicidades gigantes que tiene en el pecho y en su lugar se hizo escribir: “Ayudemos a los chicos que sufren fibrosis quística en Latinoamérica”. Los sponsors, felices: el partido era contra Brasil.
Acaso los deportistas no tengan más obligaciones públicas que las conferencias y algún evento que les indique su club (algunas horas antes de que Valentina murió, Sampaoli se quedó con ella acariciándole la mano), pero es un mensaje poderosísimo que la mayoría elija el silencio, los tatuajes nuevos y la peligrosa invisibilidad que les da su burbuja para obviar todo lo que sucede en la sociedad. Alguien debería escribir un texto sobre los millonarios intocables, el fútbol como el espacio más reaccionario, antiguo, xenófobo, cobarde y machista de la sociedad. “Los niveles del poder se encargan de dominar la subjetividad del sujeto”, entiende mientras tanto Sampaoli, como dijo en la charla con Radio Universidad, una frase que deben haber escuchado millones de personas más que las que leyeron a Zygmunt Bauman entre Chile y nuestro país. “Nunca el sometimiento”, tronó el entrenador. Sometimiento, sometimiento a nadie, maestro; ni al poder, ni a la comodidad, mucho menos a la imposición de un destino, un rol.
Jorge Sampaoli era un tipo de pueblo –con familia de pueblo, con amigos de pueblo– que a los 42 años consiguió el laburo de sus sueños: dirigir en Primera División. Como siempre, el problema eran los incisos: el equipo quedaba en Perú y para eso tenía que renunciar a su trabajo, dejar a su familia, mudarse de ciudad, de país, irse con la única certeza que pueden conceder un arquero que se llamaba Fischer Guevara y un delantero de apellido Ubillús. A su mujer Analía y a sus hijos Sabrina y Alejandro –que tenían 15 y 13 años– les hablaba del futuro que veía en sus sueños, de imágenes hermosas: les hablaba, como cada vez que quiso convencer a alguien, de ficción. “Pero nosotros no queremos plata o fama –le discutía Analía–. Nosotros te queremos a vos”.
Foto:Germán García Adrasti
Jorge Sampaoli Luis Moya eligió zarpar de la Argentina mientras las cacerolas se deformaban en el fuego, entre fines de 2001 y principios de 2002. Su primer partido como técnico de un equipo profesional fue el 24 de febrero: Juan Aurich –su Juan Aurich– perdió 2-1 ante el Universitario de Ángel Cappa. Mientras su familia no quería ni plata ni fama, el presidente que lo había contratado lo que no quiso fue seguir: a los tres meses se fue, y Sampaoli se fue con él. Tuvo tiempo para dirigir siete partidos y capacidad para ganar uno solo. Entonces le habían puesto un apodo que quedó allá, decomisado por el tiempo. Quince años después, ya nadie le dice El Hombrecito.
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