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La Izquierda Diario
7 de abril de 2025 Twitter Faceboock

TRIBUNA ABIERTA-OPINIÓN
Necesidades Distintas. El Periplo de Janice Dorado por el País de Nunca Jamás
Sergio Márquez | Escritor

Janice es una niña de 6 años que sufre el “síndrome cardiofaciocutáneo”. El gobierno retirará sus ayudas y su escuela pública no cubrirá sus necesidades curriculares.

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Hace una tarde soleada en el parque. Al final de un largo curso escolar, junio se abre como una flor, repartiendo sus bondades. Los niños desbordan la zona de juegos con el ruido de sus carreras y sus gritos ufanos por entre balancines, columpios y toboganes.

Una niña en particular permanece a la sombra de un árbol (el árbol del Ahorcado, quizá, hogar de Peter Pan y los niños perdidos), hurgando en la tierra con su pala de juguete. Sabe que, si escarba lo suficiente, encontrará el barro necesario para hacer figuras con sus moldes de caballitos de mar, peces, y tortugas. Se llama Janice Dorado, tiene seis años, su película favorita es La Bella Durmiente, y su color, el morado. Le gusta probarse vestidos y verse guapa, y su estampado preferido es el de lunas y estrellas. En esto, no es muy diferente a otros niños y niñas. Sin embargo, Janice padece una rara condición: el síndrome cardiofaciocutáneo.

Dicho síndrome (CFC, para abreviar) es una enfermedad congénita, de origen genético. Nada tiene que ver la salud de los padres ni ningún otro factor que se pueda prever, y la probabilidad de que alguien lo padezca es de una entre miles. Está clasificada en la rama de las rasopatías, junto con el síndrome de Costello, y el de Noonan. Según la página web de la Asociación Española de Costello y CFC, tan solo la sufren entre doscientas y trescientas personas en el mundo entero, apenas superando la veintena en nuestro país. Además, al ser de una enfermedad genética, cada caso es diferente y ha de ser tratado como tal pues el gen afectado varía según el paciente.

Los síntomas de Janice se manifestaron al poco de nacer, después de un embarazo idóneo y un parto normal. La niña apenas comía y, cuando lo hacía, vomitaba. Algo no marchaba pero que nada bien. Ya desde tan temprana edad comenzaron sus visitas continuadas a hospitales y especialistas, siempre sin saber qué le ocurría exactamente al bebé.

Con suerte, se tarda unos cuatro o cinco años en recibir un diagnóstico si es que padeces una enfermedad poco frecuente. O a lo mejor te hacen caminar por la plancha y no lo recibes en absoluto, arrojándote al cocodrilo. ¿Por qué? Porque a los piratas les encantan los cofres llenos de tesoros e invertir en investigación sencillamente no resulta lucrativo.

Después de la angustia de un sinfín de pruebas con varios especialistas, Janice recibió su diagnóstico a los cuatro añitos. Para entonces, el síndrome cardiofaciocutáneo se le había manifestado de manera evidente de varias formas: malformación de las válvulas del corazón, frente ancha, ojos anormalmente separados el uno del otro, párpados caídos, anomalías de la piel, tono muscular disminuido, dificultad para ganar peso, deficiencia del crecimiento, enlentecimiento del desarrollo intelectual, irritabilidad, mala gestión de las emociones, y dificultad para socializar entre iguales, entre otras.

Por suerte, Janice no es una niña perdida, no. Ella tiene a la mujer que la observa desde un banco cercano, cuidando su carrito y sus juguetes. Es Verónica Gamero, su madre. Janice hace un nuevo montoncito de tierra y presiona contra él uno de sus moldes de plástico, dándole la forma de un bonito pez. Luego se lo señala con orgullo a Mamá y le anuncia el nombre gracioso que le acaba de poner. Vero es una de esas madres coraje (como casi todas, pero algo más, si cabe), con la valentía y el amor necesario para no dejar de ocuparse de su hija ni un momento del día. Es toda una Mrs. Darling, con un beso guardado en la comisura derecha de su boca, reservado para quien más se lo merece: Janice.

Vero tiene la suerte de contar con un trabajo más o menos fijo. Nada como para tirar cohetes pero, teniendo en cuenta la actual situación laboral, agradece su empleo a turnos a cambio de unos mil euros al mes. Más aún, se siente muy afortunada de poder contar con la ayuda de sus padres, que la apoyan de buena gana con los medios de los que disponen. Cuántas personas que se encuentran en situaciones similares a la de ella y su hija no gozan de estas ventajas. Aun así, su situación dista mucho de ser ideal.

Cubrir las necesidades de Janice requiere un considerable gasto económico y de tiempo. Todas las semanas ha de someterse a sesiones de varias terapias tales como logopedia, fisioterapia, o psicoestimulación cognitiva. Recientemente, debido a sus problemas de apetito, la niña tuvo que ser sometida a una gastroenterostomía.
Se alimenta mediante una máquina de alimentación enteral, a la cual permanece conectada todas las noches para proporcionarle una nutrición básica a base de un producto farmacéutico.

Dicho producto se vende en paquetes de treinta botes, a más de cien euros. Janice necesita tres de estos botes cada noche, de modo que podemos hacernos una idea del despilfarro. Por si esto fuera poco, precisa también de una silla postural, pañales, cuidados dermatológicos, oftalmológicos, cardiológicos, neurológicos, y psiquiátricos. Todo esto, se entiende, más gastos de transporte de un hospital a otro, y la obligación de faltar a menudo al trabajo (lo cual supone no cobrar). Nada resulta sencillo de este lado del país de Nunca Jamás.

¿Cómo puede costearse esto con un sueldo de mileurista y la modesta pensión de dos personas jubiladas? Es cierto que el gobierno (el Capitán Garfio) costea gran parte de las terapias, y proporciona a Verónica un dinero mensual por tener a su cargo a una persona con el grado de dependencia de Janice. El montante asciende a poco más de trescientos euros, cantidad de dinero con la cual se entiende que el tutor legal debe poder dedicarse plenamente al cuidado del enfermo.

Para justificar este desembolso pirata, la niña ha de presentar abundantes informes médicos y someterse a menudo a un tribunal médico que valora periódicamente su minusvalía. La incesante necesidad de estos exámenes resulta extraña teniendo en cuenta que Janice padece un mal crónico ¿Qué espera el receloso capitán? ¿Que el CFC desaparezca de pronto si Vero se dedica a dar palmas muy fuertes?

Y en lo que respecta al coste de las terapias, resulta que el gobierno retira sus ayudas en el mes de septiembre de este mismo año. Garfio considera que a los seis años la pequeña ha alcanzado su tope de aprendizaje, y que si su madre quiere insistir en que se le trate, que ella se las apañe. Resulta descorazonador.

Como descorazonador resulta su posible futuro académico. Verónica se acoge al artículo veintisiete de nuestra Constitución, en el cual se especifica que todo español tiene derecho a recibir una educación. Pues bien, Janice termina este año su tercer curso en un colegio público de su localidad, uno que se autodenomina “inclusivo”, supuestamente preparado para atender a niños con necesidades distintas a las de la mayoría.

Debido a su retraso madurativo, la niña va alrededor de un año por detrás de sus compañeros. La única forma de paliar este retraso es con mucho apoyo, y dedicándole más horas que a un estudiante al uso. Desde el principio de su carrera escolar se le hizo una adaptación curricular acorde a sus necesidades educativas que incluía, entre otras cosas, la asignación de una pedagoga terapéutica como refuerzo a las clases.

En un principio, el centro se mostró confiado de su capacidad para llevar sin problema el caso de Janice. Las cosas, sin embargo, han cambiado.
Resulta que el colegio no cuenta ni con los medios ni con el tiempo necesario para ocuparse adecuadamente de la niña. Las clases están masificadas, y los docentes no dan abasto.

Ahora, la orientación del centro insiste encarecidamente en que Janice debe ser trasladada a un colegio para “niños especiales”. Se da la circunstancia de que el más próximo a su ciudad con plazas libres se encuentra a treinta kilómetros de distancia. Es también público, y ciertamente incluye servicio de comedor y de ruta, pero esto no exime de inconvenientes a la familia.

Desde luego que las necesidades académicas de Janice serían mejor atendidas (estaría en una clase con muchos menos niños, y con personal docente especializado en casos similares al suyo), pero sus opciones se verían seriamente limitadas. El temario que se imparte en este tipo de colegios no es el mismo que el de la mayoría, e imposibilita el acceso a estudios superiores de cualquier índole. No parece de recibo que una niña de seis años vea coartado su futuro de esta forma a menos que sea estrictamente necesario.

Tanto la psiquiatra que ha venido tratándola recientemente como la especialista que lleva siguiendo su caso desde hace años han desaconsejado con vehemencia este cambio, llegando a dirigirse por escrito a la orientadora de su actual centro. Tanto dichos profesionales como la propia madre de la niña prefieren que se le permita la opción de repetir curso y continuar estudiando en el mismo cole.

Lo que se les responde, sin embargo, es que la pequeña no iba a poder mantenerse al día con las clases ni integrarse con sus nuevos condiscípulos, y que, de todas formas, las dos plazas contadas que se permiten para niños con este tipo de particularidades ya están ocupadas. A la vista de estos hechos, el discurso de los llamados colegios inclusivos se hace bastante difícil de digerir.

Por supuesto que nunca se presupone mala intención de parte de un profesional de la educación. Y quizá sea cierto, quizá este cambio sea, a la larga, lo mejor para Janice. Pero cabe dudar acerca de si la decisión se ha tomado únicamente por su bien. Verónica siente que su hija se ha convertido en un inconveniente para el colegio, una molestia.

El consejo del personal médico y psiquiátrico que de sobra está al tanto de su condición es tajante: debería continuar relacionándose con niños corrientes. Precisamente por sus limitaciones, Janice necesita estímulos para aprender a integrarse y a socializar entre sus iguales.

Por supuesto que no hay nada de indeseable en la compañía de personas con otras patologías distintas a la suya, pero hay motivos para pensar que esto no sería beneficioso para ella en el ámbito escolar pues podría dificultar aún más el desarrollo de sus habilidades sociales.

Comienza a declinar la tarde y el calor da un pequeño respiro. Janice está orgullosa de su pequeño mundo submarino de figuritas de barro y siente ganas de compartirlo con alguien más que con su madre. A no mucha distancia corretea una niña de trenzas morenas que va a su mismo colegio. El verano pasado fueron compañeras de juegos, de modo que Janice se alegra mucho de verla.

Verónica la insta a llamarla, está deseando que se arranque a interactuar con otros pequeños. De modo que Janice la interpela. La niña de trenzas morenas se detiene un momento, la mira, y continúa corriendo, sin hacerla el menor caso. Hay algo en ella que claramente la incomoda. La puntilla llega cuando un tercer niño se percata de la situación, señala a Janice con el dedo y no se le ocurre otra cosa que decir »Mira, es la niña tonta de la otra clase«. Algo se le rompe por dentro a Vero, en la fibra misma del alma. Es su temor más profundo, que alguien pueda hacerle daño a su hija. Por suerte para Janice, su “limitación” no le permite distinguir la crueldad detrás de los actos de los demás. No de momento.

Evidentemente, no se le puede pedir a un niño el discernimiento ni la comprensión de las cosas de un adulto. Los niños son niños, y se expresan como tales, según su visión roma de aquello que les rodea, basada en su corta experiencia. Estoy seguro de que aquel niño no es consciente del daño que podría haber hecho con ese comentario suyo.

Pero para eso deberían estar los docentes y los padres. No se le puede pedir a un niño que comprenda los síntomas del síndrome cardiofaciocutáneo, ni de ninguna condición que se le parezca. Tampoco, quizá, se le pueda pedir un grado de compromiso o de solidaridad tal que le mueva a jugar con alguien con quien no le apetece. Pero sí se le puede explicar que no todo el mundo es igual que él, ni ha de serlo, y que el insulto nunca (nunca jamás) es una opción.

Vivimos en una sociedad donde el sistema educativo premia cierto tipo de competencias por encima de otras, competencias de las cuales si careces, no vales. Así de simple. La inteligencia no es solo una, existen muchas y de muchos tipos, pero si uno adolece de inteligencia lingüística o lógico-matemática, por ejemplo, el Capitán Garfio coge y le “diversifica” (maldita sea la palabra), le segrega, le sustrae de sus iguales, colocándole el cartel de no apto desde antes de tener la edad suficiente como para contenerse la baba.

Esto aprenden los niños: que algunos de entre ellos entorpecen el ritmo de la clase, tienen reservado el pupitre de atrás. ¿Por qué? Porque no son un tornillo que encaje en la máquina, son tuercas, y la locomotora no se puede parar.

Luego llegan a casa y observan por la conducta de sus padres que el prejuicio es una posibilidad, que si perteneces a uno u otro colectivo, puedes ser objeto de mofa indiscriminada, o de crítica sin necesidad tomarse de un momento para pensar. Todos tenemos prejuicios, ideas preconcebidas sobre cosas de las que sabemos poco, porquería heredada que, nos guste o no, tenemos enquistada por ahí.
Pero es responsabilidad nuestra no dejarnos llevar por cochambre sin sentido, y más siendo madres o padres. La mente de los niños es una esponja que también absorbe la mierda, se la lleva toda consigo y luego la va expulsando por doquier.

La palabra “normal” habría que borrarla del diccionario, o, al menos, algunas de sus acepciones. Y muchos deberían aprender que lo normal es, de hecho, que las personas seamos distintas unas de otras. Este es un valor fácilmente asimilable, de parvulario, y que debería enseñarse en casa y aplicarse en todos los centros escolares. La mera necesidad de remarcarlo resulta bochornosa.

Verónica llama a su hija para que se suba al carrito. Sus piernas son más frágiles que las de los demás niños y se cansa más deprisa. Pronto se irá todo el mundo a dormir en el poblado indio, la laguna de las sirenas, y en la bahía de los caníbales.
Hasta aquí llega, por ahora, la historia de Janice Dorado. Esperamos que continúe hasta hacerse larga y próspera, y en las mejores condiciones posibles. Y como la de ella, la de muchísimos niños que tienen necesidades distintas a las de la mayoría, pero con el mismo derecho a labrarse un futuro a y esforzarse, como todos, por ser felices.

A fin de cuentas, el mundo está hecho de fe, confianza, y polvo de hadas. O, al menos, así debería de ser para cualquier pequeña o pequeño, incluidos aquellos afectados por los síndromes de Costello, cardiofaciocutáneo, o Noonan.

Si estás sufriendo, o si conoces algún caso como el de Janice, te animo a escribir a su madre a [email protected] . Cualquier aportación, comentario constructivo, o muestra de apoyo serán bien recibidos. Porque ningún niño debería ser objeto de marginación, y ser distinto es lo normal.

 
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