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La Izquierda Diario
8 de septiembre de 2014 Twitter Faceboock

Hacia el reformismo apolítico, el corporativismo y el pragmatismo
La deriva histórica de la corriente sindicalista
Hernán Camarero | Historiador, docente de la Universidad de Buenos Aires, Investigador del CONICET.
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En el proceso de conformación y primer desarrollo del movimiento obrero argentino durante la mitad inicial del siglo XX, a las tradicionales corrientes ideológico-políticas que se estructuraron en su seno, el anarquismo y el socialismo, pronto se sumó el sindicalismo revolucionario (o sindicalismo, tal como lo denominaremos a lo largo del texto). Se trató de una expresión de enorme importancia en la historia de la clase trabajadora, que contribuyó a moldear algunos de los rasgos fundamentales de sus prácticas y de su conciencia.

Como reflexionamos en anteriores entregas de Ideas de Izquierda, los anarquistas se definieron como una variante confrontacionista y de lucha, de tendencias espontaneístas y movimientistas, al mismo tiempo que incapacitados para galvanizar a los trabajadores como opción clasista y, sobre todo, para proyectarlos al plano de la acción política independiente; el PS, en tanto, había insistido en la necesidad de un partido propio de la clase obrera y de una agitación genéricamente socialista, pero lo había hecho bajo un programa y una estrategia reformista y puramente electoral, que había alejado a la organización de las formas de acción directa de la lucha de clases y había escindido el plano de la intervención política respecto de la sindical.

El sindicalismo representó una experiencia diferente, una tercera alternativa. En la presente nota queremos aportar algunos análisis sobre el tema, por la relevancia histórica que posee, pero también porque colabora a una mejor comprensión, o al menos a cierto ejercicio de historización, de algunas características que suelen adjudicarse como originarias o propias del peronismo.

Los comienzos de la tendencia sindicalista

El sindicalismo existió en diversos movimientos obreros del mundo, a partir de un desgajamiento de las filas socialistas. El origen de dicha tendencia estuvo en Francia e Italia, inspirado en planteos, entre otros, de Georges Sorel, Hubert Lagardelle, Fernand Pelloutier, Enrico Leone y Arturo Labriola. Sus ideas se expandieron rápidamente desde principios del siglo XX, y ya lograron en 1902 hacerse predominantes en la CGT francesa e imponer sus posiciones, cuatro años después, en el congreso de Amiens.

Uno de sus puntos de partida fue la publicación, en 1897, del libro de Sorel titulado El porvenir de los sindicatos obreros. En esa obra, Sorel oponía el sindicato al PS, denunciando la “degeneración” de la socialdemocracia y de los partidos obreros. Con el paso de los años, el sindicalismo fue conformando toda una nueva ideología, que reputaba al socialismo como insanablemente reformista, integrado al juego político burgués, extraño a la lucha de clases y desaprensivo con la acción sindical. Establecía como principio exclusivo de lucha el método de la acción directa (desde la huelga, el boicot y el sabotaje, hasta la insurrección y la revolución social), consideraba a los gremios la única forma de organización válida de los trabajadores (y embrión de la sociedad futura), cuestionaba la participación obrera en los partidos y recusaba la arena parlamentaria.

Gabriela Laperrière de Coni, Julio A. Árraga, Aquiles S. Lorenzo (quien ocupaba el cargo de secretario general del partido), Bartolomé Bossio y Emilio Troise, entre otros dirigentes del PS, fueron los primeros mentores del sindicalismo en la Argentina, que adoptaron y difundieron su ideología entre 1904-1906. Ellos, a su vez, empalmaron con el malestar de varios cuadros obreros del partido, que también lo impugnaban desde un aspecto más práctico, acusándolo de subestimar o desestimar la acción sindical y la relación con la lucha de los trabajadores.

Desde afuera del socialismo, pronto se sumaron otros militantes del campo proletario, entre los que se destacó Sebastián Marotta (obrero constructor de carruajes y rodados, que luego devino en trabajador gráfico). Dentro del PS, el grupo editó desde 1904 un vocero de prensa propio, La Internacional, un año después continuado por Acción Socialista. Periódico Sindicalista Revolucionario. La “cuestión sindicalista” fue debatida y zanjada en el VII Congreso del PS (1906), triunfando la posición oficial contra los disidentes, los cuales fueron excluidos.

Fuera de las filas del PS, animaron la Agrupación Sindicalista Revolucionaria, la cual comenzó a cosechar un fuerte apoyo entre los trabajadores. El sector conquistó la dirección de la Unión General de Trabajadores (UGT), la central que en 1909 se transformó en Confederación Obrera de la Región Argentina (CORA), bajo la secretaría general de Marotta. Durante varios años, uno de los ejes de agitación de los sindicalistas había sido la necesidad de la unidad del movimiento obrero, en especial, reclamando la fusión con las fuerzas de la FORA anarquista.

Señalaban que las ideologías y las adscripciones políticas tendían a dividir innecesariamente a los trabajadores (actuando como si la de ellos no representara otra ideología alternativa).
Comenzaron a desplegar lo que luego se volvería característico de esta corriente: su acendrado “neutralismo ideológico” o “antipoliticismo”. Tras varios intentos fallidos, los sindicalistas forzaron a una unidad, haciendo ingresar a la CORA en la FORA, en el IX Congreso de esta última central (1915), pero sólo tras tomar nota de que podían ganar su dirección, objetivo que lograron garantizar.

En ese cónclave, inmediatamente, se decidió anular la adhesión que la federación tenía a los principios del comunismo anárquico. Esto motivó la escisión de la mayor parte de los anarquistas puros, que decidieron conformar otra entidad bajo la misma sigla. Desde ese entonces, existió la FORA V Congreso, de tendencia ácrata y claramente minoritaria, y la FORA IX Congreso, de mayoría sindicalista. Para ese entonces, el sindicalismo ya se había convertido en la expresión hegemónica del movimiento obrero, logrando desplazar de esa condición a los anarquistas.

En la dirección del movimiento obrero

La FORA IX Congreso se fue proyectando como una organización gremial de masas, quizás la primera que pueda ser definida de ese modo en el país. Esto consolidó la influencia del sindicalismo que, como corriente, ya había perdido la mayor parte de sus apelaciones “revolucionarias” y adoptaba perfiles reformistas. Luego de su X Congreso, la FORA reunía 200 organizaciones y 43.000 asociados.

Su expansión se daba en el contexto de un ciclo de aguda conflictividad social, el existente entre 1917 y 1921, años en que la secretaría general de la entidad estuvo en manos del experimentado Marotta. Con la llegada al gobierno de la UCR, la central obrera, con el decisivo aporte de la Federación Obrera Marítima (FOM) y la Federación Obrera Ferrocarrilera (FOF), extendió aún más su presencia y, si bien acaudilló huelgas importantes, su dinámica fue hacia posiciones permeables a la conciliación con el Estado.

Es que, sobre todo durante los años de Yrigoyen, se intentó desplegar una política de cierto “arbitraje” sobre los conflictos obreros. Así nació un acuerdo tácito entre los sindicalistas y el presidente radical: los primeros obtendrían del segundo ciertas concesiones y ventajas para sus gremios, garantizando en determinadas ocasiones el mantenimiento de la paz social y, más tarde, incluso, pudiendo avalar en forma implícita el voto obrero a la UCR. Una prueba ocurrió durante los eventos de enero de 1919, cuando se produjo un proceso huelguístico y de movilización de dinámicas semirrevolucionarias en la clase obrera de Buenos Aires, conocido como Semana Trágica.

La dirección sindicalista de la FORA IX Congreso se volcó a un apoyo genérico a la huelga, y a la defensa de los presos y de los locales sindicales.
Luego, se entrevistó con el presidente Yrigoyen para negociar la liberación de los detenidos, el retiro de las tropas de la ciudad y la atención de las originales demandas laborales de los obreros de la empresa metalúrgica Vasena. De conjunto, la conducción de la central, a diferencia de los anarquistas, desempeñó un papel más bien componedor, procurando limitar al máximo los objetivos de la huelga general para mantenerla dentro de un marco reivindicativo que permitiese la concertación con el gobierno y la empresa. Los socialistas procuraron lo mismo, pero desde el Parlamento.

En 1921, en el XI Congreso, la FORA alcanzó su máxima expansión, con una quinientas organizaciones en su seno y 95.000 afiliados cotizantes. Pero lo cierto es que, tras la derrota de un largo conflicto desplegado por la FOM y de la huelga general de aquel mismo año, sobrevino un período de relativo repliegue o pasividad del movimiento obrero en los años siguientes. En correlación con ello, el sindicalismo, en tanto tendencia orgánica, comenzó un proceso de debilitamiento.

Cuando en 1922 la FORA se fusionó con otros gremios y conformó la Unión Sindical Argentina (USA), las muestras de retroceso fueron evidentes, en parte, porque ésta sufrió una mayúscula escisión, la de la flamante Unión Ferroviaria (UF), que no ingresó a esta entidad y en 1926 avanzó, junto a un puñado de otros gremios, en la creación de una central propia, la Confederación Obrera Argentina (COA). En verdad, en la COA, que acabó siendo mayoritaria, además de la participación de los socialistas, había también una fuerte presencia sindicalista (la propia conformación de la central estaba vinculada a una lucha interna dentro de esta última corriente). Pero el dato a destacar es que la central animada por las expresiones más orgánicas y ortodoxas del sindicalismo era la USA y ella, entre mediados y fines de la década del ‘20, sólo poseía la cuarta parte de las fuerzas que había tenido la FORA IX Congreso en sus años de apogeo.

Para esa época, el sindicalismo había dejado hecho jirones lo que restaba de sus iniciales impulsos “revolucionarios”. Su mayor obsesión era el apoliticismo. En la práctica esto implicaba, sobre todo, un repudio explícito a la izquierda partidaria, mucho más que al propio Estado y al diálogo con sus representantes políticos. Para los socialistas, el apoliticismo sindicalista era un camino para bloquear las posibilidades de desarrollo de su propio partido en el campo electoral y para efectuar una alianza secreta con el radicalismo gobernante.

Los comunistas, en tanto, inicialmente desplegaron la visión tradicional que el marxismo revolucionario había efectuado sobre aquella corriente, y que encontró, por ejemplo en Gramsci y Trotsky, unas certeras bases de análisis e impugnación. La crítica se dirigió hacia los aspectos constitutivos del sindicalismo: su inclinación al economicismo (en su máximo sentido transformador, una concepción según la cual la lucha entre el capital y el trabajo sólo se libraba en el terreno de las relaciones productivas, por lo que cada conquista allí obtenida por los trabajadores socavaba los cimientos del capitalismo y preparaba el advenimiento de la nueva sociedad); su menosprecio de la lucha por los intereses históricos del proletariado; su excesivo culto de la autonomía sindical; su fetichismo de la huelga general; y su incomprensión del papel de la vanguardia revolucionaria (es decir, del partido) y del combate político. Ya desde mediados de los ‘20, el PC anunciaba que se trataba de una corriente condenada a derivar hacia “el oportunismo y el reformismo”.

Disolución como corriente orgánica, persistencia como concepción y práctica
Cuando en septiembre de 1930 se constituyó la Confederación General del Trabajo (CGT), producto de una fusión de la USA y de la COA, realizada desde arriba y de modo administrativo, sin ningún tipo de consulta ni movilización de las bases, la pervivencia del sindicalismo continuó bajo nuevas formas.

Durante el primer lustro de existencia de la CGT, dicha corriente ya era un espacio muy fragmentado y heterogéneo, aunque, de modo inestable pudo mantenerse en el control de la dirección de la central. Afloraron entonces sus rasgos más regresivos, justo en el momento en que la clase obrera sufría grandes padecimientos.

En efecto, bajo orientación sindicalista, la CGT tuvo un comportamiento casi ignominioso hasta 1935: se abstuvo de toda definición política, lo que implicó renunciar a la denuncia firme de la brutal dictadura del general José F. Uriburu y del posterior gobierno conservador de Agustín P. Justo; también se negó a una verdadera defensa de los presos políticos, de los torturados y deportados, de los gremios y organizaciones de izquierdas perseguidas; se refugió en un economicismo defensivo y paralizante, que apenas supo reclamar de manera tímida y parcial por los salarios y en contra de la enorme desocupación que azotaba a la clase trabajadora; tendió a disolver la antes tan mentada unidad de la clase, al ignorar las sentidas demandas de la creciente capa de obreros industriales, subordinándolas a una dinámica de defensa corporativa de ciertos gremios del transporte y los servicios, precisamente, algunos de los que reunían a los trabajadores mejor pagos y con ciertos beneficios laborales (en especial, los ferroviarios); enterró toda disposición, ya no a la huelga general, sino a la más mínima medida de solidaridad con las luchas dispersas; por fin, continuó aboliendo las instancias de la democracia obrera, a partir de manejos de cúpulas y un burocratismo conservador, que comenzó a sostenerse en cierta base material de recursos económicos, aunque aún limitados al excepcional caso de la UF (e incomparablemente menor, dicho sea de paso, con respecto a los que dispondrá la poderosa burocracia sindical coronada años después con el peronismo).

Se ha estipulado un cierto final del sindicalismo hacia 1935, cuando buena parte de los dirigentes de la CGT enrolados explícitamente en esa corriente fueron desalojados de su dirección y acabaron conformando una mucho más débil CGT paralela (bajo el aditamento Catamarca, por la calle de la sede donde ella funcionaba) y luego, en 1937, una aún más insignificante USA.
Es cierto que en la CGT Independencia, o CGT virtualmente única desde el aludido 1937 y hasta 1943, dominaban los cuadros provenientes formalmente del PS (y también, cada vez más, del crecientemente influyente Partido Comunista). Pero como pudo advertirse con rapidez, el propio secretario general de la central, el ferroviario José Domenech, y muchos de los que retenían los cargos más importantes en la organización confederal, si bien tenían en su mayoría carnets de afiliados al socialismo, en la práctica se comportaban como sindicalistas.

Es que tenían metabolizada esa concepción de escisión entre lo sindical y lo político propia del PS: si elegían priorizar al sindicato lo hacían a costa de abandonar o ignorar al partido. El sindicalismo había dejado toda una escuela de apoliticismo reformista, neutralidad ideológica, economicismo, pragmatismo corporativo, moderación y burocratismo, todo ello, demasiado distante de sus originarias convocatorias revolucionarias.

Es que, ¿no es esto, acaso, la deriva inevitable de todo sindicalismo que persiste en reproducirse como tal? Es comprensible, pues, que el peronismo retome muchas de las concepciones y de los cuadros del sindicalismo. En futuras notas, abordaremos esta problemática.

 
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