La apuesta es fuerte, una obra con una duración de alrededor de 2 horas, 16 actores y actrices en escena y Pasolini como disparador.
Los casi 180 minutos que dura la puesta en escena no se sienten, el tiempo se detiene para el espectador que acaba de entrar en una de esas típicas escenas del neorrealismo italiano adonde no existen figuras ni composiciones simples. Todo el espacio es utilizado y en cada rincón sucede algo, en cada rincón hay dinámica, aunque los cuerpos parezcan a veces inertes.
Los personajes son todos decadentes, con un profundo sesgo pasoliniano. No hay esperanza y no se visualiza una salida. Ladrones, vagos, prostitutas sumergen al público a un mundo de donde no podrá escapar. Uno de hambre y de miserias donde la vida solo se sobrevive.
Una tragedia se sucede detrás de otra y los personajes reclaman a los gritos a un dios que los ha abandonado. Putean al cielo, pero no en busca de redención ni de respuestas, sino con la certeza de que allí arriba no existe tal cosa como la salvación.
Las dosis de humor y de música sirven de válvula de escape a esa gran olla de presión y permiten a los espectadores respirar, pero solo dura unos instantes, como en una constante ley de Murphy, algo saldrá mal.
La figura del burgués también es incorporada, pero representando a una burguesía en decadencia, que mira insensible el cuadro que ha creado. La intelectualidad sucumbe también, al darse cuenta que las palabras no alcanzan para describir una realidad demasiado compleja como para ser abarcada por el discurso.
La escenografía es simple, pero a cada objeto le es exprimido hasta la última gota. Los planos y las figuras son complejos. Hay que observar con cuidado para no perder algún detalle (siempre cargado de significado). Las luces y contraluces son incorporadas a escena como un personaje más. Persiguen a los actores y actrices con curiosidad.
Pasolini descenderá de las alturas como proveedor de amor, tanto físico como espiritual. Traerá con él la fiesta, la lujuria y la rebeldía de los cuerpos en movimiento. Los dioses son de carne y hueso, pecan, cometen excesos y ríen a carcajadas.
Toda la obra es una ácida crítica a la moral burguesa y a su sistema económico que va dejando tras de sí a millones de personas arrojadas a la periferia de lo visible. Son estos justamente, los invisibilizados, los abandonados, los que ponen el cuerpo para enfrentar la vida y la barbarie capitalista. Allí, donde el solo hecho de existir, significa resistir. |