Al caer el sol del 18 de julio hubiera bastado el filo de una navaja para cortar la gélida atmósfera que envolvía el avance de los manifestantes por la Avenida de Mayo. Los trabajadores despedidos de la empresa PepsiCo encabezaban la procesión acompañados por organizaciones sociales, políticas, sindicales y de derechos humanos.
Ya en la Plaza de los dos Congresos instalaron una carpa para reclamar su reincorporación. Una grave afrenta al orden macrista, y que presagiaba una remake de la furibunda agresión policial del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en ese mismo lugar.
Pero esta vez los mastines humanos del régimen quedaron en sus caniles y el asunto no pasó a mayores. ¿Acaso era un giro de timón en la táctica del garrote concebida e implementada desde las altas esferas del poder o se trataba simplemente de la calma que precede la tormenta? Ese interrogante aún flota en el aire.
Porque la represión ya forma parte del paisaje nacional. Más allá de sus fines clásicos -ser la única respuesta oficial ante los conflictos generados por las medidas de ajuste-, las llamadas “operaciones antidisturbios” son también ahora algo cocinado al calor del marketing. Y con la siguiente lógica: poner en práctica iniciativas bestiales para así seducir al núcleo cavernícola del padrón electoral.
Por lo pronto, junto a los embates de la Policía de la Ciudad contra cooperativistas frente al Ministerio de Desarrollo Social y manifestantes que exigían en los Tribunales porteños la excarcelación del jefe mapuche Facundo Jones Huala, el desalojo de PepsiCo -ocurrido durante la mañana del 13 de julio en la localidad de Florida- completó una quincena de profusa actividad en la materia. Pero allí algo falló.
Para analizar tal déficit hay que destacar que entre la mazorca porteña, las fuerzas federales y La Bonaerense hay al respecto una suerte de protocolo en común. Y lo del Ministerio de Desarrollo Social fue el gran ejemplo de su aplicación: doble comando policial (superposición de órdenes contradictorias entre quienes siguen las acciones desde una Sala de Situación y el comisario en el lugar de los hechos) y despliegue de un dispositivo paralegal (patotas de civil y vehículos no identificables).
De modo que en esa ocasión el operativo incluyó provocadores y otros infiltrados que “marcaban” a manifestantes para luego direccionar la cacería contra ellos, junto a la simulación de un acuerdo entre el oficial a cargo de la tropa y el delegado de los cooperativistas con el propósito de relajarlos en el momento del ataque.
Tal proceder fue repetido en el episodio de Tribunales. Y en ambas faenas hubo un número “satisfactorio” de arrestados y contusos.
Pero a diferencia de tales hechos, la represión de PepsiCo no fue sobre un piquete callejero sino en una planta fabril tomada por trabajadores que en el preciso momento de llegar La Bonaerense permanecían atrincherados en el techo. Una contingencia táctica para la cual los policías no estaban debidamente preparados.
Al final el objetivo de la incursión policial -comandada por el titular de Seguridad de la Región Cuarta, comisario Sergio Pérez- fue consumada con un dramático costo para los agentes del orden.
Aquel mismo jueves apareció por las pantallas televisivas el ministro de Seguridad de la provincia, Cristian Ritondo, quien con un dejo de indignación no dudó en decir: “¿De qué represión me hablan? Tuvimos quince policía heridos y los detenidos quedaron libres”. Y agregó: “Yo no quiero a la Policía para el desalojo, la quiero para otra clase de trabajo: para proteger a los ciudadanos de la inseguridad”. Era primer signo de ofuscación partidaria frente a la oleada disciplinadora impulsada por el macrismo.
Pero también reina un inocultable nerviosismo entre otros responsables intelectuales del asunto. Tanto es así que la gobernadora María Eugenia Vidal y la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, quebraron la tradición apolítica del discurso oficial en esta temática para desplomarse de cabeza en una clásica retórica maccarthista.
Así fue cómo la primera se atrevió a decir: “La toma de la fábrica estaba activada políticamente”, antes de soltar tres nombres: Myriam Bregman, Luis Zamora y Nicolás del Caño.
Y la otra añadió: “La izquierda dura lo único que hace en la Argentina es generar un clima que no ayuda”.
También dijo lo suyo la sargento Natalia Tapia Almeyda -quien sufrió durante los incidentes una fractura expuesta de tibia y peroné- cuando junto a su lecho de convalecencia un movilero le preguntó:
¿Qué se siente al reprimir a alguien que se quedó sin trabajo?
Y la respuesta fue:
Nosotros somos personas. Y tenemos sensaciones encontradas en esas situaciones. Pero la orden era desalojar.
Allí, en el Hospital de Vicente López, la acompañaba su madre, quien no dudó en añadir:
Es una pena lo que está pasando. Son trabajadores contra trabajadores. Somos gente humilde. Es muy triste lo que pasa en el país. Muy triste.
A partir de ese momento trascendería la increíble cadena de eventos que derivó en la desafortunada acción policial.
Su primer eslabón fue que el fiscal Gastón Larramendi fundamentara el pedido de desalojo por una amenaza de “riesgo ambiental”.
A continuación saltó a la luz pública una presunta llamada telefónica realizada desde la Casa Rosada al despacho de la jueza Andrea Rodríguez Mentasty para acelerar el curso favorable a tal solicitud. También se supo que su nombramiento fue impulsado a fines de 2015 por su exmarido, el diputado oficialista Walter Carusso, quien forma parte del Consejo de la Magistratura, organismo que en sólo trece días aprobó el pliego en cuestión.
Luego hubo otra comunicación, esta vez entre el propio Mauricio Macri y Ritondo, en la que el Presidente se mostró muy interesado en la eficacia del operativo. “¡Con mucha firmeza, Cristian!”, habrían sido sus palabras antes de rematar: “No se puede mantener tomada una fábrica así por qué sí”.
Pero no todos sus adláteres piensan como él. Lo cierto es que hasta en las entrañas de la alianza Cambiemos hay quienes sostienen que Macri se está pasando de la raya. No es que dicho parecer tenga una raíz de tipo humanitaria sino que comienza a imperar la idea de que el modelo del “Estado golpeador” podría llegar a tener un impacto electoral negativo.
Dicen que hasta el jefe provisional del Senado, Federico Pinedo, exhibe esa tesitura. Y que -en privado- suele murmurar: “Justo cuando tenemos que mostrar cercanía con la gente, la molemos a palos. Es un gran problema”.
Incluso el diario Clarín -en su edición digital del 17 de julio- editó una nota al respecto con el siguiente título: “Con PepsiCo, el gobierno sumó una tormenta impensada”.
Sin embargo el vidrioso Marcos Peña Braun se resiste a dar crédito a tal lectura del asunto: “No hay constancia de que el caso PepsiCo nos afecte en el plano electoral”, repite ante quienes le plantean la cuestión.
Un debate bien a la medida del PRO: apalear o no apalear. |