Imagen principal: Caballos azules, Franz Marc (1911).
Ernst Bloch nació en 1885 en la pequeña ciudad renana de Ludwigshafen. De 1905 a 1914 se desarrolló su formación académica entre los círculos neokantianos del momento: primero con el teórico de la empatía en el arte Theodor Lipps en Múnich, posteriormente con Oswald Külpe en Würzburg y finalmente en los seminarios privados de Georg Simmel en Berlín y de Max Weber en Heidelberg. Ahí conoce a Georg Lukács, al que lo unirá una gran amistad durante esos años.
Tanto Lukács como Bloch eran outsiders dentro del seminario de Weber, no sólo por su condición de judíos asimilados, sino ante todo, por la clara afinidad mesiánica de sus pensamientos en esa época. Según un famoso recuerdo de Marianne Weber, la esposa de Max, Bloch “se veía a sí mismo como el precursor de un nuevo mesías y quería ser reconocido como tal”. Además, Lukács y él “estaban emocionados por esperanzas escatológicas de un nuevo emisario del dios trascendente” y “veían las bases de la salvación en un orden socialista creado por la fraternidad”.
Los tiempos parecían anunciar grandes cataclismos. Simultáneamente a este círculo, se reunía el del poeta Stefan George cuyas densas y perturbadoras imágenes sirvieron de inspiración para algunas de las canciones con las que desde Viena Arnold Schönberg provocaría el horror y el escándalo de su cultivado público.
En Múnich aparecería en 1912 el almanaque del grupo expresionista El jinete azul, cuya extraña mezcla de grabados, dibujos infantiles, fotografías de estatuas mesoamericanas y máscaras de Oceanía, pinturas bávaras sobre vidrio e imágenes votivas de la iglesia de Murnau dejaría una profunda huella en la obra de Bloch.
Almanaque El jinete azul (1912)
La catástrofe llegó en 1914 con el inicio de la guerra. Oponiéndose a lo que, con un dejo de remordimiento, Thomas Mann llamara en el Doktor Faustus la “fiesta heroica”, Bloch decide exiliarse en Suiza para evitar ser llamado a las trincheras y en donde conoció a Walter Benjamin, que había huido por idénticas razones.
No sólo Thomas Mann se dejó llevar por las promesas de la guerra, muchos artistas e intelectuales alemanes del momento también la acogieron con entusiasmo. El pintor expresionista Franz Marc murió en la batalla de Verdún y su compañero August Macke fue abatido en Champagne. Otros no se alistaron, como Max Weber, pero posaron bien con el uniforme militar. Incluso Lukács decidió regresar a Hungría para alistarse, pero fue declarado inútil.
El espíritu de la utopía, su primera obra filosófica relevante, fue escrita entre 1915 y 1916 con ese trasfondo. Sus primeras páginas denuncian esa “sofocante coerción impuesta con mediocridades y tolerada por mediocres; un triunfo de la estupidez, vigilada por el gendarme, aclamada por los intelectuales que no tienen cerebro suficiente para proveer eslóganes”. Es un libro deslumbrante escrito con un lenguaje por momentos enigmático, un lenguaje que se abre paso desde lo que ahí llama “la oscuridad del instante vivido” para intentar aprehender la promesa de un futuro radicalmente otro.
De manera similar a El alma y las formas de Lukács, publicada en 1910, Bloch estructura su libro como una travesía del alma, un viaje de reconocimiento que tiene un caudal principal y una desembocadura. El caudal es la sección, la principal del libro, titulada «El encuentro con uno mismo». En ella Bloch se sumerge en los caminos interiores del alma, principalmente en los de las artes plásticas, la arquitectura, la música y la religión. Sin embargo, es un encuentro que no desemboca en el aislamiento del individuo, sino –como en el caso de la mística revolucionaria de Gustav Landauer, que también leyó El espíritu de la utopía– en el reconocimiento de una comunidad humana futura.
En esas travesías, la experiencia musical adquiere un papel central para Bloch. Además de Adorno, de todos los autores que Perry Anderson situó bajo la impronta del marxismo occidental, es Bloch el que con mayor profundidad pensó la música. Casi un tercio de esta obra está dedicado a una “Filosofía de la música” y, de hecho, si no hubiera sido por su editor, el título original de la obra hubiera sido “Música y apocalipsis”. Ésta aparece como un arte de la clarividencia, del encuentro de máxima intensidad con uno mismo que se muestra como un “nosotros”, como primera morada de la Tierra Santa.
Pero la utopía tenía contornos más concretos. En 1917, año en que se publicó esta obra, los bolcheviques tomaron el poder. En sus últimas páginas, en un capítulo significativamente titulado “Karl Marx y el apocalipsis” celebra a la “República marxista” de Rusia, que vendría a ilustrar en término políticos lo que en términos estéticos y religiosos fue trabajando toda la obra. La revolución se muestra como alternativa ante la guerra imperialista. La utopía se levanta como espíritu del tiempo, cual estrella fulminante que se abre paso a través de un campo de ruinas
Revolución Rusa de 1917
La esperanza como principio
Pero la revolución fue derrotada en Europa. El levantamiento espartaquista encabezado por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, acaba en masacre. La Constitución de la República de Weimar aprobada en 1919 se firmó con la sangre de los comuneros de Baviera. Los ritmos de la insurrección se distienden, el fascismo avanza.
En Herencia de este tiempo, obra escrita en el periplo por Europa que lo llevaría finalmente al exilio en los Estados Unidos tras la consolidación del nazismo, Bloch caracterizará la época de Weimar como una época de “contemporaneidad de lo no contemporáneo”. Es decir, como un momento de confluencia de distintas temporalidades históricas.
Según el análisis de Bloch, el éxito de los nazis radicó en que, a diferencia del comunismo estalinista que se instaló en la fe del progreso y en la mecánica de las relaciones históricas, supieron movilizar esos elementos no contemporáneos. Se apropiaron así de los elementos no capitalistas e incluso emancipadores de la cultura alemana para hacerlos confluir en un proyecto político aniquilador.
No obstante, pese sus críticas a la ortodoxia comunista, desde los años 30 Bloch, como otros intelectuales como Bertold Brecht y Hans Eisler, se abstuvo de criticar la línea del Partido Comunista de Alemania o el rumbo estalinista en la Unión Soviética, llegando incluso a defender los juicios de Moscú e instalándose en la República Democrática de Alemania tras el final de la guerra. Un desatino enorme que pagó con un tercer exilio en 1961, ahora perseguido por su heterodoxia y sus críticas al régimen "comunista".
En el exilio americano empezó a escribir, junto a otras obras como Sujeto-objeto: el pensamiento de Hegel (cuya versión en español logró publicarse en México antes que la alemana gracias a la traducción de Wenceslao Roces), su gran obra de madurez: El principio esperanza. Este libro dividido en 5 partes, y cuyos tres tomos rebasan las 1500 páginas, usualmente es presentado como una obra de optimismo trasnochado en un momento de catástrofe mundial.
A contrapelo, podemos alcanzar a ver en ella la herida de los vencidos. Resulta paradójico que una obra consagrada por completo a pensar el futuro trate casi por completo del pasado. La llamada “enciclopedia de las utopías” es un viaje hacia los sueños rotos, las esperanzas frustradas de la humanidad. La mirada de Bloch trata, según la expresión de W. Benjamin, de “encender la chispa de la esperanza en el pasado”.
La primera parte –Pequeños sueños diurnos– explora a manera de “informe” el descubrimiento de la esperanza en la vida cotidiana, en esas experiencias vitales ínfimas que permiten que, como dice Bloch “el que sueña no esté nunca atado al lugar”.
La segunda –La conciencia anticipadora– es una fundamentación filosófica de la esperanza, Bloch discute aquí con las teorías psicoanalíticas que a pesar de descubrir el inconsciente, no lograron explorar el ámbito de lo todavía-no-consciente, de lo nuevo que se asoma en los deseos y los sueños. Elabora también una ontología, cuyo eje es la posibilidad y cuya categoría central es el aún-no, lo que queda como no realizado en toda realización posible, situando su teoría bajo el marxismo entendido como una doctrina de la transformación del mundo.
La tercera –Imágenes desiderativas en el espejo– es una fenomenología que apunta a mostrar cómo el anhelo de un mundo mejor es algo ya experimentado de manera inmediata en la vida cotidiana. En ese sentido es una exploración de la ideología o la falsa conciencia, en la que, a pesar de su distorsión, siempre se asoma un dejo de esperanza. Una joven pareja que contempla muebles tras los escaparates de un gran almacén contempla “el sueño burgués más legítimo, pero también el menos realizable: ve desde dentro la casa ensoñada para dos”.
La cuarta –Esquemas de un mundo mejor– es un extensísimo viaje a través de las utopías. Bloch muestra cómo la función utópica se expresa en los más diversos ámbitos. No sólo en las utopías sociales, sino en la medicina, en la técnica, en la arquitectura, en la geografía y en las artes.
La quinta –Imágenes desiderativas del instante colmado– explora los ámbitos con mayor intensidad utópica para Bloch: la música y la religión. La obra concluye con un capítulo dedicado a Marx y la transformación del mundo, un llamado a hacerle justicia a los sueños que hemos soñado despiertos, a tomar la esperanza como un principio para la vida.
Bajo el signo de Saturno
En su libro más reciente (Left-Wing melancholy, Columbia University Press 2017), el historiador italiano Enzo Traverso sostiene que la tensión entre lo que Reinhart Koselleck llamó el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativas” se ha roto tras las catástrofes y las derrotas del siglo XX, trastocando así la experiencia de la historia que había moldeado las experiencias emancipadoras de la modernidad capitalista y sumiendo al siglo XXI en un perpetuo “presentismo”, en el que cualquier intento de atisbar un proyecto alternativo de sociedad parece más complicado que imaginar el fin del mundo.
Y es que según Traverso, a pesar de que las grietas de esta sociedad sean más visibles hoy que en las últimas décadas de restauración burguesa, el quiebre de la dialéctica histórica nos ha conducido al fin de la imaginación utópica.
Si los movimientos emancipadores del siglo XX se desarrollaron bajo el signo de la Revolución de Octubre, las revoluciones del siglo XXI no han generado su utopía: ni los multitudinarios levantamientos de la Primavera Árabe, ni los movimientos de la juventud en Europa o Latinoamérica, ni las nuevas luchas feministas que empiezan a configurarse han podido generar un proyecto alternativo al capitalismo. Ante ese panorama, la filosofía de Bloch podría parecernos un tanto fuera de lugar.
Pero no hay que olvidar que la fuerza de ésta no radica en el obtuso optimismo que quiere ver en este mundo el mejor de los mundos posibles. El suyo no es un wishful thinking, una ilusión que flota por los aires.
Más bien, el núcleo incandescente de la filosofía de Bloch nos muestra, que la posibilidad de un mundo mejor radica no solamente en que durante toda la historia ese sueño ha perseguido a la humanidad, sino en que hasta cierto punto ya hemos poseído ese sueño.
En la vida cotidiana, en los sueños de cada día, en las grandes obras de arte, en las experiencias políticas colectivas, incluso en la radiante superficie de la mercancía pueden rastrearse las huellas de un mundo finalmente emancipado. Si radicalizáramos esa experiencia, señala Bloch, “surgiría en el mundo algo que ha brillado ante los ojos de todos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía: patria”.
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