En sus memorias, Jean Van Heijenoort, secretario personal de Trotsky en el exilio cuenta una anécdota que sorprende. Durante su visita a la ciudad mexicana de Pátzcuaro, Trotsky, André Breton, Diego Rivera y Frida Kahlo protagonizaron una velada donde el tema a discutir era precisamente el arte:
Se habló incluso de publicar esas conversaciones con el título Las charlas de Pátzcuaro, firmadas por Breton, Rivera y Trotsky. En la primera velada fue sobre todo Trotsky el que habló. La tesis que desarrolló era que en la futura sociedad comunista el arte se disolvería en la vida. No habría más danza, ni bailarines, ni bailarinas, sino que todos los seres se desplazarían de una manera armoniosa. No habría más cuadros: las habitaciones serían decoradas. La discusión fue remitida a la siguiente velada y Trotsky se retiró bastante temprano, según su costumbre. Yo me quedé a charlar con Breton en el jardín. “¿No cree usted que siempre habrá gente que querrá pintar sobre un cuadrito de tela?” me dijo.
El Manifiesto por un arte revolucionario independiente, publicado en 1938, será el texto que terminará por condensar esas discusiones.
¿Qué relevancia podría tener esta tesis sobre el futuro del arte en la obra de alguien como Trotsky? A primera, vista no mucha. El marxismo del revolucionario ruso sorprende por el carácter estratégico que sobredetermina toda su producción. La experiencia del que fuera el presidente del Soviet de Petrogrado en 1905 y jefe del Ejército Rojo durante la guerra civil, queda plasmada en textos propiamente políticos.
Pero el suyo es también un marxismo dialéctico. Y si la dialéctica es —como le gustaba recordar a Marx— la aprehensión de lo concreto como totalidad, porque es la concentración de muchas determinaciones, las tesis sobre el arte de Trotsky sólo pueden leerse como un momento de ese proceso. Si los escritos sobre el arte del revolucionario son una singularidad, es porque nos permiten pensar una relación particular entre arte, política, revolución y vida.
Arte y revolución
André Breton desembarcaba en México en abril de 1938 junto con su compañera Jacqueline Lamba. La visita del artista —invitado al país a dar unas conferencias— era también fruto de un proceso de acercamiento entre el surrealismo y las posiciones de Trotsky en relación al estalinismo y la revolución española. Junto con Benjamin Péret e Yves Tanguy, había firmado una declaración en 1936 denunciando los Procesos de Moscú y reclamado el derecho al asilo del revolucionario en Noruega y Francia. Con la guerra al borde del estallido y la emergencia de dos regímenes como el nazismo y el estalinismo, el panorama para el arte en Europa distaba de ser el mejor. Por eso, en la búsqueda de un reagrupamiento revolucionario internacional delimitado del estalinismo y de la burguesía, la propuesta de Trotsky para Breton —esbozada en uno de sus primeros encuentros— fue la de escribir un manifiesto conjunto que llamara a la creación de una federación internacional de artistas.
En el proyecto original, Breton subraya la relativa independencia del arte y la ciencia de la economía. Tanto la obra de arte como el descubrimiento científico “aparecen como el fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de lanecesidad”. Pero hay ciertas condiciones que son necesarias para la creación intelectual. No sólo las condiciones materiales de la vida del artista, sino la plena libertad de creación que tanto el régimen estalinista de la URSS como la Alemania Nazi buscaban dirigir. Por ello, la consigna de “toda licencia en el arte” se vuelve fundamental.
Pero quizá lo más significativo de dicho escrito es que traza nuevas líneas para pensar la relación entre arte y política. Cuando Breton y Trotsky piden la independencia del arte, lo hacen del proyecto fascista de “estetización de la política” —para retomar los términos de Benjamin—, es decir, del goce estético de las masas de su propia aniquilación en la guerra. Pero no buscan una pretendida “pureza” del arte, sino la “politización de la estética”. El artista es político en la medida en que su obra es un fin en sí mismo, halla su militancia revolucionaria cuando reclama su propia autonomía frente a las formas cosificadas y estatales, ya sean del capital financiero nazi o de la burocracia estalinista.
Esto no quiere decir que el artista sea indiferente a la revolución. De hecho, “no puede servir a la lucha de emancipación sino a condición de haberse compenetrado subjetivamente de su contenido social e individual”. La política estética radica aquí en el hecho de que el artista, integrante consciente del movimiento revolucionario, parte de una realidad compartida. El arte puede ser revolucionario en tanto que coexiste en una realidad común con la política revolucionaria, y la revolución misma es la puesta en acto de ese puente. El surrealismo no habría hecho otra cosa que darle realidad a esa posibilidad que articula la transformación de la vida con la transformación del mundo.
Cambiar la vida
La reformulación de la vida misma como elemento central del proceso revolucionario fue una de las preocupaciones mayores de Trotsky durante la revolución rusa. En su folleto de 1923 titulado Problemas de la vida cotidiana reprochaba a los comunistas que disociaban modo de vida y política revolucionaria. Para él, en el modo de producción capitalista, la vida cotidiana es expropiada a los propios trabajadores dejándolos sin posibilidad de incidir en ella. Como escribe:
Es en la vida diaria donde se percibe mejor hasta qué punto el individuo es el producto y no el creador de sus condiciones de vida. La vida, es decir, las condiciones y los modos de vida, se crean, mucho más aún que la economía, “a espaldas de los hombres” (la expresión es de Marx). En el plano de la vida diaria, la creación consciente ocupa un lugar insignificante en la historia de la humanidad.
La revolución sería una impronta que permitiría modificar dicha situación. Si la filosofía burguesa de la ilustración se encontraba en una aporía en relación a la reconfiguración de la existencia diaria, era por sus propios límites históricos. Pero la transición socialista —del reino de la necesidad al de la posibilidad, como le gustaba recordar a Trotsky— implicaría un proceso de inversión de dicha situación. En lugar de oponer la transformación de la vida cotidiana al programa o al partido, éstos deberían coadyuvar en la lucha por la liberación del tiempo vivido y viceversa.
La conquista del poder, lejos de ser perjudicial para esto, pondría a la clase en una mejor posición para lograrlo. De tal manera que, según él, “sólo a raíz de la toma del poder por la clase obrera se sentaron las bases de una verdadera y radical transformación del modo de vida”. La militancia cobra así un sentido nuevo, no se trata solamente de luchar por un programa de reivindicaciones políticas sino de vivir de otra forma. Hasta en algo tan insignificante como el diseño de un cuchillo, señala Trotsky, puede leerse la huella de la revolución. En su quehacer revolucionario a los trabajadores les va su vida misma.
Leer de nuevo textos como el Manifiesto, Problemas de la vida cotidiana, y Literatura y revolución nos ayuda a comprender que la discusión en torno a la vida, la cotidianidad y el arte, no es ajena, sino más bien constitutiva del pensamiento de León Trotsky y por lo tanto una herencia del marxismo revolucionario del siglo XX. Herencia que nos recuerda que estos aspectos no son curiosidades, distracciones del momento, sino que forman parte de una estrategia de lucha por el comunismo. |