Gérard López nació en Luxemburgo y se crio en Galicia, tiene 45 años y un equipo de fútbol: el Lille. Lo compró hace apenas diez meses, en enero, catorce años después de haber decidido que su vida sería otra: o por la oscura bancarrota que acaso vendría, o porque si le iba bien a la empresa en la que invirtió –la rarísima Skype– quizá podría empezar a ser una de las personas más poderosas del mundo, como siempre soñó. Entonces ganó 400 millones de dólares tras haber arriesgado cuatro, se compró una escudería de Fórmula 1 –Lotus–, se hizo amigo de Vladimir Putin y ahora no quiere que su equipo, que está penúltimo en Le Championnat, gaste 16, lo que le corresponde a Marcelo Bielsa en el caso de que él (acusado de lavar dinero en paraísos fiscales) decida interrumpirle el contrato, que vence en junio de 2019. Algo raro ha sucedido esta semana: el técnico argentino había viajado a Chile hace cinco meses, en junio, para darle el que quizá fuera el último abrazo a su amigo Luis Bonini –el preparador físico del Athletic Bilbao y las selecciones de Argentina y Chile, que murió el jueves por un cáncer gástrico– pero el tiempo se ha traspapelado y alguien destapó esta historia recién ahora, quizá para que fuera uno de los motivos por los que Gérard López tomara la decisión que tomó: suspender al entrenador y tal vez echarlo del club, avalado en la desobediencia de un empleado que se ausentó del trabajo sin el permiso del mandamás. A la edad en la que César Luis Menotti dirigía un equipo de la Segunda de México y Carlos Salvador Bilardo quería ser presidente de la Nación, al último técnico que hizo una implosión en el fútbol argentino ya no lo dejarían –a los 62 años– intentar alejarse de los dos puestos del descenso, donde está hoy, con su Lille.
Marcelo Bielsa ya no es un entrenador de fútbol. Hace mucho –quizá desde que dejó el Athletic Bilbao, en 2013– que no lo es. El desinterés argentino por Le Championnat y el megáfono insoportable que es a veces la red lo han transformado en una tesis de humanismo puesta en práctica, una guía de autoayuda que viste un jogging desinflado y da conferencias de prensa y camina por el corralito del banco de suplentes y no se deja nunca de mover. Esto, para unos cuantos millones de personas. Para otras, Bielsa será siempre el apellido negro, la palabra que las lleva a una madrugada de junio de 2002 en la que todavía llueven centros al área y la tormenta definitiva es la eliminación en la primera ronda de un Mundial. Así funcionan a veces –así funcionan casi siempre– las personas públicas: sus actos son espejos en cuyo reflejo sólo aparece nuestra cara. Bielsa viaja en un vuelo de LAN en clase turista, las azafatas lo ven, lo invitan a pasarlo a business. “Muchas gracias, pero yo pagué turista e iré en turista”, contó el marido de una de las azafatas –en Twitter– lo que Bielsa les contestó. La historia no importa, lo que importa es que Bielsa nos hizo una pregunta: qué haríamos nosotros en esa situación. Hay una novela, del escritor inglés Nick Hornby, que se llama Cómo ser buenos. Es de Anagrama, se publicó en 2001 y nació del poder de esta pregunta: ¿cómo sería la vida de una familia con dos hijos si el marido, que tiene todos los vicios de la clase media, decide comportarse de repente más o menos como Jesús? ¿Cómo sería vivir si se aspirara a la perfección permanente, qué ocurriría con alguien que –sin importarle los momentos, los contextos, la necesidad–se mueve siempre según lo que las clases de catequesis le enseñaron que está bien?
Bielsa, que acaso sea la adaptación latina del protagonista de Hornby, vive así.
A años luz del triste viaje para abrazar por última vez a Bonini, el periodista Román Iucht había contado en su libro La vida por el fútbol: Marcelo Bielsa, el último romántico que apenas ganó su primer sueldo como jugador Bielsa también pensó en un amigo. Roberto Aguerópolis no tenía plata para construir el techo de su nueva casa y Bielsa le regaló, completita, toda su paga. No era el Bielsa millonario, no era el Bielsa entrenador: era fines de los 70 y era su primer sueldo como jugador. Descubriendo a Bielsa, uno de los hermosos documentales del programa español Informe Robinson, alumbra otra historia así: “Sin que yo le dijera absolutamente nada –cuenta José Falabella, un amigo rosarino– Marcelo me consiguió a un especialista en fertilización artificial, porque no podíamos quedar embarazados con mi mujer. ‘Vos andá’, me dijo, ‘no tenés que pagar nada de nada´”. El primer tratamiento no funcionó, y si se escribe que fue el primero es porque hubo un segundo, que Bielsa también motivó. “Andá de nuevo. Olvidate de la plata. Va a estar todo bien”, le dijo a José. El padrino de la hija de Falabella es, obviamente, el técnico que quedó afuera en la primera ronda de un Mundial.
—Es un tipo con una sensibilidad tan grande, tan grande —cuenta Sebastián Beccacece, colaborador de Jorge Sampaoli en la Selección Argentina y técnico de Defensa y Justicia al momento de contar esto, después de haber visualizado partidos para Bielsa durante dos meses, cuando éste dirigía a Chile—, que cualquier situación la aprovecha para pensar. Y quizás ésa sea su misión: darle a la sociedad ejemplos para pensar.
—Toda corrección llevada al extremo y en cualquier circunstancia de la vida es un delirio —se ríe Danilo Díaz, comentarista y periodista chileno, amigo del rosarino desde que Newell’s viajó a Santiago para jugar la Libertadores, casi treinta años atrás—. Y él vive así.
—El tipo es con los otros como es con él. Él mismo no soportaba equivocarse, no lo podía soportar —retoma Beccacece—. Una vez me estaba contando un ejercicio, estábamos los dos solos y no se acordaba de una parte, se había trabado en un detalle y se empezó a poner mal, yo vi que se ponía mal.
Porque al Bielsa que es el Padre Pepe le sucede otro, repentino, furioso: un Bielsa que es como el Increíble Hulk.
—Yo siempre agachaba el moño, como se dice en Chile, y dejaba que pasara la tempestad, pero una vez mínimo se agarró con todos, eso seguro —le cuenta el traductor que trabajó con él en el Olympique Marsella, Fabrice Olszewski, a La Izquierda Diario—. Después de una práctica castigó a todos los ayudantes, a todos, sin decirles por qué, y les gritó que tenían libre, que ninguno lo acompañaría a un amistoso que había al otro día. “Así entienden”, dijo, “nos vemos el lunes”. La felicidad que tuvo esa gente por estar dos días más con su familia. Yo me disculpo por contar esto pero así fue, yo estuve ahí. Otra vez paró el entrenamiento a los diez minutos, gritó “esto es una mierda” y se fue, sin explicar nada, dejándolos a todos ahí. Los asistentes se miraban. Obvio, el entrenamiento terminó.
En otra práctica –un partido entre titulares y suplentes– Dimitri Payet había jugado muy mal. Faltaban pocos minutos para el final y, de repente, el enganche se mandó una serie de gambetas hechas de luz. El golazo que metió, se acuerda Fabrice, fue infernal.
—¡Bien, Dimitri, bien! —le gritó el belga Van Winckel, uno de los asistentes del entrenador.
—¡No, no! —se sacó Bielsa, caminando por la mitad de la cancha. Fabrice caminaba, también gritaba, detrás de él— ¡Fue todo un desastre, un desastre! ¡Te vas al vestuario! ¡Con nosotros no venís! ¡Te vas! ¡Andate! ¡Te vas!
Payet empezó a caminar hacia afuera con la parsimonia y la sumisión de los alumnos en el video de The Wall.
—Pero tenía razón —dice, la voz cortazariana, Fabrice—. Tenía razón él, y lo que después me explicó era que si lo felicitaba como había hecho el profe, habilitaba entonces a que Dimitri pensara que todo lo que había hecho esa mañana estaba bien, y no era algo que él pudiera permitir. A Bielsa le gusta entender a la gente. Más que entenderla, le gusta estudiar cómo va a reaccionar.
Entonces faltaban dos fechas para cerrar la primera rueda, y el Olympique recibía –justamente– al Lille. El equipo venía de perder 1-0 contra el Monaco y Bielsa hizo un solo cambio para ese partido: entró Batshuayi, salió Payet. Ganaron 2-1. A veinte minutos del final, Batshuayi hizo el último gol.
No es extraño que el huracán Hulk se active en un partido o un entrenamiento, lo raro –lo gracioso– es cuando se desata en otro ambiente, otra locación. Una tarde, su asistente en la selección chilena, Gabriel Aravena, lo llevaba en auto a ver un partido entre Colo Colo y Everton. No faltaba mucho para llegar, pero Aravena se equivocó de camino: un corte de calle y un tránsito que no esperaba lo enredó, lo confundió. Bielsa se empezó a enrojecer como un dibujito. Le preguntó a Aravena qué había hecho, le gritó, pensó, calculó.
—Yo no puedo llegar con el partido empezado —dijo, y se bajó. Como el auto estaba empastado en el tránsito, Bielsa abrió la puerta y se bajó.
—Y a veces me castigaba —recuerda Aravena ante La Izquierda Diario—. Me decía que no fuera por dos o tres días al predio, o no me hablaba, me saludaba pero no me daba tareas, por ejemplo.
—¿Y usted no le decía nada?
—No, bueno, pero tenía que darme cuenta de mis errores, yo. Le había fallado a Don Marcelo. Me sentía mal.
Don Marcelo es –parece– la soledad, el silencio, la reflexión. Pero Don Marcelo es –también– el narcisismo, la intolerancia, la explosión. Antes del Mundial de Japón y Corea 2002, el entonces técnico de la Selección Argentina invitó a un amigo de la infancia, Carlos Altieri, a que lo acompañara diez días a Europa a ver algunos partidos de la Champions League. Altieri estaba casado, trabajaba en un banco e irse diez días a Europa no era algo que pudiera, le dijo, resolver así nomás. Le dijo, le dijo: podría haberle explicado que tenía que cumplir una condena en La Pampa que igual no hubiera sido una traba para el huracán, que finalmente lo convenció. A las siete de la mañana de un lunes lo pasó a buscar por su casa, en Rosario, para ya ir a Buenos Aires, al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, a la Champions League.
Al auto no lo manejaba Bielsa sino un chofer. Altieri guardó su bolso en el baúl y se subió. Apenas se acomodó, lo primero que vio fue la cara tétrica de su amigo, el fabuloso técnico de la Selección.
—No estoy bien —lo saludó Bielsa.
Altieri no le había preguntado nada pero ahora sí lo hizo: qué le pasaba, le dijo, por qué.
—Me siento gordo.
—Y andate a Puiggari. Preguntá por un turno. Andá.
En Puiggari, Entre Ríos, está el Centro Adventista de Vida Sana, una clínica de desintoxicación –alimenticia, espiritual– al que el técnico había ido algunas veces e iría muchas más.
—Sí —le contestó Bielsa, más como un reflejo que como una respuesta certera, la decisión que iba a tomar. El auto no había arrancado y entre ellos volvió a hacerse un silencio.
—¿No te enojás? —le dijo Bielsa.
Altieri lo miró, y lo que tarda en escribirse esta última oración es simplemente para generar un suspenso que nunca existió: un amigo siempre sabe lo que un amigo es capaz de hacer; por ejemplo, irse a la clínica en Puiggari y no viajar jamás a Europa a ver los partidos de la Champions League. |