Foto: Émile Zola publica su carta al presidente francés "Yo acuso"
El proceso de la Ilustración produjo una intensa transformación en la sociedad occidental, fundamentalmente en la Europa del siglo XVIII, cambiando tanto la forma de imaginar el mundo, como la idea de lo social en lo individual y lo colectivo.
“De una sociedad geocéntrica se pasaba a otra antropocéntrica, cuyo epicentro y fuente de toda explicación ya no era Dios sino el hombre a través de la razón y la ciencia. El racionalismo cartesiano daba lugar al avance hacia un concepto de individuo libre, supuestamente autónomo y autosuficiente, capaz de encontrar sus propias respuestas a los interrogantes esenciales de la vida. En la faz política de las revoluciones burguesas y la constitución de los Estados nacionales surgía la concepción de un hombre pleno en sus derechos, y de un pueblo que podía gobernarse en forma soberana” sostiene Gustavo Efron en la Revista Índice 24 del Centro de Estudios Sociales de la DAIA.
O como expresa el escritor Shlomo Avineri, "la secularización y el liberalismo abrieron la sociedad europea a los judíos como iguales. “Por primera vez desde la destrucción del Templo se abrieron escuelas, universidades, el servicio público, la política y las profesiones como ciudadanos. La igualdad ante la ley y el relegamiento de la religión al ámbito de la vida privada significaban que el Estado no se consideraba más a sí mismo como cristiano, sino que incluiría de allí en más a cada ciudadano, sin relación con sus creencias religiosas y con la ausencia de éstas” (Avineri, 1983).
Sin embargo, como todo proceso de cambio profundo, no estuvo exento de contradicciones, avances y retrocesos. Tal como señala Ben Sasson, si bien se comenzaba a reconocer la igualdad de todos los individuos como seres humanos, independientemente de su origen o su filiación religiosa, la nueva sociedad “se oponía decididamente a aceptar la existencia de grupos que tratasen de conservar su identidad particular en el interior del Estado” (Ben Sasson, 1991).
Durante la Revolución Francesa, en 1789, la Asamblea Nacional tardó dos años en discutir el otorgamiento a los judíos de los derechos civiles y políticos. Las discusiones se enmarcaban en que tanto la Iglesia como los conservadores sostenían que los israelitas se pensaban a si mismos como una nación, y no solamente como una religión. Ese era el argumento por el que no se le otorgaban derechos políticos ya que era admitir “una nación dentro de la nación”.
Recién el 28 de septiembre de 1791 la Asamblea declaró nulas todas “las prerrogativas, restricciones y excepciones” (...) para con “los individuos de fe judía que acepten el juramento civil”. Los judíos pasaban así a ser ciudadanos de derecho.
Tuvo que pasar más de un siglo de la Revolución Francesa, para que quedara evidenciada los límites de esta integración plena de los judíos con la explosión del denominado “caso Dreyfus”, que sacudió a la sociedad francesa de fin del siglo XIX.
El oficial del ejército Alfred Dreyfus, que sirvió en el Estado Mayor General de Francia, fue acusado de espionaje y arrestado el 22 de diciembre de 1894. Se lo acusaba de haber escrito un bordereau (“lista”) con documentos militares secretos del gobierno francés, dirigido al mayor Max von Schwartzkoppen –agregado militar alemán en París–, encontrado en un tacho de basura y cuya caligrafía apenas se asemejaba a la de Dreyfus.
El oficial Dreyfs antes de ser acusado
Su acusación y el proceso judicial además de ser fraudulento, ocasionó que muchos sectores motivados por la prensa antisemita, hostigaba al acusado con gritos e insultos. En la sentencia Dreyfus fue considerado culpable y lo confinaron a una cárcel en la inhóspita Isla del Diablo, en la Guyana Francesa, por el resto de su vida.
Este suceso fue el detonante para que sectores reaccionarios y antisemitas reaccionaran contra la comunidad judía poniendo énfasis en su falta de lealtad hacia Francia. Esa mirada no fue uniforme en toda la sociedad. En 1896, el teniente coronel George Picquart, jefe de la inteligencia militar francesa, reveló pruebas que acusaban al verdadero autor del bordereau. El mismo era un oficial de infantería francés, el comandante Marie Charles Esterházy.
A pesar de este descubrimiento el ejército francés, insistió con la condena hacia Dreyfus. Picquart fue apartado de su cargo y enviado a Argelia; y si bien Esterhazy fue juzgado en 1898, el tribunal militar lo absolvió en un teatro de juicio que duró apenas unos minutos.
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En ese contexto fue cuando el novelista Émile Zola publicó una fuerte carta en el periódico parisino L’Aurore, titulada “J’accuse” (“Yo acuso”), donde evidenciaba la mentira de las autoridades militares y civiles. El escritor sabía a lo que se exponía. “Al formular estas acusaciones –señalaba–, no ignoro que me arriesgo a ser atacado por difamación, con arreglo a los artículos 30 y 31 de la ley de prensa del 29 de julio de 1881. Y corro voluntariamente ese riesgo. Porque no conozco a quienes acuso, ni tengo contra ellos rencor ni odio. No son para mí más que entidades, espíritus de un mal social. Y el acto que realizo aquí no es sino un medio revolucionario para acelerar la explosión de la verdad y la justicia”. Finalmente, la misiva pública culminaba:
“Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente”. Efectivamente, tal como imaginaba, el escritor fue juzgado por libelo, y condenado a pagar una multa y a pasar un año en prisión, que no cumplió porque logró huir a Inglaterra.
En agosto de 1898, el teniente coronel Hubert Joseph Henri, sucesor de Picquart en la jefatura de la inteligencia militar, confesó que había falsificado documentos que implicaban a Dreyfus, tras lo cual fue arrestado y se suicidó en su celda. A su vez, Esterházy fue expulsado del ejército y se fugó a Inglaterra.
Ante ya la certeza de que Dreyfus era inocente, hubo una fuerte presión social contra el gobierno para que se reabra el caso. Fue así que en 1899 se realizó un nuevo juicio, que volvió a declarar culpable al militar judío, pero su condena quedó reducida a diez años de prisión.
En ese momento hubo una fuerte disconformidad popular con este segundo fallo y el presidente Émile Loubet se vio obligado a otorgar el perdón en 1900. Para que ocurra esta amnistía Dreyfus debía desestimar del recurso de revisión que había firmado el día de su condena, lo que –de algún modo– implicaba reconocer su culpabilidad: se enfrentaba así un dilema ético esencial.
Dreyfus decidió aceptar esa propuesta, lo que ocasionó una gran polémica tanto entre los antidreyfusistas como los dreyfusistas, muchos de los cuales incluso cuestionaron la decisión porque veían en “el caso” una cuestión testimonial, de justicia universal, que estaba más allá del destino individual de una persona.
Dreyfus en 1910
El tema ocupó ríos de tinta en los periódicos más importantes. Le Petit Parissien, un diario revisionista, sería el primero en sugerir que Dreyfus, al desistir del recurso de revisión, puso fin al caso. Los dreyfusistas retomarían sosteniendo que “el ex capitán… prefirió su libertad inmediata a la continuación heroica, interrumpida, del esfuerzo de su rehabilitación judicial (…). En ella actuó como un ser independiente y aislado, no como un hombre apasionado por la humanidad y consciente de la belleza del deber social (…).
Por su parte el socialista Jean Jaurés, quien acompañaba la decisión de aceptar el indulto, expresando que, “por grande e impersonal que fuera la causa a la que nos entregamos, estaba envuelta en ella un individuo humano, que había sufrido en todas sus fibras, en su corazón y en su carne, como para que su vida misma se convirtiera en el objeto inmediato de una nueva batalla (…).
Efectivamente, la historia no terminaría allí: durante siete años “el caso” desapareció de la palestra pública y parecía ser un recuerdo más, pero en 1906, dio un vuelco definitivo a favor de Alfred Dreyfus, cuando el Tribunal de Apelación lo eximió totalmente de todo cargo. El militar fue readmitido en el ejército con la graduación de comandante y se le concedió la Legión de Honor; y hasta sirvió en la Primera Guerra Mundial como teniente coronel. |