Ignacio Fusco
| @IgnacioFusco - Editor y co-fundador de @revistadonjulio, periodista de TNT Sports.
Reseña del último libro de Walter Lezcano “Los actos públicos”. Se presentará hoy jueves 21 a las 19 horas en la Casa Cultural El Quetzal, Guatemala 4516 en CABA.
Walter Lezcano se para al frente de un aula que es una mole andrógina cruza de algo que se pareció a una escuela con un edificio que pasó por la cirugía estética del olvido estatal. Lo miran –como cada día, como todos los días– un grupo de chicos, chicas y adolescentes que nacieron, se criaron y viven en los barrios que laten y respiran debajo de la alfombra de un sistema que les amputó –sin que ellos ni ellas supieran– las palabras más importantes de todas: futuro, imaginación, libertad. Walter Lezcano es un hombre de 38 años que es su profesor de Lengua y Literatura, y aunque a ningún alumno le importe eso –ni la lengua, ni los profesores, mucho menos la edad– cada día, todos los días, intenta que donde ellos y ellas veían un muro descubran lo que en realidad hay: una ventana con alguito de sol. Su arma: un cuento, un poema, un libro. El sueño: que los rescate, los salve, el arte y el amor. “La onda es intervenir. Tratar de contaminar algún espacio, por más pequeño que sea, para no sentirme que mi destino lo escriben otras personas. De eso se trata escribir, de eso se trata la literatura. Y también la docencia”, escribe en el inicio de uno de los capítulos de Los actos públicos, su nuevo libro; un libro que puede ser el diario de un adolescente que eligió ser profesor, un libro que puede ser un ensayo sobre la escuela, el estado y la educación, que puede ser también una novela sobre la violencia que sufren los chicos de los barrios bajos, los neo gauchos del capitalismo, o que puede ser –que es– todo eso junto.
Walter Lezcano fue plomero, fue remisero, nunca conoció a su viejo y mientras a los 13 años la pasaba feo viviendo con un hombre al que en el libro llama “El Killer”, un ex novio de su mamá, agarró de una biblioteca un libro negro y chiquito y su futuro fue otro. En los últimos seis años le editaron 16 (ahora sí, escritos por él). Los wachos, un libro de cuentos poderosos, La ruta del sol, la trilogía de El mató a un policía motorizado, la banda de rock, y Nací en una generación. Periodismo, monotributo y cultura, son los que acaso han tenido más repercusión. Los actos públicos, el último, el nuevito, es una road movie que se pasea lentamente por aulas, colectivos que son una “máquina agonizante que se va a partir al medio” y veredas baldías de un Conurbano bonaerense al que lo cruzan preguntas así: “¿Cómo establece un docente que aspira a ser un chancho burgués un vínculo con chicos que viven una realidad desapacible y jodida y se liman la cabeza escuchando reggaetón o música tropical?”.
El libro no busca un lector definido. Es para profesores y es para alumnos, es para quien le gusta la literatura y –esto es fundamental– también para quien no está acostumbrado a leer. Lezcano es un poeta que escribe con la simpleza de la humildad. Hay un capítulo en el que cuenta una charla con un amigo, un profesor de un séptimo grado, mientras toman cerveza en un bar con mesitas al sol, en Lomas de Zamora. El amigo está por darle el sorbo de gracia a su vaso y le dice:
“–Nosotros como profesores no estamos para enseñar, sino más bien para hacer que los pibes puedan acceder a una posibilidad de diversidad. Mostrarles algo que no sabían, acercarles una porción de mundo, que es conocimiento, que no les llegaba, al que no accedían. No sé, aprender es lo desconocido, ¿qué pensás vos?”.
Más que lo que piensa, en el libro se respira lo que el poeta siente, porque textos habrá miles, pero pocos escritos con el cuerpo. Lezcano es el escritor del perpetuo movimiento: no se para en la condescendencia con los chicos, no se para en el cansancio vigilante del adulto, no se para en la verdad férrea del ignorante, no se para en la queja de la izquierda fácil, no se para en el egoísmo de la meritocracia, no se para en el atril de la autoridad. A Intratables, el programa de América, se le haría imposible etiquetar –y así gritarle– a Los actos públicos, básicamente porque está escrito con amor.
“Porque además”, dice Lezcano a la mesa de un bar de Buenos Aires, “a diferencia de otras profesiones, en la nuestra no existe el clásico progreso. ¿Qué más podés ser, director?”, así que lo que para muchos sería un estancamiento, un hundimiento en la arena movediza de la repetición, para él es la posibilidad de la observación, la profundidad. Más y mejor todavía: la desaparición del ego, una fuente donde renace la humildad. “Uno prepara con dedicación una clase magistral y los pibes te la pueden destrozar sin culpa”, escribe. Cada maestro puede ser –puede elegir ser– el lector de una gran obra: las páginas son las mismas pero en cada lectura sucede algo nuevo –entonces no son las mismas, entonces hay que aprender a escuchar, a sentir, a observar. A ayudar. A ser el otro.
“Trato de no acostumbrarme a las cosas, que esto que hago no sea un oficio sino mi forma de habitar el mundo”, se confiesa el profesor, que durante todo el libro se ocupa de lo que alguna vez escribió Pedro Mairal: hay que bajarle un poco el volumen a la falsa trascendencia de las redes y lo que sucede en el mundo de la televisión, hay que dejar de actuar para el Gran Ojo y ocuparnos del silencioso heroísmo de nuestros días, lo poquito que podemos hacer. También lo escribe hermoso y genial Inés Acevedo en un cuento que se llama Una rosa para Emily, que está en el libro Ja Ja Ja: “Cada día, a la misma hora, haría lo mismo, y así podría, paso a paso, llegar al cielo”.
Es lo que intenta Lezcano, y por eso escribe: “Los puentes ya estaban quebrados antes de empezar a querernos”.
Es lo que intenta siempre, cada día, y por eso escribe, también: “Ahí llegaron los libros para hacer su complejo trabajo de salvación silenciosa”.