¿Quiénes somos cuando nadie nos ve?
¿Qué instante, qué palabra nos definirá para siempre?
Un hombre que no sabemos quién es prendió la cámara de su celular y activó la pirotecnia más fácil de todas –la tuitera, la moral: desde ahora y hasta que otra historia suceda, Julio Argentino Roca, Evita y la taruca (Hippocamelus antisensis) han encontrado en los billetes de 100 pesos a la cara de Jorge Sampaoli como un inesperado sucesor. La patria virtual ha dado el veredicto: un tipo se desubica enojándose una madrugada con el cuerpo todavía lleno de fiesta, le falta el respeto a otra persona y entre dos frases sueltas (en el video no hay un diálogo, sólo los puntos suspensivos de los oficiales y el grito del entrenador) los jueces arman la biografía de una vida. El periodista Fernando Vergara, del diario La Nación, viajó a Casilda y se hizo de otros highlights de la noche: parece que a Sampaoli sólo le faltaba la joggineta y el camperón, ahí estuvieron él y sus truenos con el detalle de que no era el momento ni la locación. Sin embargo, no es ésta una nota sobre la agresión en sí –una recopilación de mis escenas frente a controles vehiculares daría como resultado un sketch de relleno en Sin codificar– sino sobre la aceleración del odio, el poder invisible del Gran Ojo, su victoria, su macabra edición. ¿Quién saldría indemne de la pedrada fácil si un celular que nunca vimos multiplica una escena en la que le pifiamos, reaccionamos muy mal? ¿Qué pasaría si cada calentura civil de una estrella –de nosotros mismos– fuera al prime time? ¿Puede el reinado de Twitter bloquear que volvamos a preguntarnos qué es la privacidad? ¿Cómo es el púlpito, ese lago de almohadas blancas, desde el que cliqueamos los demás?
Lo más gracioso de todo lo que se generó con el técnico de la Selección es que hay historias peores. O, más que peores: historias cuyo fondo parece más legítimo, más esencial.
El periodista Pablo Paván fue el biógrafo oficial del técnico de la Selección. En uno de los primeros capítulos del libro No escucho y sigo, que se editó en Chile en 2014 y en Argentina en 2015, Sampaoli busca definir su carácter (el periodista le pide a Sampaoli que defina su carácter) y para eso elige, obviamente, una historia. La historia tiene más de 40 años pero eso nunca es lo que importa. Sampaoli puede elegirse a sí mismo y elige al Sampaoli que vivía en Santa Fe.
“Yo peleaba, provocaba, molestaba, reaccionaba, molestaba al otro –cuenta, se recuerda, el entrenador–. A un lustrabotas lo volví loco. Me lustraba y no le pagaba, y al otro día iba y lo convencía para que me lustrara sin pagarle otra vez. Le decía que mi mamá estaba enferma, o que era mi cumpleaños o que estaba muy mal, deprimido, que me hiciera un favor. Y José siempre me volvía a lustrar. Le colonizaba la cabeza. Era competir contra José. Yo tenía plata para pagarle, pero mi objetivo era no pagarle y que lustrara igual. No siempre le ganaba, porque cada vez se iba poniendo más difícil y él tampoco era tonto. Cuando perdía, me revelaba, me ponía demente. Tal es así, que yo estoy seguro que ese tipo en el fondo me odia. Yo jugué con la mente de él. Cuando me ve por televisión debe querer que pierda partidos. Él era más débil, y yo pensaba que al débil había que aplastarlo. En un momento me planteé que el débil no debía existir. Después empecé a ponerme más sensato y a entender que si yo quería a los fuertes, me tenía que ir con ellos, pero no podía perturbar a los que no lo eran. No era el centro del mundo. Lo que yo tenía que aprender era a resolver distintas situaciones para conseguir un objetivo. A lo mejor, en una cola de cien personas llamaban a un tal González, y si veía que se demoraba, levantaba la mano y decía que yo era González. Cuando llegaban al turno se daban cuenta que yo no era González, pero a esa altura no tenían otra que atenderme, porque ya estaba ahí”.
¿Hay algún momento, entonces, que nos diga definitivamente quiénes somos? ¿Qué palabra, qué escena, qué mirada nos detiene en el tiempo ante la incontinencia de los demás?
Hace cinco años, mientras dirigía a la Universidad de Chile, Sampaoli se concentró con su plantel en el Resort Yacht y Golf Club de Asunción del Paraguay. Al otro día, un 16 de mayo, habría duelo: se enfrentaban a Libertad. Era los cuartos de final de la Libertadores lo que se jugaba y eran las venas eternas de América Latina lo que Sampaoli vio desde su ventanal: a los pies del hotel cinco estrellas había un riachuelo, y en el riachuelo, el decorado ya invisible que lo completa; un grupo de nenes –quince, veinte– vivía ahí, entre las piedras, el césped y el barro, mientras el atardecer los empujaba lento a la mierda de tener que dormir, a la noche, en un cartón. Sampaoli bajó con una de las personas que trabajaba con él, saludó a los chicos, charlaron un rato. Lo del cartón es literal y que el técnico los subió a todos a una combi, los llevó a un centro comercial y les compró zapatillas nuevas, también. Después, el colaborador que contó esta historia le agregará un inciso letal: ya a la noche, uno de los chicos se acercó al hotel. Un guacho le había afanado las suyas. La realidad es algo que nunca para. Sampaoli buscó al utilero del equipo y le dio otro par.
“Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades –escribe el hermoso de Oliverio Girondo–. Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes (…) ¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!”.
El episodio del nuevo billete virtual de 100 pesos me recordó también un Gimnasia-River de hace siglos, durante los noventa, en el que Francescoli se cruzó en una jugada con Guillermo Barros Schelotto. El wing lo gastó por un caño que le habían hecho y al Príncipe se le ocurrió decirle: “Callate, pendejo, que yo tengo dos palos en el banco”. Inmediatamente caigo que con esa plata el manager ahora no podría comprar ni el 40% de Franco Soldano o Sergio Vittor, pero está claro que la escena la escribí por otra cosa. ¿El Príncipe es príncipe todo el tiempo? ¿Se era más Príncipe porque el Twitter estaba en modo off? ¿Existen las escenas aisladas, o todas y cada una nos deben definir? El año pasado, el arquero del Espanyol Pau López lo pisó a Messi en una jugada. El partido –el clásico– venía caliente y en otra jugada Messi lo canchereó un poquito: “Bobo”, le dijo. No fue una afrenta matona, física: fue habilidosa, fue futbolística, porque Messi sabía lo que Messi podía hacer. Unas semanas después vivió una parecida con Arbeloa, el defensor del Real Madrid. “Bobo”, le dijo, también. Y después con Fernandinho, el brasileño del City, en la Champions, ese mismo mes. “Bobo”, le dijo Messi, “vení acá”. ¿Entonces Messi es un cancherito? ¿Lo fue siempre y nunca lo supimos? ¿Se aprovecha, domador de bufones, por los prodigios de su habilidad? ¿En qué momentos somos nuestras palabras y en qué momentos no? ¿Le faltó –nos faltó– un intruso que lo filmara sentado en su auto, en el sigilo de unos metros atrás? ¿Entonces, la habilidad rancia de un lateral derecho o la tarea de un control vehicular? Entonces, que alguien se lo pregunte: ¿tres posteos de Snatchap hubieran logrado que el Burrito Ortega no jugara su segundo Mundial?
En fin: a mí me da que la revolución de Twitter fue que nos transformó a todos en mi tía. Mírenla, mírennos: el pelo batido, la cara desinflada. Ese batón. |