“La competencia estratégica interestatal, no el terrorismo, es ahora la principal preocupación de la seguridad nacional de Estados Unidos”. Este es el nudo del documento sobre Estrategia de Defensa Nacional presentado en sociedad el pasado 19 de enero por el secretario de Defensa, el general cuatro estrellas retirado Jim Mattis. Probablemente, sea el cambio más significativo hasta ahora de lo que va de la presidencia de Trump.
El documento, de unas 11 páginas en su versión pública y alrededor de 50 en su versión clasificada para el Congreso, es la primera elaboración de este tipo producida por el Pentágono en la última década. En tándem con la Estrategia de Seguridad Nacional anunciada por el presidente norteamericano a mediados del pasado diciembre, ubica a China y a Rusia en el centro de las preocupaciones estratégicas de Estados Unidos.
Se definen tres teatros de conflictos: el “Indo-Pacífico” (China); Europa (Rusia) y el Medio Oriente (Irán) donde supuestamente se concentrarán los recursos. África y Sudamérica apenas merecen una mención secundaria.
Lo novedoso no son los nombres propios de las amenazas al dominio norteamericano sino su reordenamiento: China, Rusia, Corea del Norte, Irán y por último el terrorismo. China ascendió a lo más alto del podio. Es que a diferencia de Rusia cuyo rol geopolítico sobreextendido se explica por la vieja herencia de la Unión Soviética, la proyección internacional (y militar) de China, anunciada en el congreso del PCCh de octubre pasado, tiene una estrecha relación con la potencia de su economía.
El gobierno de Trump, o más precisamente el ala militar que tiene un peso decisivo y le da el carácter bonapartista a la administración, fundamenta este giro con dos tipos de argumentos investidos con la fuerza de los hechos.
El primero, de carácter objetivo, tiene que ver con la definición de un orden internacional debilitado, volátil y hostil al dominio norteamericano. Entre todos los peligros, el más importante es el retorno de la competencia a largo plazo con las llamadas “potencias revisionistas” (léase China y Rusia en primer lugar, seguidas por potencias de menor rango como Irán) que deben su nombre justamente a su intento de “revisar” el orden establecido con el triunfo de Estados Unidos en la posguerra fría. No lo aceptan pero tampoco tiene la fuerza suficiente aún para cambiarlo de raíz. Por lo tanto, van por los flancos, modificando por ejemplo escenarios regionales en los que Estados Unidos ha perdido influencia. La “pax rusa” en Siria sería un ejemplo. En su acumulación, estos cambios en escenarios no centrales podrían producir giros significativos en la situación internacional de conjunto.
El segundo argumento es de carácter subjetivo, por llamarlo de alguna manera. Tiene que ver con la autopercepción del propio imperialismo norteamericano y su lugar en el mundo, una suerte de reconocimiento de la decadencia hegemónica norteamericana, aunque la que está hoy en el puesto de mando no sea el ala “declinacionista” sino los partidarios del “America First”. Según el general Mattis, Estados Unidos está saliendo de un “período de atrofia estratégica” en el que también ha visto erosionarse su ventaja militar competitiva.
Mientras que en el plano externo fue repudiado por China y Rusia, este giro fue bien recibido en el plano doméstico. En particular por el ala “realista” de la burocracia estatal, que lo percibe como una moderación frente al aventurerismo de Trump y que en las divisiones de la Casa Blanca suele alinearse con el sector militar del gobierno en contra del “clan” familiar del presidente.
Esto no quiere decir que esté exento de críticas. La más reiterada es que no constituye una “estrategia” sino apenas una lista de problemas que solo constatan que se ha deteriorado el liderazgo norteamericano en el mundo. Y también la capacidad de combate, ya que el documento se propone como objetivo tener los medios para combatir en una guerra y disuadir a otros que intenten lanzar una segunda “guerra oportunista”. Un estándar bajo teniendo en cuenta que el objetivo siempre ha sido tener la capacidad de pelear dos guerras a la vez.
El mensaje del Pentágono para el Congreso y la burocracia civil del estado es que la “guerra contra el terrorismo” ha perdido su capacidad articuladora y se debe reorientar la preparación del aparato militar para una guerra entre naciones, en particular entre “grandes potencias”. No se debe confundir este norte estratégico a largo plazo con que la guerra entre grandes potencias está a la vuelta de la esquina.
El propio Pentágono ha aclarado que se trata de una tarea preparatoria, no inmediata, teniendo en cuenta que en la última década y media el ejército norteamericano solo combatió en la “guerra contra el terrorismo”, una guerra por definición asimétrica con actores no estatales o semi estatales (como los talibán o el carcomido régimen de Saddam Hussein).
El objetivo concreto de la Estrategia de Defensa parece ser reconocer los nuevos actores nacionales y recomponer las jerarquías de prioridades en función de estas amenazas, lo que estaría en consonancia con el tono nacionalista de la administración Trump (“Las buenas cercas hacen a los buenos vecinos” graficó un funcionario del Pentágono). Pero dándole una prioridad a los aliados y a las instituciones internacionales que han permitido el ejercicio de la hegemonía norteamericana desde la segunda posguerra (como la OTAN), lo que iría en contra de las tendencias unilaterales y de las bravuconadas tuiteras del presidente.
Un párrafo aparte merece la hostilidad manifiesta hacia Rusia, tanto en el documento del Pentágono como en el de Seguridad Nacional, que muestra la efectividad que tuvo el “Rusiagate” para reorientar la política de Trump hacia el régimen de Putin. Aunque algunos señalan que el hecho de haber subido de categoría a Rusia de “estado canalla” a “potencia revisionista” deja margen de maniobra para negociaciones.
En verdad, pasar a una etapa “pos 11S”, es decir, desplazar el Medio Oriente y el mundo musulmán como centro de gravitación para responder a los nuevos desafíos estratégicos para Estados Unidos, en particular la emergencia de China, no es en sí mismo una novedad. En su segunda presidencia, Barack Obama intentó dar ese paso. Planteó el famoso “pivote” hacia la región del Pacífico, pero terminó su mandato bombardeando nuevamente Irak, de donde había retirado el grueso de las tropas, interviniendo indirectamente en Siria (contra el ISIS), Yemen, Libia y Somalía, además de que después de 16 años, aún hay una importante presencia militar norteamericana en Afganistán y los talibán controlan gran parte del territorio. Aún hoy sigue siendo más fácil decirlo que hacerlo.
La situación en Siria es la muestra más concreta de que la “guerra contra el terrorismo” que Estados Unidos pensó que podía capitalizar para recomponer su hegemonía, se ha contaminado con la rivalidad entre potencias de distintos rangos.
El combate contra el ISIS benefició a Rusia, que junto con Irán y Hezbollah, intervino de manera decisiva en la última etapa de la guerra civil para sostener al régimen de Assad. Y son los que piensan cobrar el crédito de haber derrotado a la barbarie del Estado Islámico.
Después de la desastrosa intervención en Libia, la política norteamericana iniciada por Obama y continuada en lo esencial por Trump, fue intervenir a través de las milicias kurdas de Rojava, una alianza táctica incómoda que permanentemente ha generado fricciones con Turquía, un aliado de Estados Unidos y miembro de la OTAN. Estas fricciones adquirieron punto de ebullición con los bombardeos que lanzó Turquía contra las milicias kurdas en la provincia de Afrin, en el noroeste de Siria. En el laberinto de la guerra civil a varios bandos en Siria, Turquía pelea su propia guerra contra el movimiento kurdo, lo que ha implicado que esté de los dos lados del mostrador en la “coalición anti ISIS”.
Ahora el gobierno de Trump está ante un dilema. El secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, anunció la decisión de intervenir en el diseño de la posguerra siria, con el objetivo de remover a Assad y exigir el retiro de las milicias iraníes. Pero sus (¿únicos?) aliados en Siria, los kurdos, están siendo bombardeados por uno de sus aliados, Turquía, que sigue siendo la última esperanza que tiene Estados Unidos de impedir que sean Rusia e Irán los que dicten los términos definitivos de la “pax siria” en la conferencia de fines de enero que se realizará en el resort de Sochi en el Mar Negro.
Por eso su oposición a los bombardeos turcos es tímida frente al reconocimiento del derecho de Turquía a defender la integridad territorial y la soberanía estatal del independentismo kurdo.
Aunque el significado pleno de este cambio de paradigma militar se verá con el tiempo, las consecuencias más tangibles e inmediatas de la nueva Estrategia de Defensa serán domésticas: incidir para que el Congreso apruebe la suba del presupuesto militar (la Casa Blanca ya propuso una suba de 54 millones de dólares); modernizar el arsenal convencional y nuclear para aumentar la “letalidad” y ampliar los negocios que hace el Pentágono con empresas militares, tecnológicas, etc., para mantener la preeminencia incuestionada del poderío militar norteamericano, que sigue siendo la principal ventaja comparativa. Mientras que el gasto militar de Estados Unidos es de alrededor de 588.000 millones de dólares anuales, el de China (el segundo a nivel internacional) es de 162.000 millones y el de Rusia 44.600 millones.
Esta enorme transferencia de recursos hacia el aparato militar para fortalecer la maquinaria de guerra imperialista –y con ella la posición dominante de la burguesía norteamericana- se suma a los recortes impositivos a las corporaciones, hasta ahora el principal logro del gobierno de Trump, y del 1%. El horizonte del “conflicto entre potencias”, el militarismo y las tendencias al bonapartismo son señales de que en tiempos convulsivos las clases dominantes no dudarán en recurrir a “soluciones de fuerza”. Para enfrentar esa perspectiva deben prepararse las y los trabajadores y oprimidos del mundo. |