Fotografía: Fernando Cata
“Entraron por la plazoleta como en una cacería, disparando contra los chicos, las mujeres, contra cualquiera”. El testimonio se repite con pocas variaciones entre muchos/as de los y las pobladores/as de Yrigoyen.
A la vera de la ruta 50 hay un pequeño espacio verde donde se coloca la olla popular, los tablones, el freezer y un altoparlante. Aparcan allí quienes están a la retaguardia, también las familias, niños/as incluidos/as. Está a unos cien metros del lugar donde se realiza el corte, en la entrada del pueblo fundado en 1948.
El viernes, cuando llegó la policía, no se estaba dando ningún corte, en ese momento se había levantado la medida, tal como se había acordado un día antes con el Secretario de Seguridad, Jorge Ovejero, con quien se había pautado una mecánica para evitar la represión: una hora de corte y media de paso liberado. Inicuo, Ovejero incumplió el pacto al día siguiente.
Los uniformados avanzaron con ruindad, al punto tal que entraron en una vivienda a buscar obreros que se habían refugiado para enjuagarse la cara por el efecto de los gases. Al pasar se llevaron a un hijo de 20 años de los propietarios de la casa y a otros dos parientes menores de edad. Los jóvenes presentan huellas en su cuerpo de la desmesura policial. Los custodios del “orden” rompieron electrodomésticos y se abrieron paso percutiendo en la puerta, como si persiguiesen a criminales.
Al día siguiente, “Papucha” y Mirna aparecen en la plazoleta. La desesperación es más fuerte que el temor después de que su hogar quedara destrozado, afirman que seguirán luchando por la reincorporación. “Mi chango está estudiando en la técnica de Orán, en el último año, con esto… -Papucha se quiebra- con esto (el despido) no voy a poder hacer que termine de estudiar”, asevera.
Una vez que pasó el embate a traición de los sabuesos policiales, el pueblo embraveció, igual que en 2008, 2012 y 2016, y terminó expulsando a las guarniciones con técnicas de combate rudimentarias. No hay estrategia militar ni violencia programada, como sí sucede del lado policial-estatal. Lo que abunda es bronca por la injusticia y el abuso de poder.
Mauro no trabaja en el ingenio pero participó con convicción de la resistencia a la represión. Es entusiasta y locuaz, no tiene conocimientos académicos pero comprende con claridad de dónde proviene la furia popular: “El pobre tiene derecho a defenderse y defender lo que es suyo, como el trabajo. El Tabacal no está en crisis, la empresa sigue llevándose millones”, sintetiza mientras asiente para afirmar lo dicho, mirando a los ojos a Judith, su compañera.
Igual que en las tres represiones recientes, el pueblo unificado se sobrepuso a la violencia organizada del estado. Nadie duda de la importancia de los jóvenes en esa gesta, ellos mismos cuentan que obviaron asperezas locales -entre las bandas que están al norte de la Plaza Independencia y las que están al sur- para avanzar contra la policía y despejar el lugar de la invasión azul.
El sábado por la mañana, en las calles no sólo se ven piedras, abundan los perdigones de bala de goma y los cartuchos de gases. Cuentan algunos de los que participaron también en las luchas de 2008, 2012 y 2016 que la novedad de esta represión fue que los “milicos” dispararon los gases a mitad de altura, ni al aire -para evitar heridos-, ni al piso -para dañar las piernas-. Uno de ellos muestra una circunferencia del tamaño de un CD en medio de sus pectorales, es la marca producida por el impacto de un gas disparado a media altura. “Ahora tiran a matar”, resalta.
El día después de la represión ahogada en resistencia popular no hay policías en el pueblo, ni en la comisaría ni patrullando. Nadie los necesita. No se fueron porque quisieran aminorar el conflicto, como difundió el gobierno de la provincia, se fueron porque el pueblo los echó a empellones cuerpo a cuerpo, mostrando, una vez más, que la unidad de los pobres, como los llama Mauro, puede más que las municiones. |