Clarisa era feminista mucho antes de saber que lo era. Empezó de adolescente, cuando se resistió a imitar el modelo de mujer sumisa que veía en su madre, aunque con el paso del tiempo pudo comprender que esa no era la única mirada posible sobre ella, que la cosa era más compleja.
Antes hubo una abuela, Ana, que tuvo el tupé de divorciarse en una Italia de posguerra donde esto implicaba, según la legislación de aquella época, que la hija mujer quedaba a cargo del padre. Cuando ya tenía edad de comprender lo que esto implicaba, lo contaba con orgullo: ella tenía abuelos separados, por eso recordaba fiestas navideñas con cuatro miembros de esa generación, que compartían el momento de manera civilizada, no volaban copas ni platos salvo cuando su papá y su tío discutían de política, o del grado de nazismo que persistía en el Estado alemán, del que ambos provenían. Alto material de diván que nunca supo ni quiso analizar acostada.
Su abuela materna comenzó a ser un roble en el cual referenciarse. Había pasado de todo y mantenía intactas su fe y su fortaleza.
Clarisa no se planteaba pedir permiso para lanzarse al mundo, la primavera alfonsinista era el escenario perfecto para empezar a militar con sus compañeros de la secundaria, discutía con los varones de otros colegios en la Federación y los acusaba que pretender “aparatear” la incipiente organización estudiantil.
Pasó por revistas subterráneas con amigues anarquistas y meses de militancia barrial. Rearmó el centro de estudiantes. Organizó una lista y ganó. La única condición que le ponían en casa era que no se llevara materias. Para todo lo demás, había libertad y ella entraba y salía del hogar a su antojo.
Una madrugada volvía en colectivo y un hombre rubio de contextura pequeña comenzó a mirarla. Bajó justo en su misma parada, la siguió y en un segundo la tenía atrapada. Clarisa no entró en pánico, no se resistió y le hizo creer que daría su consentimiento para lo que fuera a ocurrir. Al segundo siguiente logró zafarse y comenzó a golpear la ventana de una casa, desesperada. El hombre huyó. Ella aún recuerda su rostro, cómo se le salía el corazón por la boca esa gélida noche de invierno cuando apenas tenía 16, lo largas que le parecieron las cuadras que le quedaban hasta su casa. Sin embargo, nunca contó que había sido víctima de un intento de violación.
Planeó mudarse de ciudad para estudiar, y su plan era hacerlo en pareja. El espécimen masculino tenía algunos problemitas con sus patitos en el cerebro, y así se truncó el proyecto abruptamente a sus dieciocho. Pero siguió sola igual: fueron años de estudio, carrera y viajes en los que, por momentos, las soledades le pesaban.
Más cerca de recibirse armó nido con varones, convivió y se separó dos veces. Logró metas pero pisó uno de los tantos palitos patriarcales. En ocasiones no supo mantener la solidaridad de género.
Sin embargo aprendió, gracias a una maestra que se cruzó en su camino, alguien que hasta hoy milita feminismo hasta cuando respira. Fue esa enorme y sabia mujer quien, incluso, le tendió un puente salvador cuando su salud casi la lleva al otro mundo. Gracias a ella logró un discernimiento tal que, en estos días de tanto feminismo a flor de piel, pudo detectar a las oportunistas como la empresaria Oprah Winfrey, insospechada de sensibilidad social alguna que con su discurso en tono de predicadora y contenido políticamente correcto se posicionó para la presidencia de los Estados Unidos, y diferenciarla de las recién llegadas a las luchas de género para saludarlas con un abrazo.
“Vengan a la marcha, aunque no sepan bien por qué”, dijo alguien en las redes. “No”, respondió Clarisa. Hay que tomarse el trabajo de hablar, de explicar, como habían hecho con ella.
Sus treinta fueron de resistencia, huyendo de un portero que pretendió acosar a su hermana, peleando con plomeros que no le hubieran hablado de tal manera si fuera un varón. Padeció administradores que no le renovaron el alquiler alarmados por los niveles de diversión que sucedían en su departamento los sábados y escandalizados por las “noches dulces” que se permitía, sin sospechar que pagaba la renta a personajes del siglo pasado.
En esos días ella se manejaba con la misma naturalidad con que la detective Stella Gibson (Gillian Anderson) de "The Fall" intenta explicar a los machos y féminas que la rodean en la eléctrica Belfast las reglas de la tribu china llamada Mosuo, donde las mujeres no se casan, tienen sexo con tantos hombres como deseen y no hay en su idioma palabras como padre o marido.
En épocas más tranquilas tampoco le fue mejor a nivel consorcio. Un vecino bravucón la amenazó a los gritos una madrugada e intentó tirarle la puerta abajo por haberlo denunciado por ruidos más que molestos, los días de semana a la siesta que pretendía dormir cuando trabajaba de noche. Una de esas noches un taxista la obligó a bajarse del auto porque Clarisa le pidió que apagara el cigarrillo. Fueron tiempos donde no había hombres ni en casa ni en la vida, al menos no de manera permanente.
Se hubiera aguantado un chofer fumador una de esas navidades, cuando pasó 40 minutos esperando conseguir un vehículo que la llevara de regreso al hogar. Parada sobre avenida Corrientes una parte de su cabeza le decía que todo esto era por no tener pareja. De golpe sintió como un campanazo y la sacudió una idea reveladora: seguía presa de los mandatos, no era un hombre lo que necesitaba sino… un auto.
Los cuarenta le llegaron con una panza enorme, así que suspendió las pistas de baile y giras nocturnas a cambio de mamaderas y pañales y dejó las series por las películas de Miyazaki y Pixar. También ese proyecto era a dúo con un hombre, pero no duró. Clarisa es mamá sola, docente y trabajadora social, y en todos los ámbitos activa política y sindicalmente.
Cuando creyó que se había liberado de casi todos los mandatos patriarcales (solía decir que quería casarse sólo por la fiesta y los regalos) sintió que el siguiente desafío era criar a sus hijos sin machismo. Por eso se toma el rato para escucharlos, preguntarles y responderles, mezclar juguetes de “nenas y de nenes”, y leerles historias de Antiprincesas y Feminismo, porque ya entienden todo.
Fue entonces que se dio cuenta que había renegado sin sentido del feminismo, básicamente por ignorancia y por haber creído que tenía otras herramientas.
Entendió, ya grandecita, que lo personal es político, como decían las feministas en los 70, y que aún sin una militancia orgánica se trataba de volver a las fuentes.
Otra persona se cruzó en la vida de Clarisa -esta vez un maestro, un gran compañero- y le acercó la punta de un interminable ovillo. “De muchas formas, las experiencias de nuestras compañeras rusas, con sus logros y sus fracasos, señalan soluciones para el futuro. Sus experiencias sugieren que si creamos pleno empleo y salarios decentes para hombres y mujeres, la independencia de ambos sexos será posible. Si las mujeres tienen control sobre sus propios cuerpos, acceso al aborto seguro y opciones seguras de control de la natalidad, podrán ejercer la libertad sexual. Si los varones asumen igual responsabilidad por sus hijos e hijas y las tareas del hogar, las mujeres podrán realizarse como seres humanos iguales”, leyó Clarisa y no pudo evitar sentirse identificada con esas palabras de Wendy Goldman en el prefacio de La Mujer, el Estado y la Revolución*.
Todas las lecturas previas, desde Simone de Beauvoir hasta Doris Lessing, que en su enorme novela El Cuaderno Dorado escribió que “es aún reducido el número de mujeres dispuestas a sostener su punto de vista acerca de lo que realmente piensan, sienten o experimentan con un hombre al que aman”**, cobraron mayor e integral sentido.
Es que el “ismo” que le faltaba a Clarisa era precisamente ése. “¡Es el feminismo, estúpide!”, se dijo a sí misma cuando terminó de marchar el jueves y estalló a carcajadas con la amiga con la que había ido a gritar, a poner sus patas para contribuir a que la tierra tiemble. “¡Es el socialismo, estúpide!”, respondió la amiga, veinte años mayor y un par de batallas más en la piel.
Sí, con acento aunque el corrector ponga la z y derive en sustantivo. Porque el lenguaje también es oral y si hay que revolucionarlo no sirven las x y las arrobas. No importa que lo haya dicho el varón Bill Clinton en su campaña a presidente, cuando con la frase “es la economía, estúpido” marcó una nueva forma de poner énfasis en lo esencial.
*La Mujer, el Estado y la Revolución, Ediciones IPS, Buenos Aires 2010, con prólogo de Andrea D’Atri
**El Cuaderno Dorado, Punto de Lectura, Buenos Aires, 2007 |