Según un estudio de Brookings Institution durante los primeros 365 días de la presidencia de Trump, renunciaron o fueron renunciados 25 funcionarios de alto rango o el equivalente de una rotación del 43%, el doble que la de Reagan y el triple que la de Obama. A la lista al menos hay que agregar dos más: Gary Cohn, el principal asesor económico del presidente, la rara avis demócrata y “globalista” del gabinete; y ahora Tillerson que podría haber pasado a la historia como un CEO respetable de Exxon Mobile y en cambio será (no)recordado como uno de los secretarios de estado más insignificantes de la historia norteamericana.
El perfil de los despedidos no permite trazar una línea coherente sino más bien expresa las oscilaciones en la línea política de la administración Trump y las guerras de camarillas que caracterizan a la presidencia.
El año pasado parecía haber caído en desgracia el ala “trumpista” del gobierno con la partida del M. Flynn, emblema de la orientación “Putin friendly”, y de Stevan Bannon un plebeyo surgido de las filas de la alt-right que fue el ideólogo “populista” de Trump y se sentaba en una de las posiciones más privilegiadas del poder, pero cometió el error de criticar a la familia presidencial y perdió.
La asunción de tres generales en puestos clave, H. McMaster como asesor de seguridad nacional, J. Mattis en Defensa y J. Kelly al frente de la Casa Blanca, fue recibida con cierto alivio por el establishment que vio que este giro hacia la burocracia militar como columna vertebral del gobierno podía disciplinar a las distintas fracciones en pugna y darle una línea coherente a la presidencia, si terminaba de constituirse un eje “moderado” en el que se incluía Tillerson que, como se sabe, se opuso al retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París, al reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y a dejar caer el acuerdo nuclear con Irán, es decir, a casi toda la política exterior de Trump.
Ahora el péndulo parece volver hacia el lado de los halcones más desembozados. No es solo Pompeo, sino Gina Haspel al frente de la CIA, que regenteó nada menos que una cárcel clandestina en Tailandia en 2002, parte de los temibles “black sites” donde se torturaba a supuestos “terroristas”. La nueva jefa del “estado profundo” sigue en la onda de perfeccionar el campo de concentración de Guantánamo.
Este recambio no casualmente coincide con un nuevo giro proteccionista de Trump, que con la imposición de aranceles a las importaciones de acero y aluminio alegando razones de “seguridad nacional” puso al mundo al borde de una guerra comercial.
Mike Pompeo llegó a la política con el Tea Party. Ganó credenciales por ser el encargado en el Senado de atacar más duramente a Hillary Clinton por el asalto a la embajada norteamericana en Bengasi (Libia) aunque no por buenas razones, se entiende. Cabe aclarar que Hillary milita en el ala más intervencionista junto con halcones republicanos y neoconservadores. Pompeo se hizo fama de halcón al frente de la CIA, vociferando por el “cambio de régimen” en Irán y Corea del Norte. Quizás su nombramiento tiene que ver con la proximidad de la cumbre entre Kim Jong un y Trump, prevista para mayo. Pompeo ya declaró que Estados Unidos “no hará concesiones” como para ir dándole el tono a este encuentro que parece más una aventura que una pieza de estrategia política.
Algunos analistas ya anuncian que la guadaña hará rodar otras cabezas. En la lista está nada menos que el general H. McMaster que, según rumorean los periodistas que caminan los pasillos del poder, podría ser reemplazado por J. Bolton, un neoconservador que tuvo un breve momento de gloria en el gobierno de G. Bush cuando recién comenzaba la guerra de Irak. Y las especulaciones podrían seguir. Difícilmente este sea el último cimbronazo porque no se trata solamente del narcisismo del presidente, ni de su estilo rústico y poco institucional, aunque sin dudas esto debe jugar su parte. Sino ante todo de que es un gobierno débil e inestable. Las guerras sordas en la Casa Blanca, las divisiones en el establishment político, el enfrentamiento entre el ejecutivo y el FBI por el “Rusiagate” tienen su causa eficiente en las disputas al interior de la clase dominante, en las divisiones en la burocracia estatal, en la polarización social y más en general en la decadencia del imperialismo norteamericano, condiciones que en última instancia explican también el fenómeno Trump. |