Continuando sus investigaciones sobre la historia del psicoanálisis en Tucumán, Mariela Ventura publicó Psicoanálisis y dictadura en Tucumán (1976-1983) (Edunt, 2017, 352 p.). En palabras del autora, el libro ofrece elementos para analizar por qué “los psicólogos o psicoanalistas fueron tomados como blanco de la dictadura, la práctica del psicoanálisis en el ámbito público y privado, sus usos y costumbres, sus lugares, las formas de censura, los psicólogos desaparecidos, el tipo de psicoanálisis que se perseguía, la política de los psicólogos y de las instituciones psicoanalíticas frente a los hechos”. Para ello recurre a entrevistas con protagonistas, el análisis de las publicaciones institucionales y de la prensa en un trabajo que termina con la consolidación de los postulados de Jacques Lacan como teoría hegemónica.
Ventura parte de señalar que el psicoanálisis fue catalogado, junto al marxismo, como una «teoría subversiva» que cuestionaba el orden político y social. En Tucumán, la avanzada sobre el psicoanálisis (y la carrera de Psicología en la UNT) comenzó con el Operativo Independencia en 1975, donde las intenciones contra la disciplina eran explicitadas por Acdel Vilas, a cargo de las operaciones militares. La autora señala que el proyecto de la dictadura incluía imponer por el aislamiento y el terror un “estudiante modelo”, negador de la política, que “no estaba interesado por aquellos autores considerados peligrosos como Freud o Marx”. Y agrega: “tampoco participaba en prácticas grupales preventivas o comunitarias. Por eso, durante esos años solo pudieron crecer teorizaciones y experiencias dentro de la psicología que dejaron a un lado el compromiso social”.
El libro se estructura en dos partes, la primera reconstruye en trece capítulos la situación del psicoanálisis provincial durante los años de la dictadura; los tres capítulos de la segunda parte se analizan los preparativos para la caída militar, analizando también la “lacanización” local.
“Silencio es salud”
La carrera de Psicología, encuadrada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, fue clausurada por los militares en marzo de 1976 y reabierta con un cupo en 1982. Durante esos años se produjo un estancamiento en el desarrollo como disciplina. La clausura de la carrera conllevó a la cesantía de profesores y exilio de profesionales pero con la contradicción de que las actividades privadas, incluso en ámbitos de la salud pública, no fueron foco de conflicto (más allá de precauciones puntuales ante movimientos de policías encubiertos en el diván).
Con un análisis de los avisos publicitarios y profesionales publicados en La Gaceta, Ventura apunta que “el mundo psicoanalítico fue cediendo hasta llegar a una especie de acostumbramiento al entorno circundante en 1979”. Fueron momentos donde emergieron los grupos de estudios y cursos, que se diversifican más allá de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). La necesidad de una “universidad paralela” para el desarrollo del psicoanálisis fue acompañada con la proliferación de “distintos grupos que, sin embargo, estudiaban lo mismo”. En sucesivos capítulos se tratará además la tensa relación con la psiquiatría en el camino hacia la legalización profesional del psicólogo.
Más allá de las digresiones teóricas, la autora concluye que “para los militares, ’psicólogos y psicoanalistas’ eran la misma cosa, y ambos profesionales los relacionaban con ’lo subversivo’ por dos motivos: por un lado, antes de que se desatara el Proceso, la representación del psicólogo era la de aquel profesional que actuaba en el campo de la psicología social, que había tenido una participación activa en la sociedad (...); pero por otro lado, también el psicoanálisis, desde su marco conceptual, sobre todo Freud, desde sus ideas sobre la sexualidad y sobre la liberación de lo reprimido, era considerado ’subversivo’”.
Instituciones y neutralidad
Ventura agrega que “una institución psicoanalítica como la APA, construida por médicos, pudo permanecer sin más, pues había demostrado su neutralidad y su falta de compromiso político”. Las posturas que asumieron las instituciones psicoanalíticas ocupan varias páginas del libro. Una cita de Las huellas de la memoria (Topía, 2004) de Alejandro Vainer y Enrique Carpintero es un disparador de las concepciones críticas: “Muchas vieron en la fundación de instituciones privadas una forma de complicidad con lo que estaba sucediendo en el país, ya que la mayoría de ellas no denunciaron la situación que se vivía y, hasta en algunos casos, se negaban a aceptar en tratamiento a víctimas y familiares de desaparecidos”.
La teoría sobre neutralidad del psicoanálisis está inscripta en los orígenes, juntos con los debates que suscita. Una de las posturas críticas es la de la brasileña Helena Besserman Viana que fustiga la neutralidad al señalarla como apoliticismo. En su libro No se lo cuente a nadie, Beeserman Viana (1997) abrió el debate sobre psicoanálisis y dictadura, abordando el caso de Amílcar Lobo y Leo Cabernite, miembros de la Sociedad Psicoanalítica de Río de Janeiro que en la década de los ’70 integraron equipos de torturadores de presos políticos.
La neutralidad en tiempos oscuros supo ir acompañada de un “salvemos al psicoanálisis”. A mediados de la década del ’30, Ernest Jones instó a los miembros judíos de la Sociedad Psicoanalítica Alemana a que renuncien para “salvar al psicoanálisis” e impedir la disolución de la Sociedad.
El debate planteado por Besserman Viana ha motivado defensas ortodoxas de la neutralidad, como la del lacaniano Jean Allouch en su libro La edificación del psicoanálisis. Pero las preguntas de Ventura siguen siendo certeras: “¿Cómo hubiera debido actuar un psicoanalista o una sociedad de psicoanálisis frente a hechos atroces como los sucedidos durante la dictadura argentina y el mismo régimen nazi? ¿Es posible mantener una posición neutral frente a crímenes que lesionan la ética y la condición humana? ¿Es posible aplicar en estos casos una política de salvamento para el psicoanálisis?”.
Lacanismo
Sobre la segunda parte del libro, la autora ilustra los entretelones de los últimos años de la dictadura, con la vuelta de la apertura de la carrera de Psicología y la discusión de un nuevo plan de estudios. En esto último, tendrá un protagonismo hegemónico el psicoanálisis, en general, y la corriente fundada por Jacques Lacan, en particular.
La lacanización del psicoanálisis argentino tuvo hitos desde los ’60, de la mano de Oscar Masotta, y en Tucumán a mitad de la década del ’70. Pero será en los últimos años de la dictadura que se consolidará con nombres e instituciones propias surgidas de los grupos de estudios, esperando la “primavera democrática” para oficializarse en el claustro universitario.
El libro plantea a trazo grueso las posiciones críticas y las defensivas respecto al rol del psicoanálisis lacaniano durante la dictadura. Un elemento común es reconocer que el contexto de terror en la sociedad condujo a un encierro. Los defensores afirman que se trató de una manera de supervivencia, pero la crítica al “encerrarse y estudiar” no impugna la autopreservación sino que pone el acento en los elementos teóricos y clínicos que se desprenden. El encierro implicó establecer una división con el exterior, es decir, que la realidad social y política quedó afuera. Esta división respecto al sujeto se inscribe en la importancia dada al lenguaje y al discurso. “Cuando los lacanianos hablaban de cultura no se referían a la sociedad capitalista, sino a un sistema simbólico situado fuera del devenir histórico”, resume Ventura.
La autora sigue las ideas de Hugo Vezzetti (“aparentemente [los militares] no veían algo revolucionario, algo subversivo en el lacanismo”) para señalar que “hay una relación neblinosa entre el psicoanálisis con la dictadura, una coalición corporativa que trata de no irritar a ningún poder y de ese modo ganar mercado, y poder desarrollarse. Como si la lógica del mercado se hubiese impuesto y por eso adquirió hegemonía, y en donde la relación maestro-discípulo fue trocada por la del vendedor y cliente”. Aún así no deja de hacer valoración benévola al afirmar que el psicoanálisis lacaniano puede pensarse como “una militancia política pero al interior del sujeto”, es decir “dirigir al sujeto en la política y en la ética de su propio deseo, más que hacia la proyección social”. De todas maneras, se trata de una concepción que pierde el filo de cuestionar del orden social por el cual discurre el sujeto.
Recordar, repetir y reelaborar
En la introducción del libro, Ventura plantea hipótesis o conclusiones sobre concepciones políticas, desprendidas de su marco teórico, que merecen unos comentarios críticos. Para Ventura “en la experiencia histórica no ha faltado toda clase de combinatorias, de ambigüedades, de tensiones, de mandatos paradojales en torno a la transformación que debía imponerse por la pedagogía, la disciplina o el terror”. La “transformación” a la que se refiere gira en torno al hombre, donde hace un parangón entre el proyecto del nazismo (en el cual el imaginario fascista requería de una antítesis) con el de la dictadura (cuyo grupo que funcionó como oposición se denominó globalmente como “subversión”).
Pero las comparaciones de la autora incluyen a lo que entiende por comunismo. Se remarca la idea del fascismo italiano de “modelar la masa” en una especie de “regeneración moral”, para afirmar que “este «hombre nuevo» era el mismo que proponía el comunismo, ya que el comunismo también puede entenderse como un modelo autoritario”. Siguiendo una lectura liberal propia de la academia de las últimas décadas, se ignora la nada sutil diferencia que se tratan de dos proyectos de sociedad abiertamente antagónicos (aquí puede leerse una polémica con estas visiones).
Al abstraer el contenido de las clases sociales en pugna, la autora presenta fugazmente a un Lenin que “utiliza para conseguir su propósito todos los medios de coerción política y económica que permite la dictadura”. Así, dictadura “comunista”, dictadura fascista o dictadura militar argentina serían equivalentes. Un despropósito teórico e histórico que tiene su correlato en la impugnación de la violencia.
La autora retoma la impugnación que Vezzetti realizó de la “violencia guerrillera”, afirmando que “la violencia queda exaltada como un instrumento que por sí mismo es capaz de generar un nuevo mundo y un nuevo sujeto, conviertiéndose la muerte en un mecanismo rutinario”. Con reduccionismo psicoanalítico se define que “la muerte (funcionó) como instrumento para dar paso al nuevo orden; además, representaba el máximo sacrificio exigible”. El enfoque de Vezzetti que asume Ventura corre del plano las razones políticas, económicas y sociales que motivan el conflicto social, y en el caso argentino se disipa la creciente represión estatal desde 1955. Al hablar de “violencia guerrillera” se oculta que la radicalización, cuyo inicio puede situarse en el Cordobazo, recorrió amplias franjas de obreros, estudiantes y sectores de la sociedad, cuyas razones de movilización trascendían un supuesto imperativo de la pulsión de muerte.
Cerrando el planteo, Ventura retoma la idea de que el pasado no elaborado se repite transgeneracionalmente y “aparecen en el presente psíquico como agujeros vacíos o pulsión de muerte. Se trata pues, desde aquí, de recordar para no repetir”. El “no repetir” de la jerga psicoanalítica retrotrae al “Nunca Más” del alfonsinismo, que impugnó “al terrorismo de derecha y de izquierda”, nunca más crímenes de lesa humanidad pero también nunca más un intento de transformar radicalmente la sociedad. Pero hasta para Freud “huelga decir que una cultura que deja insatisfecho a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta, no tiene perspectiva de conservarse de manera duradera ni lo merece”. |