Este viernes se cumplen 64 años del nacimiento de Roberto Bolaño. En las siguientes líneas recorremos, a modo de homenaje, algunos aspectos de su obra.
Viernes 28 de abril de 2017
En el año de 2003 murió Roberto Bolaño en Barcelona. Nacido en 1953 en Santiago de Chile, su fama literaria se había empezado a consolidar apenas en el año de 1998 con la publicación de Los detectives salvajes. Sin embargo, sus largos años de travesía ya habían concluido. Chile, México y finalmente España son sólo algunos de los lugares que atraviesa en su camino; un camino marcado por la extraterritorialidad, que cual último errante de un cansado siglo XX, lo ha convertido en una referencia literaria ineludible para las nuevas generaciones.
Y es que quizá una de las apuestas literarias de Bolaño radique en, mediante novedosos desplazamientos literarios, lograr producir una forma que pueda narrar la catástrofe de nuestro tiempo. Ya en Los detectives salvajes, Bolaño se apropiaba, al mismo tiempo que dejaba de lado, dos configuraciones de la literatura moderna. En primer lugar, la de la novela de formación o la Bildungsroman; en segundo lugar, y en consonancia con lo anterior, la novela policial.
El prototipo de la novela de formación, el Wilhelm Meister de Goethe, narraba –tal como la dialéctica hegeliana en filosofía- el despliegue y la autorrealización de las virtualidades del protagonista en la travesía de su vida. Este esquema -introducido por Bolaño en el personaje de Juan García Madero, iniciado en el culto del realismo visceral- ya había sido desbordado paradigmáticamente a principios de siglo por Thomas Mann en La montaña mágica. Sin embargo, si para Mann el desencadenamiento del acontecimiento catastrófico (la Primera Guerra Mundial) podía ser aún el garante de la desarticulación vital, en el mundo al que da forma Bolaño, propiamente hablando no ocurre nada extraordinario.
De ahí, la constatación de que la única novela formativa posible en nuestros tiempos tenga que ser novela policial. Pues como examinó magistralmente Siegfried Kracauer, las novelas de detectives sólo pudieron nacer en una sociedad donde ninguna trascendencia es garante de la articulación del sentido; y así, la figura del detective encarna la exacerbación de la conciencia científica moderna que puede dar cuenta de todo resquicio de lo real. Sin embargo, los detectives de Bolaño no encuentran nada; y el suspenso, que en la novela policiaca tradicional que se resuelve satisfactoriamente, no alcanza jamás su cumplimiento.
Que el sentido se halla roto, lo constata en un importante momento Quim Font, el loco más lúcido de la novela: “Supe entonces con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa tormenta todos nos ahogaríamos”, dice. Por ello, la única apuesta posible es el viaje, pero no aquel en el que uno se encuentra, sino en el que ratifica su extravío. Última reivindicación del Wanderer romántico, o del flâneur de la ciudad moderna, en una perpetua travesía, donde el anhelo utópico es humorísticamente desplazado una y otra vez sin anular la tristeza constitutiva de la errancia.
En 2666, sin embargo, el viaje adquiere el carácter de historia universal. Pero sólo para ratificar la imposibilidad de ésta, pues los momentos de la narración se articulan simplemente como los fragmentos inconexos de una constelación, para entrecruzarse sin recuperación ni solución alguna en la figura del escritor Benno von Archimboldi –otro viajero del siglo XX- y en la topografía distópica de Santa Teresa que, cual “oasis de horror en un desierto de aburrimiento”, como reza el epígrafe de Baudelaire que da inicio a la novela, parece concentrar el enigma del todo.
Es sabido que el título de la novela proviene de ese pasaje de Amuleto, donde Auxilio Lacouture constata que la colonia Guerrero en el Distrito Federal se parece “sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.
Y es que el enigma se revela como un olvido en “La parte de los crímenes”, basada en el libro Huesos en el desierto del recién fallecido Sergio González Rodríguez sobre los feminicidios en Ciudad Juárez. Olvido del mal, de la violencia y el horror en la historia. Olvido de las víctimas, que tan sólo aparecen en las frías descripciones de los peritos judiciales, si es que aparecen. Como si Bolaño hubiera tomado en serio la prerrogativa de Walter Benjamin de que “sólo a una sociedad redimida le es dado citar por completo su pasado”. Pues a sus ojos, la única esperanza en un campo de ruinas se configura como la narración de esa catástrofe en el recuerdo fragmentario; como el mapa sin certezas, el único posible, de ese cementerio.