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Relato. Aceite de perro

Compartimos con lectores y lectoras de La Izquierda Diario una reescritura de un cuento oscuro e inquietante de Ambroce Bierce.

Cecilia Rodríguez

Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r

Viernes 12 de julio de 2019 20:50

Las siglas de mi nombre son BB. Nací de padres honestos, en un pueblo del interior del país que tendría veinte mil habitantes y ninguna ruta. Mi papá hacía aceite de perro y mi mamá tenía una clínica al lado de la parroquia (donde, por cierto, también daba clases de catequesis).

Desde chico me enseñaron que para salir adelante había que trabajar. Así que, después de la escuela, me dedicaba a conseguirle perros a papá y, cuando ya anochecía, me encargaba de llevar hasta el río los desechos de la clínica. Esto último requería de inteligencia y sigilo: sucede que el negocio de mamá, aunque conocido, era ilegal. El tema no se había votado ni debatido en el ámbito público, simplemente era así.

El oficio de papá, naturalmente, era menos impopular. Aunque a veces los dueños de los perros lo miraban con sospecha —lo que se extendía, lamentablemente, a mí— papá tenía socios anónimos y todos los médicos de la zona prescribían lo que les gustaba denominar Canoil. Es un medicamento muy bueno, pero la mayoría de la gente no quiere hacer sacrificios personales para ayudar a los enfermos y era evidente que muchos de los perros más gordos de la ciudad tenían prohibido jugar conmigo —un hecho que me marcó de pibe y casi me empujó a hacerme pirata del asfalto.

En fin. Mirando atrás, a esos años, me siento triste y culpable por haber conducido a mis padres hasta su muerte: fui algo así como un yeta y terminé por hipotecar, con eso, todo mi futuro.

Ocurrió que una noche, mientras caminaba hacia el río para arrojar una bolsa de residuos de la clínica, un policía se cruzó en mi paso. Desde chico aprendí que no importa si un uniformado te parece simpático o pesado, amable o cruel: todos actúan igual. Así que lo evadí metiéndome en el laboratorio de papá. Dejé la puerta entreabierta para pispear si se iba. Cuando sentí sus pasos lejanos, miré alrededor y me encontré solo con mi bolsa tibia. La única luz en aquel lugar surgía del encuentro de la luna con los tanques metálicos, esos que papá dejaba cociendo toda la noche para tener el aceite terminado al otro día. Sentí el blandengue. Sentí la calidez de lo recién extraído. Me gustaba apretar las bolsas. A veces me quedaba un rato junto al río y las frotaba contra mi cuerpo: me imaginaba las manos de mamá enguantadas en látex, o las piernas abiertas de una paciente, acostada sobre la camilla.

No tuve el valor de ir hasta el río esa noche. Ya era tarde y el policía podía estar al acecho. Además noté que la bolsa empezaba a chorrear su melaza. Debía deshacerme de ella de inmediato. Abrí uno de los tanques. Me invadió la duda junto con el vapor espeso. ¿Me atrevo? Una nube fortuita pareció acosar a la luna y el laboratorio se hizo más negro. Pensé que mamá ya tendría la cena lista. Pensé que estarían esperándome, preocupados. Pensé: ¿qué diferencia puede haber?, es apenas un manojito entre decenas de perros. Ma sí. Arrojé mi carga allí y volví a casa.

Al día siguiente papá llegó frotándose las manos y anunciando que había obtenido el mejor aceite que jamás había visto. Dijo que los médicos, a los que apenas les había dado una muestra, estaban encantados, que habían aumentado los pedidos y hasta empezarían a hacerle publicidad en el diario local. Rápidamente, después de la alegría, ensombreció. No tengo idea de cómo pasó esto. A los perros les hice lo de siempre, no puedo explicar el cambio.

Con los ojos clavados en el cemento desnudo del piso, confesé. Para mi sorpresa, en vez de castigarme, papá y mamá me abrazaron, me llenaron de besos y me prometieron una bicicleta. Habían comprendido, gracias a mí, la utilidad de fusionar sus negocios. La clínica se mudó al laboratorio y yo me quedé sin trabajo: ya no tenía que conseguir perros ni que desechar los restos: todo se reciclaba.

El tiempo libre se me hizo insoportable. No me interesaba codearme con mis tontos compañeros de escuela, más preocupados por fumar a escondidas o piropear chicas que por armarse un buen futuro. Tampoco encontraba atractivo en los libros o la radio. Y ni siquiera cuando papá trajo el primer televisor me pareció ese un modo digno de pasar las horas. La catequesis y la influencia de mis padres me habían alertado contra la vagancia. Así que me puse a hacer changas: les cortaba el pasto a las vecinas, las ayudaba con los mandados o les servía de niñero para cuando querían ir a cine.

Durante unos meses el negocio fusionado de mis padres marchó de maravilla. Obtuve mi bicicleta (lo que me permitió sumar a mi currículum el oficio de repartidor de periódicos), papá puso baldosas en la cocina y arreglo las tejas, mamá se compró vestidos y perfumes que nos permitieron pasar de la última a la primera fila en las misas del domingo.

La felicidad duró poco. Los pedidos del renovado Canoil se incrementaron en tal grado que mamá ya no fue capaz de producir semejante cantidad de materia prima por métodos normales. Empezaron los experimentos y las peleas. Papá empezó a gritar cada noche. Exigía resultados, celeridad, respuestas. Mamá hacía cuentas, explicaba que no era posible, que hacía falta uno más y otro más y otro más y que los huesos y que las caderas y que mejor cortar la carne de tal modo y no sé qué más. Recuerdo de esos tiempos que me tapaba los oídos entre dos almohadas para intentar, sin éxito, dormir, y que al día siguiente ojeaba somnoliento los carteles con las fotos de embarazadas, niños y viejos desaparecidos.

Parece que en medio de conmociones y sospechas terminó por decretarse que el aceite de perro era una droga ilegal. Del Estado nacional llegaron refuerzos, gendarmes, grupos de inteligencia. Aunque no se declaró, el pueblo entero y varios aledaños se sumieron en estado de sitio. Las cosas decayeron aún más en nuestro hogar. Las peleas aumentaron. Papá se las ingenió para hacer algunas tandas nuevas pero lo agarraron con muestras y cayó preso. Hubo que vender el piano, la vajilla y las joyas de la abuela para pagar la fianza. El juicio no prosperó por falta de pruebas. Mamá se había encargado ya de trasladar el laboratorio al sótano de la parroquia.

Allí fue donde los encontraron, muertos, un domingo al mediodía. La policía determinó que se mataron mutuamente, en un intento de hacer una última tanda de Canoil. Yo me fui del pueblo para no volver.

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Cecilia Rodríguez

Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)

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