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Adiós a las certezas: el progresismo kirchnerista y la crisis del peronismo

Eduardo Castilla

DEBATES

Adiós a las certezas: el progresismo kirchnerista y la crisis del peronismo

Eduardo Castilla

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“Como si la primera traición produjera una serie compulsiva de traiciones, Fujita fue perdiendo de vista quien era”. El nervio óptico, María Gainza

Al kirchnerismo, como a todo movimiento político, lo acosa su propia historia. Activo cultor del pragmatismo, no logra eludir aquella dramática sentencia de Marx: la tradición de las generaciones muertas oprime, como pesadilla, el cerebro de los vivos. Ese pasado hoy se presenta como nostalgia; como melancolía infecunda por aquellas banderas progresistas que hizo propias y parecen deshacerse ante el vendaval reaccionario que empuja la gestión derechista que encabeza Javier Milei.

La denuncia por violencia de género de Fabiola Yañez contra Alberto Fernández define un shock para ese mundo progresista. El doble discurso de quien ocupó el sillón de Rivadavia aporta al deterioro de banderas defendidas largo tiempo. Explotada al infinito por el sistema mediático afín a la derecha, la crisis alcanza el terreno de los valores. La sobreproducción informativa esquiva cuestiones nodales: Julián Ercolini, juez de la causa, fue denostado públicamente por el ex presidente al ser descubierto en Lago Escondido, en clandestino encuentro con directivos del Grupo Clarín. ¿Tiempo de revancha?

Esa crisis del progresismo se delinea explícita. En una reciente nota publicada en Jacobin, Alejandro Kurlat reseña como la ofensiva ideológica de la derecha gobernante

puso al campo popular a la defensiva y generó también un efecto secundario muy nocivo: el surgimiento de un discurso antiprogresista al interior de los propios sectores contrarios a Milei. La figura más mediática de este discurso es la de Guillermo Moreno (...) la misma línea se replica en todo tipo de actores políticos.

El derechismo de Guillermo Moreno carece de novedad. Ex funcionario duradero de Néstor y Cristina Kirchner, siempre caminó en ese borde del armado político. Está lejos de ser el único. En las últimas dos décadas, el barniz progresista recubrió a más de un conservador.

La herencia del cinismo

En la cárceles mussolinianas, Antonio Gramsci escribió que

la muerte de las viejas ideologías se verifica como escepticismo respecto de todas las teorías y las fórmulas generales con aplicación al hecho puramente económico (beneficios, etc.), y a la política no solo realista (como lo es siempre), sino incluso cínica en su manifestaciones inmediatas” [1].

En estas tierras, la figura de Milei condensó esa agonía manifiesta del viejo sistema de ideas que encarnaba el bipartidismo de la “grieta”. Tal vez por eso, el cinismo emerge como el producto más genuino de la política oficialista actual. Se presenta al mundo celebrando las miserias a las que conduce su programa político y económico. Festeja barbarie y decadencia, mientras arruina la vida de millones.

Ese cinismo no brotó del aire. Se maceró, con fuerza, en el ciclo político previo. Halló caldo de cultivo en todas las gestiones que precedieron al experimento libertariano. Hunde sus raíces, más en general, en la crisis de una promesa: aquella que, tras la dictadura genocida, ofrecía a la democracia capitalista como garante de comer, curarse y educarse. Esa democracia de la derrota apareció como un ciclo de decepción permanente, que alentó escepticismo y apatía.

Esa declinación, es cierto, halló una pausa en los primeros años kirchneristas. Crecimiento económico y derechos humanos aparecieron anudados. En ese período –breve en términos históricos– nació la añoranza que hoy persigue a la progresía. Aquel momento empezó a desvanecerse cuando la economía –nacional e internacional– se rebeló. El kirchnerismo ofreció épica como sucedáneo. Batalló discursivamente con las corporaciones; se negó a tocar sus intereses esenciales. La casta judicial del lawfare y el Grupo Clarín salieron casi ilesos de aquellos años.

En la debacle macrista, el Frente de Todos fue presentado como “solución realista” para acercar posiciones con esos factores de poder. Como medio, también, de alcanzar la porción del electorado esquiva al kirchnerismo. Alberto Fernández fungió como símbolo de ese giro. Fue elegido por convocar aquello que el progresismo no podía poner en acto. Operador de Clarín, fue designado precisamente para tender puentes con Héctor Magnetto y la gran corporación empresaria. Hombre estrechamente ligado al (más que) opaco Poder Judicial que habita Comodoro Py, su nominación se vinculó a una pretendida capacidad de lobby en favor de quien lo nominó.

¿Qué valores podía cargar consigo? ¿Qué grado de “progresismo en sangre” podía portar el candidato electo por Cristina Kirchner? Esa duplicidad no terminó al momento del voto. Se extendió, intensamente, a lo largo de los cuatro años que conformaron la gestión frentetodista.

¿Cómo olvidar, por ejemplo, la imagen violenta de la represión desatada por Sergio Berni contra familias humildes en Guernica? “Soldado de Cristina” por decisión propia y aceptación de la entonces vicepresidenta, el ministro de Axel Kicillof también dedicaba tiempo a elogiar a Patricia Bullrich, con quien decía contar múltiples acuerdos.

Desde el llano, un porción de la base progresista eligió aceptarlo; justificarlo como recurso destinado a cubrir un “flanco derecho” del espectro electoral. Hoy el ex carapintada pasea por los medios reivindicando a Victoria Villarruel, defensora de genocidas.

Aquella dualidad discursiva halló otras muchas manifestaciones y ejemplos. Como recordó hace días nuestra compañera Andrea D’Atri, una fracción del feminismo entonces oficialista justificó el empoderamiento del gobernador anti-derechos Juan Manzur. La decisión, propuesta y defendida por la misma Cristina Kirchner, ¿no conformaba una afrenta a la lucha de las mujeres por sus derechos?

En aquel entonces, las críticas fueron eludidas. La realidad, total o parcialmente negada. Repitiendo prejuicios gastados, se acusó a la izquierda trotskista de “hacerle el juego a la derecha” por el simple motivo de decir las cosas tal como eran.

La cultura de la resignación

Es mucho más seguro encontrarse a medianoche con un fantasma exterior que toparse con ese gélido huésped, el fantasma interior. El viento comenzó a mecer la hierba, Emily Dickinson.

Horacio González afirmó alguna vez que la verdad del peronismo “era como un vacío de los que hoy habla la historia política, como núcleo de indeterminación o de indecibilidad”. [2].

Esa indecibilidad constituyó un punto nodal de la filosofía política peronista. Habilitó, desde siempre, el pragmatismo recurrente. Permitió alianzas insospechadas entre quienes se acusaban -hasta la víspera misma- de “traidores”. Su fundador razonaba esa lógica afirmando que “peronistas somos todos”. En esa sentencia epigramática unía a “retardatorios” con “apresurados”; a “ortodoxos” con “heterodoxos”. Esa melange política confundía –en tensa aleación– izquierdas y derechas, atadas por la fuerza de la Conducción, formal garante de la estrategia.

Hace dos décadas, parte significativa de la progresía hizo propia esa premisa. Asumió como único horizonte político aquello que el peronismo gobernante -condensado en el kirchnerismo- decidiera proponer. Accedió a integrar un conglomerado que incluía a los siempre turbios intendentes del Conurbano bonaerense; a los eternizados señores feudales que ocupaban el Poder Ejecutivo en provincias; a las –tan millonarias como cuestionadas– cúpulas sindicales burocráticas, patentizadas en figuras como Andrés Rodríguez, Gerardo Martínez o los hermanos Rodolfo y Héctor Daer. Esta estructura político-social constituyó la verdad del kirchnerismo. Desde la cúpula del poder estatal, el relato progresista derramaba cobertura sobre aquellos aparatos que –junto al accionar de las fuerzas de seguridad– conformaban el núcleo real de la gestión estatal.

Extendiendo al presente esa trayectoria, en la gestión del Frente de Todos, la base progresista admitió compromisos ideológicos que encenagaban sus propias banderas. Asumió la defensa de un acuerdo anti-nacional y anti-popular celebrado por el Gobierno con el FMI. Aceptó las sucesivas capitulaciones ante el poder en nombre de “la relación de fuerzas”. Justificó un duro ajuste económico bajo la premisa del malmenor. Toleró el empobrecimiento obrero y popular, en aras de “no hacer el juego a la derecha”. Arrió banderas ambientalistas para facilitar el rumbo extractivista que caminaba la gestión gubernamental [3]. Bajo ese sistema de apotegmas, el pueblo progresista justificó a los Berni, los Insfrán y los Manzur: se convirtió en una máquina de tragar sapos [4].

En ese devenir oficialista, la progresía fue incapaz de ver el abismo que se abría entre fracciones de masas y el peronismo gobernante. Arrinconado en la lógica malmenorista, se negó a contemplar el avance del oleaje derechizante que –confundiendo banderas progresistas y catástrofe económica– potenciaba sentidos comunes reaccionarios preexistentes.

De memorias y certezas

Rastrillando debates, en Melancolía de izquierda Enzo Traverso rememora el cimbronazo que la caída del Muro de Berlín constituyó para las ideas comunistas. Las esquirlas del estallido nos alcanzan aún. Cargan, claramente, menor fuerza: desde el derrumbe de Lehman Brothers –década y media atrás– el capitalismo mundial aparece como poco o nada exitoso.

En aquel texto, el intelectual italiano remitía a una crisis de coordenadas; a un no lugar entre las relativas certezas del pasado y los imprevisibles senderos del futuro. Daño global a las ideas socialistas y revolucionarias, la crisis no incidió del mismo modo en las diversas corrientes marxistas. 1989 fue el año del caos: las burocracias estatales –stalinistas y maoístas– avanzaron a garantes activas de la restauración capitalista en los Estados Obreros existentes. Por abajo, en la militancia política, se impuso el desaliento y el escepticismo. La conclusión –errónea e impotente– fue la imposibilidad de la revolución; la eternidad de la democracia capitalista.

El trotskismo tuvo sus tormentas. Con multiplicidad de aristas y tensiones, fracciones de ese movimiento sostuvimos globalmente el legado planteado por Trotsky. Manteniendo en alto las banderas de la lucha por la revolución socialista internacional; la independencia política de la clase trabajadora y la pelea por la democracia soviética contra las diversas burocracias totalitarias que hablaron en nombre del “socialismo real”.

Hoy, en su propio sistema de ideas, al progresismo vernáculo le asiste una crisis similar a aquella que describe Traverso. Las catástrofes del presente difuminan y desdibujan las certidumbres del pasado; convierten en polvo las seguridades sobre las que se anclaban convicción y discursos. Ante el dramático escenario, la progresía kirchnerista busca un nuevo sistema de coordenadas que permita reafirmar identidades. Carece, por el momento, de respuestas a la altura de su desesperanza. Pareciera, aún, no interrogarse mucho sobre aquellas certezas pasadas.

En Argentina, mirando las últimas décadas, su crisis atiende a la aceptación –resignada por momentos– de aquella estrategia que propuso el peronismo kirchnerista: la administración estatal regulada del capitalismo dependiente como vía de atenuación de las desigualdades. El “Estado presente” fue la figura retórica esencial de esa orientación.

Bajo esa perspectiva acotada, cada bandera progresista se fue deshilvanando en ese mar de imposibilidades que anida en el capitalismo. Las peleas ambientales chocaron contra la voracidad capitalista que destruye el planeta en incesante persecución del lucro. Los reclamos por las libertades democráticas; contra la represión social que consagra el gatillo fácil y los intentos de reconciliar a la sociedad con las FF. AA. herederas del genocidio. La defensa de la soberanía nacional; contra la subordinación pactada con el FMI y el gran capital financiero internacional. Las luchas por los derechos de las mujeres; contra la rígida sociedad entre capitalismo y patriarcado.

Esa crisis de los valores progresistas está lejos de ser un fenómeno local. La emergencia y la ofensiva ideológica de la derecha reaccionaria en todo el mundo expresa similares contradicciones. En las últimas décadas, el llamado neoliberalismo progresista operó uniendo las agendas feministas, LGTBI o anti-racistas a las políticas económicas neoliberales. El fracaso de estas aportó a la erosión de las primeras ante los ojos de millones. La resultante es una creciente polarización política, que opera mayormente a derecha, pero halla también manifestaciones a izquierda. Recibiendo golpes desde los extremos, la corrección política progresista corre a refugiarse en la nostalgia.

Cierre provisorio: incluye spoilers

Hacia el final de El Sol del porvenir, Nanni Moretti, actor y director, escapa a un acoso: el de la muerte. Probándose la falsa soga que un falso comunista italiano usará para un falso suicidio... se decide por la vida. Corren los últimos meses de 1956; la burocracia stalinista de la URSS aplasta violentamente la revolución política desatada en Hungría. El dirigente stalinista italiano (su personaje) se debate entre justificar la represión contrarrevolucionaria o el suicidio. Decide un tercer rumbo: romper con el cinismo de su propia corriente política; vivir para aplaudir y apoyar a los heroicos obreros húngaros alzados en rebelión.

El comunismo stalinista que Moretti censura fue el del doble discurso; el que proclamaba la lucha por el socialismo mientras traicionaba o aplastaba revoluciones. En el cierre de la película, el director italiano convoca a confrontar ese cinismo; lo hace invocando la figura de León Trotsky. No resulta accidental. A lo largo de su historia, el trotskismo emplaza al combate contra todas las formas de opresión; incluidas aquellas nacidas entre las deformaciones burocráticas del socialismo. Continuado las tradiciones del marxismo revolucionario, hace suyas las banderas de la lucha antiimperialista, anti-racista y anti-patriarcal. Hoy asume también la activa pelea contra la destrucción ambiental a la que conduce la dominación capitalista.

En un mundo conmovido por las guerras, genocidios y hambrunas que empuja el propio capital, las banderas progresistas solo pueden desplegarse con plenitud a condición de cuestionar ese orden social en crisis. Las peleas contra el racismo, la opresión de género o el colonialismo no pueden escindirse del combate a un sistema que las refuerza cotidianamente.

Si la base progresista en crisis quiere articular un nuevo sistema de coordenadas, está obligada a mirar más allá de los umbrales que impone la propiedad privada capitalista. A prefigurar otro futuro, que convierta en pasado la dominación social y política que –celoso garante de su poder– ejerce el gran empresariado. En Argentina, entre otras cosas, eso implica superar políticamente al peronismo. Dejar atrás la estrategia que propone administrar un capitalismo en constante declinación.

Hoy, en modo presente, ese peronismo no tiene un programa alternativo al esquema económico dominante. Internado en sus propias internas, ofrenda versiones suavizadas o “gradualistas” del plan de ajuste que Milei y el FMI imponen. En el terreno ideológico, sus alegatos no resultan más atrayentes. Apadrinados desde Roma por el papa Francisco, sus diversas alas encienden discursos contra el feminismo y los valores progresistas. La presencia permanente de Guillermo Moreno en el sistema de medios afín funciona como índice de ese estado de cosas. Ese conservadurismo ideológico halla correspondencia en el terreno social. La CGT, las CTA y las organizaciones de ese espacio garantizan tregua y quietud frente a la avanzada del poder político y económico. Los aparatos de poder sindical y social que negociaron con Macri y no enfrentaron el ajuste del Frente de Todos, hoy operan de manera cómplice, paralizando la resistencia contra Milei.

La historia ilustra: grandes conquistas sociales y derechos se arrancan en las calles. En la Argentina reciente, el derecho al aborto fue logrado por una masiva marea verde, que inundó reiteradamente las calles. En esa fuerza del abajo en movimiento se cifra la esperanza de una transformación profunda de la sociedad. Esa labor requiere necesariamente organización. Implica hacer converger múltiples batallas en un combate común contra la sociedad capitalista. En ese camino resulta fundamental apostar al desarrollo de una izquierda de la clase trabajadora y socialista que actúe diariamente como palanca de esa guerra. Que en cada lugar de trabajo, de estudio o en cada barriada, aliente esa perspectiva anticapitalista y socialista como salida de fondo. El PTS-Frente de Izquierda apuesta estratégicamente a esa construcción.

El sol del porvenir solo puede brillar plenamente en una sociedad libre de toda explotación, toda opresión y toda forma de cinismo. Es la batalla del presente y del futuro.


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NOTAS AL PIE

[1Antonio Gramsci, Antología, Volumen 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, p. 314.

[2Horacio González, José Pablo Feinmann, Historia y pasión. La voluntad de pensarlo todo, Planeta, Buenos Aires, 2013, pp 151-152.

[3El peronismo gobernante tuvo vocación extractivista desde siempre: basta recordar el veto a la Ley de Glaciares –firmado por la misma Cristina Kirchner– o las numerosas represiones a las protestas ambientalistas en provincias gobernadas por esa fuerza política.

[4Esa orientación estratégica hacia el malmenor acaba de ser nuevamente defendida por Juan Grabois. El dirigente político dijo hace pocos días que “volvería a votar” a Scioli, Alberto Fernández y Massa porque la alternativa era la derecha.
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Eduardo Castilla

X: @castillaeduardo
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.