Adriana Meyer es Licenciada en Ciencias de la Comunicación, docente universitaria (UBA) y periodista. Escribió "Desaparecer en democracia, cuatro décadas de desapariciones forzadas en Argentina" (Marea 2021).
Viernes 24 de junio de 2022 00:00
Foto original, Leandro Teysseire.
¿Cuál es tu lectura sobre aquel 26 de Junio de 2002? ¿Por qué el Gobierno mandó a reprimir?
Luego de un repaso por todo lo dicho y publicado luego de aquel episodio bisagra en nuestra historia queda en evidencia un escenario en el cual la debilidad de origen del presidente provisional Eduardo Duhalde, tanto en el frente interno como en el externo, pretendía ser revertida por él y sus funcionarios. En un país que todavía se sacudía por los ecos del estallido de diciembre de 2001, atravesando el ahorcamiento que implicaba la devaluación, los medios publicaron que el FMI no negociaría con Argentina porque veía a un presidente débil. En tanto, en las calles la ebullición crecía en asambleas y movimientos de desocupados. La antesala de la masacre fueron reuniones con los jefes de todas las fuerzas de seguridad para implementar acciones represivas de los cortes, y declaraciones de los integrantes del gabinete, desde Carlos Ruckauf avisando que no le temblaría el pulso para volver a firmar un decreto de aniquilamiento de la subversión (como había hecho para Isabel Martínez de Perón) hasta Alfredo Atanasof diciendo que las protestas serían tomadas como declaraciones de guerra por parte de los manifestantes. La demonización de los piqueteros estaba en marcha, incluso con la infiltración de sus reuniones para el armado de una denuncia penal en su contra, acusándolos de sedición y atentado contra la democracia. El plan era imputarlos por un supuesto (e inventado) intento de toma del poder, mostrarlos como violentos por la quema del colectivo sobre avenida Mitre el día de la masacre, y finalmente instalar que se habían `matado entre ellos’ en la estación. Las fotos de Sergio Kowalewsi de lo que realmente había pasado ahí que publicamos en Página12 –a instancia mía a través de les abogades María del Carmen Verdú y Sergio Smietnianski–, más las que tenía Clarín de Pepe Mateos y publicó recién dos días después, impidieron que se instalara la maniobra, en un mundo en el que aún no había redes sociales.
Darío Santillán y Maximiliano Kosteki fueron fusilados por los policías de la Bonaerense Alfredo Fanchiotti y Alejandro Acosta con balas de plomo. El objetivo nunca fue dispersar la manifestación, hubo una cacería de militantes que se extendió por horas por las calles de Avellaneda. Buscaron matar para mostrar que los piqueteros se disputaban entre ellos qué sector daría el golpe a Duhalde. Los berretas informes de inteligencia los ubicaban en contacto con las FARC, el demonio al que apelan cada vez que buscan criminalizar la protesta social (supuestamente Santiago Maldonado también era guerrillero de Colombia).
En definitiva, el nivel de conflictividad había aumentado a tal punto que ponía en jaque el interinato del duhaldismo y “el Cabezón” pensó que la única respuesta posible era la represiva. El montaje incluyó la participación de “grupos de tareas” integrados por personal policial retirado o fuera de servicio, otros vestidos de civil; y los disparos de Infantería dentro de la estación minutos antes del fusilamiento de Darío y Maxi, que fueron la puesta en escena sonora del “se mataron entre ellos”, aunque nunca fue encontrada arma alguna entre los piqueteros así como ningún herido de bala entre los efectivos.
Aquel 26 de junio fue una jornada de lucha y cortes en todo el país, y las cuatro organizaciones que marchaban –los movimientos de Trabajadores Desocupados que integraban la Coordinadora Aníbal Verón, el Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados, Barrios de Pie y el Bloque Piquetero– exigían volver a cobrar los planes de empleo, el aumento de los subsidios de 150 a 300 pesos, la implementación de un plan alimentario bajo gestión de los desocupados, insumos para escuelas y centros de salud en los barrios, el desprocesamiento de los luchadores sociales y el fin de la represión. La fábrica de cerámicos Zanon, ocupada y puesta a producir bajo gestión obrera en esos meses, estaba con una amenaza de desalojo, cual espada de Damocles sobre los compañeros ceramistas que habían protagonizado la toma, de modo que agregaron una declaración de solidaridad con los neuquinos.
Después de 20 años, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki permanecen en la memoria popular. ¿Por qué te parece que sucede?
Creo que confluyen varios factores. En primer lugar las personalidades de ellos, su militancia 24/7 en los barrios más golpeados del conurbano y la tarea de difusión que se dieron sus compañeros incluso con la publicación de un libro emblemático escrito por el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón. Alberto Santillán suele decir que su hijo no tuvo hijos pero dejó muchos hijos que emularon su lucha y su causa. Más allá de las rupturas internas, esos movimientos continuaron desarrollando una tarea territorial tributaria de la memoria de los dos jóvenes. Y eso los coloca en un lugar principal de la memoria popular. Sin embargo, cuando le pregunto a mis alumnos sobre ellos muy pocos pueden responder quiénes fueron. Considero que Darío y Maxi son emblemas para un sector que reivindicamos sus ideas y, aún con diferencias o matices, también su práctica militante. Pero nos falta instalarlo en la memoria colectiva más amplia, para que algún día figuren en los libros de historia, la historia que nos debemos aunque no ganemos.
¿Por qué crees que no aún no han sido condenados los responsables políticos?
Básicamente los autores intelectuales de la masacre de Avellaneda permanecen impunes porque el sistema político y judicial así lo estableció. Tanto es así que varios de ellos fueron o son funcionarios del gabinete del presidente Alberto Fernández. Al ex gobernador bonaerense Felipe Solá, ex canciller de este gobierno, le preguntaron una vez cómo hacía para mantenerse siempre en el poder. “Hay que hacerse el boludo”, respondió. Pues vaya método, que no sería suficiente sin la protección de sus pares durante décadas. Conozco bastante el expediente que tiene la justicia federal, hay muchas pruebas de todo tipo pero en 2015 lo habían archivado porque, supuestamente, ninguna de ellas revestía peso penal para imputar a Duhalde y sus amigos. Se trata de una apuesta jurídica muy interesante, en general los procesos por las responsabilidades políticas no prosperan, por caso Fuentealba II y Diciembre de 2001. Por la presión de la militancia del Frente Popular Darío Santillán, que conformó una comisión investigadora independiente, el juez federal Ariel Lijo la reabrió, y han declarado varios testigos dando cuenta del plan político para demonizar al movimiento piquetero y encarcelar eventualmente a un puñado de ellos. Pero nada hace prever que alguna vez haya algún ex funcionario imputado. Sería un precedente insoportable para el poder político, que siempre guarda como as en la manga la posibilidad de disciplinar la protesta social a sangre y fuego.
¿Qué papel tuvieron los medios en dar cuenta de aquellos sucesos? ¿Qué rol juegan hoy frente al conflicto social?
A nivel político es muy interesante que justo a veinte años de este episodio histórico del movimiento popular, varios sectores estén haciendo campaña para demonizar a los piqueteros de hoy. Triste país es este en el que se repite aquello que llevó a tragedias. Y lo más desconsolador es que hoy los medios juegan exactamente el mismo rol que tuvieron en la cobertura de aquella brutal represión: estigmatización de las víctimas, repetición de la versión oficial sin verificación de fuentes, campaña de demonización acorde a los intereses del gobierno de turno o del poder económico concentrado. Los compañeros de Darío y Maxi hicieron una infografía excelente sobre la planificación de la masacre, y entre los políticos sentaron a la mesa ubicaron al empresario Daniel Hadad, porque sus medios fueron los primeros en difundir el “se mataron entre ellos”. El relato de los piqueteros en las radios analizando la mentirosa tapa de Clarín, en medio del velorio de Darío, y la tapa de Página12 del 28 de junio con toda la secuencia fotográfica del fusilamiento pudieron dar vuelta la operación de prensa. Otra hubiera sido la historia si los jefes de la cronista Laura Vales no le hubieran creído el 26, cuando volvió a la redacción y dijo que había sido una “cacería de militantes”. La foto de Pablo Piovano con los uniformados pateando la puerta del local de Izquierda Unida, donde balearon en la cabeza a quemarropa a Mariano Benítez, también colaboró a hacer caer la maniobra oficial. A veinte años, la sangre de los piqueteros no logró conmover a esos conductores que se dicen progresistas pero que insisten en que “hay que buscar una alternativa” de protesta, cuando imaginan que si el piquete cortó su ruta habitual será más largo su regreso a casa.
En el contexto de la crisis económica y social actual, frente al aumento de la informalidad y el fenómeno de trabajadores pobres, ¿qué experiencias aporta la lucha de los movimientos sociales?
Aún con las críticas metodológicas que pudiéramos hacerles, esos movimientos permiten que al menos en la lucha quienes más padecen no sientan que también les arrebatan la dignidad. Incluso con una variante, el crecimiento de la militancia antirrepresiva a la luz de las sucesivas represiones que se cargan la vida de sus compañeros. Ellos siguen marcando el camino en todas las provincias cuando vuelven a colocar su escenario en las calles y rutas. La memoria de sus caídos y el recambio generacional entre sus filas siguen siendo el factor necesario de presión para que sus demandas sean escuchadas y, en alguna medida, atendidas. En tanto, quienes tienen empleo pero siguen siendo pobres se enfrentan al dilema de superar a las conducciones burocráticas de sus sindicatos, que negocian paritarias a la baja con total pudor aún con la inflación que no para de crecer, y crear organizaciones nuevas y combativas. En este sentido, el gran legado de las luchas de Darío y Maxi fue su independencia de acción y pensamiento respecto de los poderes de cualquier índole, esa terquedad y ejercicio de principios que les daba alergia al acercarse a los despachos de los palacios.
Básicamente los autores intelectuales de la masacre de Avellaneda permanecen impunes porque el sistema político y judicial así lo estableció. Tanto es así que varios de ellos fueron o son funcionarios del gabinete del presidente Alberto Fernández.
Acerca de la entrevistada
Adriana Meyer nació en Miramar en 1970. Licenciada en Ciencias de la Comunicación y docente universitaria (UBA), es actualmente redactora en la sección Política del diario Página/12, y como columnista de Justicia y Sociedad acompaña a Eduardo Aliverti en radio La Red. Colabora en La Izquierda Diario, y en las revistas Cítrica y Acción, entre otros medios. Escribió Desaparecer en democracia, cuatro décadas de desapariciones forzadas en Argentina (Marea 2021) y el prólogo del libro de Miguel Graziano, En el cielo nos vemos, la historia de Jorge Julio López.