Reseña de una novela que se mete con la intimidad y la historia de una mujer de fines de siglo XX.
Pablo Minini @MininiPablo
Viernes 18 de octubre de 2019 19:21
Cortázar decía dos cosas.
Primero, que un cuento es una fotografía de un momento en la cual lo más interesante es lo que sucede alrededor y no vemos. Parecido a lo que decía Hemingway sobre el iceberg: la historia que mostramos es sólo el diez por ciento, debajo de la superficie está todo lo que soporta a esa historia.
Segundo, que una novela es un match de box que se gana por puntos: uno va llevando al lector por el ring, sumando puntos a través de la técnica, golpe a golpe, hasta que cuando toca el final el autor ha ganado por la fuerza arrolladora de la historia. Lo oponía al cuento, que se gana por knock out con un golpe certero.
Álbum de familia, de Renate Dorrestein, tiene lo mejor de los cuentos y lo mejor de las novelas.
Nacida en Holanda, periodista de oficio, Dorrestein elige la metáfora de la fotografía para contar un drama que tiene todos los elementos de un momento terrible y de una historia de horrores.
Ellen llevó una vida que los editores bienpensantes del libro en su edición castellana tildan de promiscua. Una mujer de treinta y pico que quedó embarazada y no sabe quién es el padre. Pero la novela nos da otra pauta que nos permite pensar en algo más complejo que la simple promiscuidad: Ellen ha ido escapando a la idea de familia a lo largo de toda su vida y ha usado su sexualidad como una forma de negar cualquier compromiso con una vida aceptable socialmente de casa, esposo, niños, perro, jardín. Ellen ha escapado toda su vida de una familia tal como era la suya propia. Familia de Ámsterdam, acomodada, numerosa, a todas vistas feliz. Y con perro y jardín.
Hasta que en un momento un embarazo no esperado ni deseado la obliga a confrontarse con su propia historia. Abandona lo que fue su vida hasta entonces y regresa a la casa paterna, abandonada desde hace años. Hay un médico que la acompaña y una mujer madre inmigrante que se queda en su casa para cuidarla. Y a la vez incomodarla.
Ya que va a ser madre quiere volver a la casa de su infancia para desandar el camino de todo lo que salió mal, para no repetir la historia. Y se sirve de un álbum familiar para reconstruir el momento en que todo se destruyó.
Dorrestein construye dos frescos, dos momentos que dialogan entre sí bajo la mirada de Ellen. Los setentas y una familia de padre, madre, cinco hermanos que a vista de todos parecía feliz y, en alguna medida, lo era. Pero que en su seno albergaba el germen de algo que fue creciendo hasta que de entre la vida tranquila y sin sobresaltos hizo nacer la muerte y el desamparo.
Los noventas y el momento en que Helen se encuentra sola, mirando los rostros de toda su familia muerta.
El paso de una niñez sin sobresaltos a una adultez destruida por causas que nunca se conocen hasta el final. Nos queda la posibilidad de hacer teorías, suposiciones, las mismas que hace Ellen y la gente que asistió al drama. Pero la verdad última se cuenta a medias, nunca sabemos qué sucede más allá de los bordes de esas fotos que Ellen repasa una y otra vez. Dorrestein construye una historia de ritmos manejados con sutileza, con un tiempo que avanza lento pero impetuoso e imparable. Un relato que nos va ganando a fuerza de técnica y puntos pero que termina con un knock out tan contundente y oportuno que nos vence irreparablemente. Compartimos con Ellen el dolor del golpe de gracia.
La autora elige una historia íntima y en una sociedad estable (hasta donde alcanzamos a ver) para llevarnos de la mano de Ellen desde la vida hacia la muerte y de ahí nuevamente a la vida.
La novela es una pregunta sobre la maternidad, sobre la feminidad, sobre el amor, preguntas que nunca tienen respuesta en la historia. Historias de gente que, como diría Machado, “viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra”.