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Red Internacional
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CUENTO. Alicia en el país de los vientos

En tiempos de pandemia en que todos soñamos un poco raro, quise transformar esas pesadillas en algo productivo. Mi mente trajo estas imágenes, y decidí ordenarlas.

Lunes 4 de mayo de 2020 17:23

Pasarme con el colectivo muchas cuadras, mi amiga ya bajó antes, no puedo recordar dónde. Creo que la perdí. Le pido al chofer que me deje bajar, no sé dónde estoy, pero a él lo conozco. Fuimos novios, parece, porque pienso en él en otras circunstancias, miro sus manos en el volante y lo recuerdo. Tiene el cabello oscuro, parece que es alguien a quien amé, porque me bajo y le digo: “chau, vida” muy familiarmente.

Ahora a buscar a Irene, que dejé, veinte o treinta cuadras atrás, pienso en el lugar donde iremos a merendar, pienso qué bueno que me bajé del colectivo porque el chofer seguirá su recorrido y yo el mío, claramente. Camino y cada cuadra tiene una apariencia distinta, a veces son arboladas, otras, son calles de tierra. Hay pibes jugando a las bolitas, hay mujeres protestando en las esquinas, veo a una mujer que conozco de hace muchos años, nos saludamos. Sigo, me parece ver a Irene que viene caminando, vestida de azul, pero cuando se acerca, no es ella. ¿Tan lejos se quedó? Intento llamarla, pero lo que tengo en la mano y creo que es un celular, no es. No sé lo que es, pero no me estaría sirviendo como celular.

Llego al final de la calle, no hay más calle, no hay más nada, sólo un agujero, como la entrada a una cueva, pero hay arena debajo. Soy Alicia, y debo deslizarme por la piedra. Sopla un viento fuerte, muy fresco, huele a sal, a pájaros marinos. Me asomo como por un balcón en la roca. Irene no está, Alguien me conversa pero no es Irene. Veo por el balcón un mar, de aguas sucias, un mar revuelto, arena y barro. Digo: “¿qué es esto?”

Hay gente en harapos en la orilla, gente marrón, sepia, las olas los mecen, no sé si están vivos o muertos, pero las olas los mecen.

Pienso que no sé cómo llegué ahí, pero si giro, hay otro balcón donde asomarme. Me gusta la idea, la posibilidad de tener otro balcón.

Organizo mi sueño, como un texto: dejo atrás al chofer de colectivo, sus brazos velludos, sus manos que una vez. Dejo atrás a Irene pero creo que es su voz la que oigo entre el sonido de gaviotas y las demás voces, Irene de azul.

Dejo atrás la entrada a ese corredor de viento, a ese mar revuelto que nace en mi madrugada de pandemia y ahora el teclado mece los cuerpos, si quiero, les pongo zapatos o no, los sumerjo, el teclado incorpora peces, luego los deja a su suerte.
Organizo el texto y giro, me corro de balcón, ahora hay otro mar, se ve el agua verde azul, las olas mansas, no hay gente, el sol en las rocas. Todo el tiempo me repito que soy yo, que estoy trepada a ese balcón. No veo mis pies, que deben estar a un extremo de la cama. Pienso que no me voy a caer porque mi gato me sostiene las piernas.

El chofer del colectivo me miró cuando le dije que quería bajarme, dijo algo sobre una calle. Me dio una indicación. Creo que no supo más de mí, ni de los dos mares que encontró Alicia en el país de los vientos.

Hay gente en harapos, sepia y sin sol, y otros mares. Es la hora de despertarme, es la hora del té.

El teclado me hará girar hacia otros balcones.