Hoy domingo 12 la película de Santiago Mitre, co-guionada con Mariano Llinás, y que trata del Juicio a las juntas militares tras la caída de la última dictadura argentina, competirá por una estatuilla de “la Academia” norteamericana de cine. El punto más interesante son los debates que la película trae, aunque el carruaje del éxito tiende a dejarlos atrás de una nube de polvo. Este artículo vuelve sobre algunos de ellos, que tratamos en una reseña a días de su estreno.
Argentina, 1985, viene de ganar el Globo de Oro por Mejor película de habla no inglesa y el premio Goya a Mejor Película Iberoamericana en 2023, y de recibir en 2022 el Premio a la elección del público en el Festival de San Sebastián y dos en el Festival de Cine de Venecia. Hace unas semanas, Lionel Messi, subió una historia a Instagram felicitando a Ricardo Darín y elogiándola: "Qué gran película Argentina, 1985. Nominada al Oscar, vamos por el tercero", en referencia a las dos películas nacionales que ganaron antes ese premio, La historia oficial (1985, Luis Puenzo) y El secreto de sus ojos (2009, Juan José Campanella).
Desde la altura espectacular del capitán de la selección argentina para abajo, las manifestaciones de apoyo pasaron por otras estrellas cinematográficas, como Pedro Pascal, el actor chileno de Games of Thrones y The Last of Us (HBO), y El mandaloriano (Disney+), que recordó al recomendarla el exilio de su familia por la dictadura de Pinochet. O Salma Hayek, la actriz mexicana que también le deseó suerte a Darín y a Victoria Alonso, la argentina que es una de las productoras de la película (junto a Axel Kuschevatzky), y a su vez nada menos que vicepresidenta ejecutiva de producción en Marvel Studios. También el cantante Ricky Martin agitó: “¿Ya la vieron? Gran actuación, nominada al Oscar”.
Y la película fue bien recibida en todos los ámbitos, como fenómeno de público en los cines, por plataformas y en funciones especiales. Sin embargo, lo interesante no es que esto suceda con un “tanque cinematográfico” de entretenimiento masivo; sino que lo sea con uno que trata de historia argentina y que se considera “político”. Definición problemática, pero en la cual puede englobarse la película en base a la intención de sus realizadores. “Una película necesaria” ha sido la definición en la que coincidieron desde su estreno la mayoría de las reseñas y críticas (por derecha y por izquierda) y que se volvió un sentido común.
Mientras tanto, en el ámbito del cine o de las proyecciones con integrantes de organismos de DD. HH. o de la izquierda se asiste a intercambios que se alejan, por suerte, de opiniones puramente celebratorias que aparecen exageradas en algunos medios progresistas. Por ejemplo, en la revista Jacobin Latinoamérica, que publicó hace unos días una entrevista a Santiago Mitre, cuyas respuestas son interesantes, pero donde las preguntas deben haberlo ruborizado. El entrevistador introduce a la nota planteando sin más que “La apasionante obra maestra de Mitre, de dos horas y veinte minutos de duración, probablemente sea el mejor largometraje político desde Z, de Costa-Gavras, de 1969”. Para luego abrir preguntas con afirmaciones como que “El alegato final del fiscal Julio César Strassera al final de Argentina, 1985 es el mejor discurso antifascista que se ha visto en el cine desde el gran final de Charlie Chaplin en El gran dictador, de 1940.” Uno piensa que debería ser más cauto aunque le guste la película.
Quitando el brillo de las nominaciones, los intercambios más interesantes que se fueron dando desde su estreno podrían agruparse en tres grandes temas cruzados. El primero es sobre los alcances del sentido progresista de la película en la realidad política actual. El segundo trata sobre “las omisiones”, o decisiones, el recorte de la historia por parte de los realizadores. Mientras el tercero, más específico y problemático, trata sobre las relaciones entre forma y contenido en una película histórica nacional (y la injerencia de las plataformas de streaming).
Conjurar demonios
Respecto del primero de estos ejes el intercambio es concreto: ¿cuál es la relación de la película con la “teoría de los dos demonios”?, la base conceptual del Nunca más escrita por Ernesto Sábato y solventada por el alfoninismo, concepción según la cual la violencia y el terrorismo de Estado perpetrados por las Fuerzas Armadas durante la dictadura cívico-militar-eclesiástica luego de 1976 son equiparables con los actos de violencia de las organizaciones guerrilleras. Esta es una teoría fundadora de la transición democrática argentina. Las opiniones más trasnochadas sobre Argentina, 1985, refieren en soledad que “esa teoría ya tiene su película”, aludiendo en especial al lugar central que tiene en ella el alegato de Strassera.
Para recordar, esta teoría se expresa en el alegato cuando el fiscal caracteriza (en referencia a los diversos procesos de lucha que se daban antes del golpe y que incluían organizaciones armadas) que “El cuadro de violencia era imperante en el país” cuando las FFAA decidieron tomar por asalto el poder. Y plantea que “este golpe que se dio desde el Estado a la guerrilla subversiva” terminó desatando una violencia que califica de “feroz, clandestina y cobarde.” Mientras, en el mismo sentido de “equiparar violencias”, más adelante dirá que “los guerrilleros secuestraban y mataban ¿y qué hizo el estado para combatirlos? secuestrar, torturar y matar en una escala infinitamente mayor y lo que es más grave, al margen de todo orden jurídico…”
A propósito de este tema, el sociólogo Leandro Germán escribió en “Algunos apuntes sobre Argentina, 1985, que “como ha señalado el sociólogo Daniel Feierstein, hay que distinguir los efectos buscados por la teoría de los dos demonios en su versión original de los perseguidos en el revival de los últimos años. La teoría de los dos demonios aparece en la película en un único momento (...) en las palabras iniciales del alegato de Strassera…”, pero, según su análisis, su comprensión habría sufrido un cambio que tendría que ver con que “ya en la formulación original de la teoría hay un lugar reservado y destacadísimo para la idea de la desproporción entre las dos violencias”, lo que permitiría de alguna manera en la actualidad darle más peso a la imagen de la represión estatal que a la imagen del “terrorismo” de las organizaciones armadas.
Este punto de vista es una buena fotografía del presente, pero lo cierto es que habría que tomar en cuenta que en tanto no existe lucha de clases abierta en Argentina para acusar de violentos a los movilizados, esa mirada puede permanecer en la oscuridad de una sala de cine, pero bien podría reavivarse si existe un desafío real al monopolio de la violencia por parte del Estado. Agitaciones mediáticas en ese sentido podemos verlas cotidianamente.
Tiene razón igualmente Germán al decir: “Como sea, una película puede permitirse licencias, pero no sobre la letra de un alegato histórico. El alegato fue el que fue. De ahí a decir ‘La teoría de los dos demonios ya tiene su película’ media un abismo, y un abismo que es de miopía”.
A propósito de la transición democrática, Mitre ha declarado abiertamente (y con el paso del tiempo más firmemente) de que la película pretende “hablar directamente a las generaciones más jóvenes, que desconocen lo difícil que fue volver de la dictadura” (en Argentina) y lo importante que es “defender la democracia atacada en varias partes del mundo”. También la productora Victoria Alonso dijo que quería “dejarle a (su) hija y a la juventud argentina, un capítulo donde dejemos de decir ‘de eso no se habla’”.
En este sentido, como se ha señalado en diferentes críticas, Argentina, 1985 podría ser tranquilamente una película de los años 80, de “transición democrática”, escribí en su momento, donde su mayor distancia con esa época consiste en los rasgos de humor que utiliza. En la llamada “recuperación democrática”, el paso de “la sociedad argentina” por la violencia y las armas de la dictadura (y por la derrota de Malvinas) había logrado que “la sociedad argentina” tuviera otra actitud ante la violencia y las armas. Y los productos culturales daban cuenta de ese “cambio cultural” conquistado por la fuerza, como el documental La república perdida (1983, Miguel Pérez) y las ficciones fundadoras: La historia oficial (1985, Luis Puenzo), La noche de los lápices (1986, Héctor Olivera) y Los chicos de la guerra (1984, Bebe Kamin), que producirán esa nueva imagen, cuyo molde no ha sido roto.
Tratando el mismo tema Nicolás Prividera, crítico afilado de la película de Mitre y de los gritos de cancha que genera al estilo “¡Argentina, Argentina!”, le augura al film “un destino de clásico escolar” que estaría logrando “el mismo efecto que tuvo La noche de los lápices: darle visibilidad a lo que no lo había tenido” ya que el juicio nunca fue emitido por TV, solo salía por radio y notas de diarios. Nunca se vio realmente, ya que “la democracia” lo ocultó como parte de la impunidad inmediata posterior. Pero en este renovado interés del cine argentino por la historia, “no pueden dejar de resonarnos con fuerza inusitada las palabras con que Moreno Ocampo, frente al periodista mediático Neustadt (señalado como el “ministro de propaganda de la dictadura”), resume los acuerdos básicos de la democracia en la generalizada condena de la “violencia política”.
Y cita a Fogwill para decir que este “... no se cansó de recordar que hablar solo de ‘dictadura militar’ fue una de las persistentes herencias culturales del Proceso (hasta en La historia oficial se hablaba de la complicidad civil, luego elidida hasta en las películas). Y también la condena de toda “violencia” no deja de ser otra herencia del Proceso: como decía Eduardo Grüner, “nunca más” puede ser leído como una promesa o una amenaza…”.
Entonces la definición inestable podría ser la siguiente: la película de Mitre y Llinás no rompe ese molde imaginario (y no veo razones por la cual exigirles a los autores que hagan otra cosa que lo que ha dictado su trayectoria fílmica y sus simpatías políticas). Pero al mismo tiempo, como escribí en la reseña inicial a Argentina, 1985, “es una película importante en un contexto donde la derecha negacionista y los sectores ultraconservadores avanzaron, donde el Falcon verde se convirtió en un meme y personajes como Javier Milei niegan el número de desaparecidos”. Podríamos decir: “Sí, la película es el Nunca Más en tiempos de tiktokers y negacionistas” con todo lo que eso implica; pero el resultado final de los debates de contenido que esto abre en las nuevas generaciones no se definirá en los cines, sino en la calle y la organización de las luchas sociales y políticas en el próximo período. Ahí es donde se podría recuperar el espíritu de la juventud y todos los explotados a “proclamar bien alto el derecho sagrado a la insurrección” como hicieron los estudiantes de la Reforma Universitaria de 1918 y recorrió de diversas maneras nuestro siglo XX hasta 1976.
Hacer historia
Como señalé más arriba, el segundo eje relacionado (de manera inevitable) al que recién tocamos, trata sobre las omisiones, o decisiones, el recorte de la historia por parte de los realizadores. El propio Darín ha señalado el tema. Para el actor, la película es diferente a todas las anteriores que hizo porque trabajó desde el inicio en la producción y señala que “es una película que va a quedar en nuestra historia, pero algunos todavía patalean porque hablan de ausencias que no termino de entender…”.
Acá las opiniones se podrían resumir así: los radicales opinan que es poco alfonsinista y que la figura del ex presidente Raúl Alfonsin está devaluada, mientras se levanta a Trocoli (quien sería un ministro representativo del “ala reaccionaria del radicalismo”); mientras los peronistas opinan que ellos son los devaluados, en tanto muchos de los militantes desaparecidos y testigos del juicio eran de esa corriente política, y sobre todo porque aparece la figura patética de Luder y se alude al “decreto de aniquilación” sobre la subversión, que los militares tomaron en su defensa en el juicio. Y en ese tono van y vienen obuses retóricos que llegan a señalar también el contenido de los carteles del final donde nadie es aludido, se habla “de leyes de impunidad” sin señalar a Alfonsín, se habla de “reapertura de juicios” sin señalar a Néstor Kirchner. Citar todas las opciones puede ser engorroso, algunos críticos dicen que esto hablaría bien de los guionistas…
Pero en realidad la mayor omisión viene sobre la lucha de los organismos de DD. HH. Aquí existen decisiones claras por parte de los realizadores que no parecen corresponder a “necesidades narrativas insalvables”. Como señaló Emilio Crenzel (autor de “La historia política del Nunca Más”) en Página/12, en una crónica donde reúne las reacciones que vivió al ver la película en Patio Bullrich, uno de los shopping más coquetos de la ciudad. La película muestra que los jóvenes de la fiscalía se debieron abocar desde cero a reunir las pruebas para el juicio, lo cual es completamente falso y nada indica que no se podía mostrar que esos ya existían en su abrumadora mayoría. De esta manera, “...queda soslayada la lucha del movimiento de derechos humanos que reunió esa misma clase de pruebas durante la dictadura. (y para lo cual) vale recordar que los organismos entregaron en 1979 a la Comisión Interamericana de la OEA que visitó el país 5.580 denuncias de desapariciones forzadas, (y ya) habían logrado identificar los principales centros clandestinos y la identidad de los responsables más salientes de las violaciones a los derechos humanos. En ese sentido, la labor central de la fiscalía no consistió en recoger nuevos testimonios (como sugiere la película), ya que tuvo a disposición miles reunidos por la CONADEP. Su tarea principal fue seleccionar, de ese universo, aquellos paradigmáticos que probaban el carácter sistemático de la represión ilegal y convencer a las víctimas, que habían dado testimonio, de que declaren en el juicio”.
Pero este ángulo de crítica puede verse más claro citando otras opiniones. Por ejemplo la de Teresa Laborde, “Teresa, la que nació presa”, la hija de Adriana Calvo de Laborde, parida en un patrullero y con su madre sometida a torturas. Hay una nota muy interesante donde ella y la hija de Víctor Basterra ven juntas la película y opinan. Allí ambas rescatan la película pero “a Teresa le quedó un sabor amargo con unas pocas palabras del testimonio de su madre que aparecen como licencia del guion. Sabe que es parte de la ficción, pero no deja de aclarar. ‘Entiendo que quisieron transmitir en el testimonio de mi vieja lo que sí sucedió con otros testigos que se fueron del país, pero nosotros no nos fuimos nunca’, aclara y sigue: ‘Fue una discusión de mamá contra sus cinco hermanos más grandes y con mi papá. Todos le decían que se fuera. Tenía todo preparado para irse y no se fue. Ella decidió quedarse acá’”.
Mientras, en otro artículo donde rescata la importancia de contar la historia para recuperar la empatía, señala que para ella la película “... tiene los anteojos de la fiscalía, sino los sobrevivientes hubieran relatado que se organizaron, que eran un colectivo. Reivindica la historia de mi mamá como algo muy individual y la verdad es que no: ellos se organizaron, se juntaron y armaron la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos. Se juntaban con las Madres, con las Abuelas. Lo que llevó a ese juicio fue esa lucha, la de esos colectivos, y lo que hizo que declararan igual estando desprotegidos”.
Su punto de vista se vuelve aún más interesante cuando Teresa tiene un encuentro con Laura Paredes, la genial actriz que interpreta a su madre y provoca un giro en la película y los espectadores, tal como ocurrió de alguna manera cuando su testimonio salió por la radio y los diarios en 1985. Uno de los ejes de intercambio (muy emocionadas) entre ambas, tiene que ver con la construcción del personaje y otro sobre las omisiones. Laborde insiste en señalar que “el juicio tuvo mucho de simbólico” como “la ficción”. Y sobre todo que su madre no era una heroína aislada. Laura Paredes cuenta la enorme emotividad que sintió al interpretar a su madre y cómo trabajó con los textos del testimonio, en ese punto aclara que había una parte del mismo que le llegaba mucho “que no lo podía ni decir… es el momento en que dice (luego del parto) yo ese día hice la promesa de que si mi beba vivía y si yo vivía no iba a parar hasta que se hiciera justicia. Yo sabía que estaba repitiendo esas palabras de una persona que después había dedicado su vida a eso. Es un momento del testimonio que en la película no está, que igual yo sí filmé, pero después no está”.
Entonces, llegado a este punto también hay que decir que para hacer honor a una película política, también es oportuno abordarla y discutirla políticamente. Se trata de “una ficción basada en hechos reales”, lo que implica siempre un necesario recorte y artificios con fines dramáticos, pero esas decisiones dan el sentido general y sus opciones (incluso dentro de un guion clásico) son variadas, subjetivas. No se trata de exigir a Mitre que haga otro guion, sino de hablar de lo que la película dice, de lo que transmite.
Argentina, 1985 es una película que se cuida de entrar en “la grieta”, preparada conscientemente para trabajar sobrevolando ese “campo de batalla cultural” y se excusa para esto en necesidades de “lenguaje masivo” y efectividad. Esta aseveración podría tomarse desde diversos ángulos, a fin de cuentas “ningún bando queda contento” (salvo el poder judicial [1]) y eso se sugiere como un logro del guion. Sin embargo eso se produce a costa de cierta tibieza intelectual; omitiendo lo único que en esta historia ha sido verdaderamente independiente del peronismo-antiperonismo (que es el nombre histórico de “la grieta”), la lucha de organismos de DD. HH., que aún entrando una parte considerable a los mecanismos de tutelaje estatal, siempre tuvieron un sector que se mantuvo independiente. De los cuales Adriana Calvo era parte. La película los relega a fotos emotivas que acompañan los títulos.
Teresa le dice a Laura en la entrevista: “Si Adriana hubiera visto la película te hubiera hablado de la actualidad todo el tiempo. Hubiera dicho que la mayoría de los 30.000 fueron obreros, como hoy los obreros del neumático que están peleando por un salario justo. Que había muchos estudiantes jóvenes y te lo hubiera relacionado con la toma de escuelas hoy. Y te hubiera contado que después de ese juicio se abrió una puerta enorme a la impunidad y por eso cuando en el 2003 se reabren las causas en el primer debate que fue Julio López, desapareció Julio López. Y nos volvieron a amenazar a todas y todos”.
Como las películas solo pueden criticarse con otras películas (al decir de Godard) es de esperar que este deseo surja y se haga en el próximo tiempo.
Una película inspirada en hechos reales
La película de Mitre y Llinás comienza con esa frase sobre la que alguna vez reflexionó el crítico y teórico de cine estadounidense Bill Nichols, especializado en cine documental. Según su punto de vista el motivo por el cual muchas películas de ficción usan ese cartel inicial “es para ayudarnos a creer que (los hechos) podrían haber pasado tal y como lo vemos en la película” y agrega inmediatamente que la ficción toma prestado ese ropaje del documental, que son esencialmente las películas “basadas en hechos reales”.
Para quien no esté atento a la lectura, Nichols no está contraponiendo verosimilitudes o acercamientos a “la realidad” divergentes entre películas de ficción y películas documentales (ni lo estoy citando para plantear eso), en realidad está fusionando ambas lógicas. Nichols, que se interesa sobre las relaciones entre realidad y ficción, cine e historia, los límites y superaciones de “los géneros”, etc., termina por darle a los directores y guionistas de cine (llámese ficcional o documental) todo el peso de la subjetividad, de las decisiones narrativas, para contar una historia que inevitablemente no podría nunca ser (como supuestamente habría sido) la realidad misma.
Ese ropaje documental con el que se juega alternativamente en Argentina, 1985, fue buscado explícitamente. Mitre declaró que “quería tener un estilo de no ficción” y que utilizó “distintos procedimientos para conseguirlo.” Refiriéndose a que las palabras de los testigos serían textuales o transcripciones exactas, pasando por réplicas exactas de elementos usados. Tomando la decisión de filmar las escenas también con una cámara U-matic, que era el mismo tipo de cámara de vídeo que se utilizó para la retransmisión del juicio. Buscando encuadres similares, generando “una especie de archivo falso” que les permitió en el montaje ir pasando de manera fluida entre la ficción y archivos documentales reales del juicio original que se insertan en la película [2]. Y aún más al poder rodar en la sala real del juicio donde todo el equipo de realización refiere haber llegado a percibir una vivencia diferente, inesperada, surgida del cruce entre el trabajo previo y sus impulsos inconscientes más profundos. Como cuentan Ricardo Darín (como Julio César Strassera) y Laura Paredes (como Adriana Calvo de Laborde), que sintieron emociones nuevas mientras repetían una y otra vez el alegato del fiscal y el testimonio de la física, cuyos valores emotivos iban creciendo en vez de caer con las retomas, electrizando el ambiente. El arte se abre paso aún en los laberintos de la industria cultural.
Pero además de las relaciones entre ficción y documental, para pensar cómo abordar los debates y el impacto en el público de Argentina, 1985, es bueno volver sobre las relaciones entre cine e historia. Hay que decir que Argentina se conmociona por algo que en otras partes del mundo, como Estados Unidos –nuestra potencia hegemónica– es moneda corriente. En ese país cada hecho de la realidad tiene sus películas uno o dos años después de sucedidos y se vuelve sobre ellos una y otra vez, la historia la escribe esencialmente el cine y la vemos en simultáneo en las pantallas de Buenos Aires. Mientras en Argentina, por razones obvias, nuestras dictaduras y crisis recurrentes, una estructura productiva cinematográfica dependiente y subordinada [3], y hasta la famosa “grieta”, esas películas son excepcionales (o se hacen y son desconocidas para el gran público). Y allí aparece Amazon para resolver el problema "al estilo americano".
A propósito de estas relaciones entre el cine y la escritura narrativa de la historia, en otro artículo sobre cine bélico (y la guerra de Ucrania) traje las reflexiones de Robert Rosenstone que sirve recuperar aquí. Este historiador plantea que para tomar seriamente el cine histórico hay que hacerlo en sus propias reglas, aceptando que en él “la base empírica es solo una manera de acercarse al significado del pasado”, que es su verdadera motivación. En este sentido, una película histórica debería entenderse siempre como “una innovación en imágenes de la historia”. Y puesto que el dispositivo cinematográfico “se centra en la creación y la manipulación de los significados”, habría que concluir que “lo que un film (se propone) y es capaz de hacer, es forjar una nueva relación con el pasado” y no contarlo “tal cual sucedió”.
Terminar con esta rápida reflexión sobre un tema inagotable, no es azaroso. Sucede que a veces se le pide a las películas (ficcionales o documentales) el rigor que se le deja pasar a los historiadores del texto, y sucede también que los cineastas, amparados en la verdad de que “es solo una película” justifican sus recortes “por motivos narrativos” como si esto fuera una argumento indiscutible ante el cual se debería declinar toda crítica. Mariano Llinás sabe que no es así, puesto que en un artículo programático que publicó en Revista de cine Nro. 9 en 2022 sobre “cine político” le dedica una larga lista de “omisiones” a Los hijos de fierro de Pino Solanas [4], corolario de otras múltiples “incoherencias” que no vienen al caso citar. Y Santiago Mitre ha dicho que “quería hablar de este momento del mundo y de la sociedad en Argentina, también” yendo hacia atrás y adelante en el tiempo. Sobre ese andar y esas decisiones se produce el sentido de su película y sobre esos sentidos se producen los debates que atraviesan las proyecciones.
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