A propósito de Escritura no-creativa, de Kenneth Goldsmith.
Kenneth Goldsmith es una de las estrellas del momento en el firmamento cultural norteamericano. Fue nombrado en 2013 “poeta laureado” por el MoMA de New York y eclipsó a otros en 2014 cuando fue invitado a leer en la Casa Blanca ante la presencia de Obama. Es el impulsor del sitio UbuWeb, archivo de textos, audios y videos de artistas de vanguardia. Su “poesía conceptual” incluye obras como el registro de todo lo que dijo en una semana (Soliloquy) o de todos sus movimientos en un lapso de 13 horas (Fidget), así como la transcripción de pronósticos meteorológicos (The weather) o de una edición completa del New York Times (Day).
En la Academia también ilumina: dicta sus clases de “escritura no-creativa” en la Universidad de Pensilvania. Incluso dejó sentir su calor en el MALBA con una serie de conferencias el año pasado. Algunos de los fundamentos de la propuesta de escritura no-creativa son los que esboza en el libro publicado recientemente en castellano [1].
El turno de la literatura
Presentada en contraposición a las asignaturas de “escritura creativa” que proliferan en las universidades norteamericanas, la variante de Goldsmith, el “arte de manejar la información y presentarla como escritura” [326], surgiría de un escenario histórico de hiperabundancia textual que encuentra en internet su espacio privilegiado:
… confrontados con una cantidad sin precedente de textos disponibles, el problema es que ya no es necesario escribir más; en cambio, tenemos que aprender a manejar la vasta cantidad ya existente. Cómo atravieso este matorral de información –cómo lo administro, lo analizo, cómo lo organizo y cómo lo distribuyo– es lo que distingue mi escritura de la tuya [21].
En este contexto, Goldsmith nos anuncia que a la escritura le ha llegado el momento de enfrentarse a su propia versión de lo que la fotografía fue para las artes plásticas hace ya más de un siglo, las cuales debieron reconfigurarse con la aparición de una tecnología que permitía replicar mejor la realidad [39/40].
Esta reconfiguración encontraría su procedimiento en el uso de fuentes preexistentes en una nueva matriz. Puede ser desde unir palabras de otros en un texto cohesionado, la transcripción de una novela famosa a razón de una página al día o la presentación de informes legales como poesía [24/5].
Dado que se trata de la reutilización de materiales previos, cobraría importancia para su significación el contexto en que se re-presentan estos “artefactos” textuales. Aquello que para un estenógrafo es su trabajo, por ejemplo, para un “escritor no-creativo –aquel que encuentra inesperadas riquezas lingüísticas, narrativas y afectivas al ajustar sutilmente el contexto de las palabras que no escribió– es arte, y revela tanto sobre los prejuicios, los pensamientos y los procesos de decisión del escritor/copista como lo hacen las formas tradicionales de escritura” [298]. A ello se le deberá agregar un análisis de la materialidad paratextual: en qué papel se presenta, con qué tipografías, etc.
Contexto y paratexto entonces podrán ubicarse en el lugar tradicional del “contenido”: la significación del artefacto recae no en el texto en sí, sino en las formas de manipulación –ya sean voluntarias o no reflexionadas, pero emergentes– del artista.
Una novedad longeva
No es ocioso plantearse la posibilidad de que nuevos medios produzcan nuevas formas de relacionarnos con la escritura. Es probable que solo a largo plazo podamos evaluar la radicalidad de transformaciones: si, por ejemplo, suponen un cambio tan profundo como la aparición de la imprenta o la reproducción de imágenes mediante el registro mecánico de la luz, que dieron pie a nuevos géneros artísticos y a una reconceptualización de nuestras formas de percepción y prácticas cotidianas. Pero los intentos de Goldsmith se parecen más al hilvanado de ideas planteadas por el arte moderno convertidas en lugares comunes.
Así se reiteran en su libro problemas ya clásicos planteados por distintas corrientes del arte del siglo XX: los “ready-made” de Duchamp o los “artefactos” de Warhol que cuestionarían la originalidad, el situacionismo que construiría nuevos contextos para viejos elementos, la experimentación con “la música” que nos rodea de John Cage, en suma, expresiones vanguardistas que suelen agruparse –sin tener en cuenta sus profundas diferencias políticas, históricas y filosóficas– con la etiqueta de “arte conceptual”, que toma también para definición de su poesía: “Mis libros son aburridísimos y leerlos sería una experiencia espantosa. No se trata de leer, sino de pensar en cosas acerca de las que jamás pensamos. La medida del éxito de un libro así es la cantidad de debate que genera. Y sí que se han escrito reseñas, se comentan en los blogs, y se incluyen en los programas de cursos universitarios” [2]. Así, si algunas referencias de Goldsmith suenan al descubrimiento actual de la rueda, otras se parecen sospechosamente a simples malas lecturas.
El Pierre Menard de Borges –y la reflexión sobre la relación entre experiencia y escritura que abre–, por ejemplo, se presenta como un escritor que tuvo la suerte de escribir casualmente el mismo texto que Cervantes solo que a destiempo [164], y no como la trabajosa voluntad de quien se propone: “seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard”. Su manifiesta intención de seguir la línea de los trabajos de Walter Benjamin sobre la reproductibilidad técnica o su Libro de los pasajes [167], olvida la estrecha relación de estas reflexiones con el estatuto de la autonomía del arte en la sociedad capitalista y los cambios producidos en la percepción de la vida moderna de la mano del fetichismo de la mercancía, a los que pretende cuestionar –como olvida también que muchos de los ejemplos de las vanguardias que festeja fueron planteados como críticas de la sociedad capitalista–. De hecho su reciente libro, Capital, pretende ser la reescritura de la obra sobre los pasajes de Benjamin, ahora situada en New York; solo que los documentos allí reunidos desconocen que lo que ahora conocemos publicado como Libro de los pasajes eran archivos para futuros trabajos, y que entre ellos, a diferencia de lo que hace Goldsmith, incluyen acotaciones de la abundante escritura del pensador alemán.
Goldsmith no parece haber prestado suficiente atención a que uno de los ejes de este trabajo de Benjamin era mostrar cómo el fetichismo de la sociedad moderna consiste en presentar como nuevo y brillante (como las tapas doradas de su Capital) lo que es “siempre-igual-a-sí-mismo”, la mercancía [3].
El tiro por la culata
El libro no se priva de apelar a lo “post”: dibuja un panorama contemporáneo de escritura post-identitaria, donde habrían quedado atrás nociones como las de autenticidad “unificada y coherente” junto con las identidades culturales, nacionales o sociales, dando paso a atribuciones identitarias en términos de consumo, de sujetos definidos por los objetos que posee y lo poseen [131-9].
Pero el análisis apenas crítico de las subjetividades contemporáneas y la insistencia en los contextos no parecen funcionar para dar cuenta de su propia práctica poética: en un país donde la cuestión negra está hace unos años a flor de piel, pocos días después de que se retiraran los cargos contra el policía que disparara a quemarropa contra Michael Brown, Goldsmith leyó en una conferencia universitaria fragmentos reordenados de la autopsia del joven asesinado. Ante las extendidas acusaciones que recibió por lo que fue considerado una expresión de los estereotipos habituales sobre la comunidad negra, Goldsmith primero pidió que no se difundiera el video de la actividad, aunque terminó considerándose atacado en su libertad de expresión. Pero aun concediendo a Goldsmith otra intencionalidad –poner en el tapete un tema que lo preocupa, como lo defendieron algunos–, cabría preguntársele en sus propios términos: ¿acaso la escritura no-creativa no revelaba “los prejuicios, los pensamientos y los procesos de decisión del escritor”?
A pesar de lo propuesto en el libro, Goldsmith concluye que las escrituras no-creativas no pueden eliminar la expresividad de un sujeto particular [33]. Más bien se parecen ejercicios de abstinencia creativa para cosechar luego mejores frutos. Pero como estas escrituras no son para ser leídas, lo que nos ofrecen entonces parece ser la figura misma del artista como obra, un recurso que la industria cultural de Hollywood, por ejemplo, practica hace más de un siglo. Los escándalos, enmarcados en la máxima de que no habría algo como la “mala publicidad” –no por nada Goldsmith reivindica su formación como publicista–, son parte de esa lógica. Promocionar el uso de materiales que circularían en la red al alcance de todos no está al servicio, como lo era en numerosas experiencias de vanguardia, de eliminar la diferencia establecida entre arte y vida en el capitalismo o del cuestionamiento de qué materiales son aptos o no para reconfigurarse artísticamente según los cánones estéticos tradicionales; la reivindicación provocativa del plagio ‘más bien el uso explícito de materiales de otros, que el plagio justamente ocultaría’, no pretende poner en cuestión, por ejemplo, el régimen de “propiedad intelectual” que usufructúa la industria cultural y que legisla el Estado en su favor y no el de los artistas [4]; lo que buscan es resaltar un “gesto”, un estereotipo de la figura del artista de vanguardia, como una publicidad nos vende un gesto feliz al usar el último modelo de celular.
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