La imagen congelada transmite dramatismo. Medio metro separa la Bersa Thunder del rostro de Cristina Kirchner. El intento de asesinato, condenado de inmediato por el PTS-Frente de Izquierda, convoca muchas de las tensiones sociales, económicas y políticas que asolan a la Argentina en crisis.
La polarización política, eterna protagonista de la coyuntura nacional, desbordó los marcos de lo verbal. Los discursos de odio, construidos con metódica sistematicidad, mutaron a hechos: Fernando Sabag Montiel gatilló dos veces. El resultado fue otro episodio en la larga crisis nacional. Uno de magnitud impensada hasta ahora.
La grieta, sin embargo, pareció deglutir casi al instante el clima de unidad nacional que parecía haberse instalado en las horas siguientes al atentado. Los cruces políticos se hicieron oír rápido. La movilización convocada a Plaza de Mayo terminó en un acto partidario del Frente de Todos, solo para confirmar que cada hecho de la coyuntura política debe ser inscripto en el marco de una larga campaña electoral.
Antes y después, sin embargo, hubo tiempo para los llamados a la “paz social”, la “unidad nacional” y a la “convivencia democrática”. Convivencia propuesta por actores tan pocos dialoguistas como los empresarios de la Unión Industrial Argentina o los dirigentes de la CGT.
Usinas de odio
El discurso oficialista –progresista y no tanto– presenta el intento de asesinato como inseparable de los discursos de odio que erige ese conglomerado que agrupa a la oposición política de derecha, gran corporación mediática y Poder Judicial. Negar ese entramado resulta absurdo. A modo de ejemplo, lo ocurrido en la llamada “Causa Vialidad” confirma la labor conjunta.
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En el día a día asistimos a un ritual de persistente demonización; con discursos que apuestan a la erosión de diversas figuras políticas, al tiempo que alientan políticas de ajuste social y económico aún más duras que las impulsadas por el Gobierno. Agravios y ataques recorren los grandes medios. Funcionan, además, 24/7, en las redes sociales: allí el meme deviene inagotable fuente de burlas y descalificaciones [1].
Describiendo la situación, José Natanson señala que
El odio circula subterráneamente por la sociedad; es una emoción, tan humana como el amor, el miedo o la envidia. El problema aparece cuando un líder, un partido o un comunicador –es decir, alguien con poder en la discusión pública– moviliza ese odio en contra de un grupo social, una ideología o una persona. Esa es la dimensión neofascista del momento actual […] Hay palabras de odio en todas las ideologías, incluyendo el peronismo, y de hecho uno de los motivos que explican su propagación es la dificultad de uno de los bandos para entender el rechazo que produce en el otro [2].
Sin embargo, los sentimientos negativos funcionan como recursos permanentes de la política capitalista. Los relatos o discursos en base al amor resultan demasiado endebles en una sociedad estructurada de manera clasista. Contrariamente a eso, los múltiples odios son direccionados en función de canalizar descontentos y construir enemigos.
El despliegue de esta discursividad tiene carácter internacional. Anclándose en la crisis de las formaciones políticas tradicionales, las derechas radicales del mundo ejercen su influencia. Los ejemplos de Trump o Bolsonaro están lejos de ser únicos.
Odio y frustración
En la coyuntura política actual, la construcción de un “ellos o nosotros” a medida se ejecuta con sistemática continuidad a ambos lados de la grieta. Emerge como herramienta política de las coaliciones mayoritarias para afirmar voluntades e intentar (re)construir lealtades entre fracciones de masas.
Sin embargo, ese odio no crece en terreno neutro. Se alimenta y nutre de un malestar persistente ante las frustraciones y dificultades de la vida cotidiana. Vida signada por la precariedad del empleo [3] y los ingresos; por la inseguridad alimentaria que acosa a millones de personas; por la fragilidad de lazos afectivos, triturados bajo la presión de la alienación diaria.
Ese agobio tiene como trasfondo las variables de una economía bajo ajuste. Con una inflación persistente que no cesa de erosionar el nivel de vida de las grandes mayorías trabajadoras [4]. Con una pobreza que se extiende a amplias capas de la población, incluyendo cada vez más a quienes tienen empleo formal. ¿Cómo separar los discursos de odio de esa frustración que nace del día a día económico?
El sentimiento de fracaso cotidiano se alimenta de una realidad compleja poblada de ganadores, perdedores relativos y perdedores absolutos. Entre los primeros es posible catalogar a los grandes empresarios que, pandemia incluida, se enriquecieron sideralmente en estos años. El segundo pelotón lo integran amplias capas de las clases medias y los sectores más altos de la clase trabajadora. Franjas que, limitadas para acceder a dólares, comprar bienes inmuebles o ante la simple desvaloración del peso, despliegan un consumo permanente, algo que ha sido llamado, con cierta creatividad, “consumir ahorrando” [5].
La distancia entre el segundo y el tercer sector tal vez pueda ser medida como la que separa a quien cena en un restaurant de quien se para ante las mesas pidiendo una moneda. Sin embargo, ese pelotón de perdedores absolutos se extiende cada vez más; se ramifica hacia millones de trabajadores y trabajadoras que sienten el vertiginoso descenso de su poder adquisitivo.
Los discursos de odio empujados por la derecha encuentran nutrientes en ese suelo poblado de polarización social y política. En una frustración creciente que puebla encuestas y comentarios en cada cola de supermercado. En un fastidio que buscan canalizar hacia programas sociales reaccionarios y hacia la llamada antipolítica.
Resulta evidente que la fuente de ese clima de odio está también en la propia política oficial. Una política de creciente giro a la derecha, acorde al ajuste en curso. Movimiento que, en la coyuntura, encuentra expresión en el empoderamiento de Sergio Massa como gerente de los recursos económicos oficiales. Pero que, si se recorre el tiempo hacia atrás, contiene hitos relevantes como el ajuste a jubilados y jubiladas apenas iniciada la gestión del Frente de Todos; la represión a familias pobres que peleaban por tierra y vivienda en Guernica; el acuerdo de ajuste firmado con el FMI, legalizando la deuda macrista y, más recientemente, el discurso estigmatizador contra las organizaciones de desocupados, a tono con los gritos desaforados de la derecha libertaria.
Ese ajuste, que profundizó la miseria popular al tiempo que creaba ganadores en el gran capital, encontró un fuerte castigo electoral hace ya un año.
Odio y opinión pública
El atentado no puede escindirse de este clima social reaccionario que se intenta construir desde la cúspide del poder político y económico. De la activa creación de una opinión pública destinada legitimar las políticas de ajuste.
Conceptualizando, hace casi un siglo, León Trotsky afirmaba que
La opinión pública burguesa constituye un apretado tejido psicológico que encierra por doquier las armas y los instrumentos de la violencia burguesa […] está compuesta de dos partes: la primera comprende los conceptos, las opiniones y los prejuicios heredados que constituyen la experiencia acumulada del pasado […] ; la otra parte está constituida por un mecanismo complejo, muy moderno y hábilmente dirigido, que tiene en cuenta la movilización del énfasis patriótico, de la indignación moral, del entusiasmo nacional, el fervor altruista y otras formas de engaños y mentiras [6].
Oficialismo y oposición repiten, a coro, la imposibilidad de tomar un camino distinto al ajuste. Los matices que puedan diferenciarlos transcurren en el limitado universo del acuerdo con el FMI. Bajo ese axioma, la construcción de la opinión pública se direcciona en función de naturalizar recortes y evitar reclamos.
La gran corporación mediática hace su labor con patente entusiasmo: mientras se encarga de expandir y multiplicar el agravio contra quienes cortan calles y rutas ofrece, por ejemplo, “consejos” para reducir el consumo de energía o gas. Una suerte de periodismo de servicios destinado a hacer digerible el tarifazo que se profundiza.
Direccionada hacia la derecha por la clase dominante, esa ideología de la resignación potencia conceptos preexistentes. Las distintas formas discursivas del odio social, cultural y político se superponen, unas sobre otras, como una serie de capas. Renovados al calor de la polarización política actual, los prejuicios de ayer son los enojos de hoy. Entre las clases medias más reaccionarias, la furia contra quienes cortan calles o reclaman por planes se adosa a concepciones tradicionales que pueblan su conciencia [7]. Esos sentimientos permean, también, a diversas capas de la clase trabajadora y el pueblo pobre.
Sin embargo, ese profundo malestar entre la clase trabajadora puede ser orientado a izquierda. Puede convertirse en cemento de una nueva política que se presente enfrentada a los intereses del gran capital. Que juegue en la arena pública, en constante combate a la opinión pública reaccionaria que intenta edificar la clase dominante.
Antipolítica y métodos fascistas
La derecha radicalizada alimenta, desde hace tiempo, el culto a la antipolítica. Desde un lugar de aparente distancia al poder, ese conglomerado construye un relato que rechaza toda forma de política, prescindiendo del origen y el carácter social de la misma. El furioso griterío que acompaña termina en un recetario de obsequios y beneficios para el gran capital. Su génesis es más que comprensible. Para millones, la política ejecutada por los grandes partidos capitalistas es ajena a sus intereses inmediatos.
Ese rechazo a la política en general también emergió en las últimas horas. Para una porción de la población, el intento de magnicidio apareció como algo “armado”, construido artificialmente. O como “un circo” destinado a tapar el ajuste que se procesa desde el poder político. O, como lo definió el mismo Milei este sábado en el Congreso, un “hecho delictivo”.
La peligrosidad de esa posición estriba en que habilita este tipo de agresiones. Y esa permisividad no es ociosa en una sociedad fraccionada en clases sociales con intereses antagónicos. Hay que enfrentar y denunciar decididamente estos métodos fascistas que mañana serán usados contra la clase trabajadora y el pueblo pobre. Si hoy pueden utilizarse contra quien ejerce la vicepresidencia de la nación, ¿qué impediría que mañana se empleen contra dirigentes sociales, sindicales o luchadores obreros y populares?
No resulta casual que ni Javier Milei ni Patricia Bullrich hayan condenado el atentado. Aunque con matices, comparten un discurso común, donde los pedidos de más ajuste entroncan con la demanda de mayor dureza contra el derecho a protestar. Son voceros activos de una derecha que reclama más flexibilización laboral y menos derechos sindicales. Ninguno, de ser posible.
Los engaños de la “paz social”
El atentado alentó el discurso de la “paz social”. Hablado por boca de la dirigencia sindical burocrática y dirigentes políticos del peronismo, ese significante vacío vino a presentarse como un pedido de no confrontación, como un llamado a la armonía más allá de las banderas y los intereses.
Una tónica similar fue adoptada, en parte, por la oposición patronal. Lo ejemplifica el consenso que hubo entre el Frente de Todos, Juntos por el Cambio y la derecha de Milei y Espert, expresado en la declaración de este sábado. En el texto, la necesaria condena al atentado contra Cristina Kirchner se amalgama con la exhortación a “la dirigencia toda y a la población a buscar todos los caminos que conduzcan a la paz social”
El llamado propone una concordancia que se resuelve en contra de las mayorías explotadas y oprimidas. ¿Qué implica la “paz social” en un país sometido a los designios del FMI y con una pobreza superior al 40 %? ¿Qué “paz social” podría existir junto a los empresarios que empujan la devaluación, despiden o precarizan?
En un excepcional discurso, Myriam Bregman (PTS-Frente de Izquierda) desnudó la funcionalidad real de ese llamado. Respondiendo los ataques del radical kirchnerista Leandro Santoro, indicó que “la paz social se utiliza contra los que luchan, contra los que salen a pelear contra el ajuste. Es la paz social de la CGT, que deja que les roben el salario a los trabajadores y no dice nada”.
La “defensa de la democracia” emergió, también, en los discursos posteriores al atentado. Ocupó lugar protagónico también este mismo sábado, en la Cámara de Diputados. Soporta, sin embargo, el mismo obstáculo que los llamados a la “paz social”. Supone una posible unidad de intereses en una sociedad dividida en clases antagónicas, crecientemente polarizada a raíz de la crisis.
Desde una perspectiva socialista revolucionaria, la condena al atentado no equivale a defender la institucionalidad de un régimen ordenado en función de la clase social dominante. La democracia actual –división de poderes incluida– sigue operando como oficina de negocios de los grandes grupos empresarios, sean bancos, cerealeras, automotrices o petroleras. El Estado actual es el garante de la dominación social y política del gran capital.
A fines de los años 30, exiliado en México, León Trotsky afirmaba que “Tanto la experiencia histórica como teórica prueban que cualquier restricción de la democracia en la sociedad burguesa, es, en último análisis, invariablemente dirigida contra el proletariado” [8]. Toda restricción de derechos en los marcos de una sociedad de clases se inclinará, tarde o temprano, contra el pueblo trabajador [9].
Enfrentar esos ataques resulta una cuestión esencial para la clase trabajadora. Está ligado a la tarea estratégica de ampliar el horizonte para la lucha de clases. De defender y conquistar posiciones que le permitan pelear por sus demandas inmediatas y enfrentar las políticas de ajuste en curso, ordenadas bajo las órdenes del FMI. Posiciones, también, necesarias para desplegar su lucha en la perspectiva de la transformación revolucionaria del orden existente.
Los llamados engañosos a la “paz social” o a la “unidad nacional” tienen una finalidad estratégica para la clase dominante. Se trata de bloquear el camino al desarrollo de una política independiente, socialista y revolucionaria, por parte de la clase trabajadora.
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