El camino de Carmen, de la Comisión de Mujeres. La infancia del guaraní prohibido y la casa incendiada. El paso por supermercados chinos y countries en la provincia de Buenos Aires. La odisea de la búsqueda de un lugar para vivir con su hijo. Las 81 noches en las que despertó. A pesar de las topadoras, la organización.
Catalina Ávila @linaa_avila
Domingo 21 de febrero de 2021 10:39
Foto: Sebastián Linero - Enfoque Rojo
Solo cargaba su cartera el 8 de agosto cuando decidió irse con su hijo Leo para los predios de Guernica, que estaban siendo tomados por familias sin casa. Se esforzó por mirar al horizonte, en vano. A pesar de caminar largas horas, era imposible saber dónde terminaba el campo repleto de carpas improvisadas con palos y bolsas de nylon. No sabe aún de dónde sacó la energía ni cómo se las ingenió para poner en pie la suya. Mientras caía el atardecer, alguien les alcanzó tres mantas y dos platos de un guiso. Durmieron ahí, adivinando el mapa de las estrellas a través de la bolsa transparente que hacía de techo. Por la mañana, el frío ya les había cortado la piel y lo primero que escucharon fue la escarcha quebrarse. “Ahí empezó todo”, recuerda Carmen.
“La cosa más linda fue esa libertad que teníamos, ver a los chicos felices, de eso nunca me voy a olvidar -dice- Nadie era más que ninguno y todos nos ayudábamos entre todos”. Su cara se ilumina por un instante y asoma en su sonrisa una juventud que se fue demasiado pronto. Está sentada en la puerta de chapa de la casa de su hermana, en el barrio San Cayetano de Quilmes, cuenta que ahora duerme en el piso de su cocina en un colchón de dos plazas doblado a la mitad para que pueda entrar. No recuerda cuándo fue la última vez que comieron carne, dice que no tiene para comprarle zapatillas nuevas a su hijo, pero lo que más le preocupa es conseguirle útiles escolares, porque arranca el segundo año la semana que viene. Tiene solo 38 años pero asegura que ya vivió de todo.
Carmen se crió durante la noche más larga de Paraguay, cuando el dictador Stroessner apagó el sol durante 35 años. Estaba en una clase de primer grado cuando la golpearon por equivocarse en la lectura al pronunciar las palabras del pizarrón en guaraní. “Estaba prohibido, no se podía hablar en nuestro idioma”, susurra. La indignación y la bronca siguen tan vivos como el cosquilleo de esa bofetada, y ahora, después de años de masticar esa injusticia, sentencia: “Nadie tiene que ser discriminado por ser pobre, por ser lo que es”.
En la Encarnación donde creció, el amor era un lujo inaccesible para los que menos tenían. A su mamá Rus la habían casado a los 15 años con un hombre que le doblaba en edad, y después de enviudar repentinamente, tuvo que empezar de cero cuando la casa donde vivían se incendió. La única cacerola era una lata de leche, y los vasos de sus hijos, latitas de conservas.
Aunque pasó varias veces hacia Misiones, recién en 2002 viajó a Buenos Aires para quedarse. Trabajó durante algunos años en las fiambrerías y verdulerías de los supermercados chinos de La Plata y Brandsen, hasta que consiguió trabajo en un country de Pilar. “Me trataba muy mal mi patrona. Tenía que cocinar, lavar, limpiar, llevar a los chicos al colegio, cuidar un bebé, hacerle comida especial... Me hacían limpiar hasta los techos y podía almorzar recién a las cinco de la tarde”.
Tuvo que volver a su ciudad natal cuando su mamá enfermó. Todavía se lamenta no haber podido estar con ella su último día de vida. Por donde estaba trabajando ese sábado no pasaban buses que la llevaran hasta el hospital. Pudo ir a verla recién al día siguiente, pero ya era tarde.
La pelea por conseguir el pan de cada día la arrancó del lado de sus seres más queridos. Sólo cuando pudo volver a los alrededores porteños y conseguir trabajo limpiando casas en Recoleta y Palermo, decidió traer a Leo, que había quedado en Paraguay dos años bajo el cuidado de sus tíos.
Pero con la llegada de la pandemia le dijeron que no vaya a trabajar más, y solo pudo seguir cobrando $8000 del trabajo en una casa donde estaba en blanco. No pudo ni siquiera acceder al IFE, como le pasó a muchas trabajadoras de casas particulares inmigrantes. "Yo no fui de gusto a la toma, fui porque necesitaba. Y seguí por Leo, para que viera que estaba luchando por él, para que tenga un lugar y esté tranquilo", dice. “Esto no es lo que yo quería, no es lo que estaba esperando, esperaba tener comida y un hogar para mi hijo, ninguna mamá sueña con tener a su hijo en la calle. Y yo lo que veo son cada vez más chicos en la calle. Con el presidente anterior ya veníamos mal. Ahora con este pensábamos que el futuro iba a ser mucho mejor, pero es un engaño, no hay mejoría. La gente quedó decepcionada”.
A pesar de las topadoras...
Pasaron ya casi cuatro meses desde que ella, Leo, y otros cientos de familias más fueron desalojadas de los predios de Guernica por las topadoras de Sergio Berni. El gobierno provincial desde el ministerio de Desarrollo Social a cargo de Andrés Larroque prometió subsidios de 30 mil pesos y la entrega de lotes a las familias. Pero los plazos se demoran y cada día cuesta más vivir. "Duele mucho seguir con esta tortura. Para mí esto no es vida. Pero si llegué hasta acá voy a seguir hasta el final", asegura.
Ella es parte de la Comisión de Mujeres de Guernica, un organismo que pusieron en pie varias vecinas mientras todavía se encontraban en la toma, como un espacio de debate y de organización colectiva y democrática, fundamental para impulsar la lucha que llenó las tapas de los diarios nacionales durante varias semanas y dejó al desnudo el problema estructural de la vivienda en Argentina.
Esas mujeres, que se atrevieron a plantarse frente a la Justicia, los medios de comunicación, el gobierno y la policía para hacer oír su reclamo, hoy continúan organizadas. Y forman parte también de la Asamblea Permanente de Guernica, creada después del desalojo por un sector importante de vecinos que se reúnen cada sábado para debatir los próximos pasos para que el gobierno cumpla con lo que prometió.
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En la última asamblea, realizada en la Plaza San Martín, había una fuerte deliberación entre las y los vecinos acerca de qué hacer para acelerar la entrega de lotes y subsidios. Muchos insistían en cortar pronto los principales accesos a la Ciudad, pero varios otros planteaban que no podían hacerlo ellos solos. Carmen dijo que era necesaria una gran acción pero que era fundamental primero conseguir más apoyo y rodearse de otros sectores de trabajadores que están siendo atacados, como los aeronáuticos, los docentes y los médicos. Convocar a otras organizaciones y otras familias que están tomando tierras. Y volver con todo a las calles. La asamblea votó profundizar la unidad y la coordinación con todos esos sectores y la realización de un festival solidario para buscar apoyo y donaciones de útiles escolares.
Era difícil estas semanas ver las movilizaciones que se hicieron en el centro porteño y no encontrar la bandera de la Comisión de Mujeres y de la Asamblea Permanente, con vecinas y vecinos poniéndole el cuerpo a labúsqueda de esos lazos de solidaridad activa.
“Antes a veces no me gustaban las marchas, porque el viaje de una hora lo hacía en cuatro -reconoce Carmen- Y ahora pienso que uno sale porque necesita, por su derecho”. Recuerda cuando conoció a los trabajadores de la metalúrgica de Gotan, en el Parque Industrial de Burzaco. Le contaron que después de que el empresario quebrara la empresa y quedaran sin trabajo, ellos la ocuparon y la pusieron a producir como cooperativa. Ahora enfrentan el vaciamiento y el peligro del desalojo está latente.
“Fue muy linda esa experiencia, y me hizo pensar que hay que pelear en igualdad, porque los trabajadores también tienen familia, y se les hace difícil, y están quedando en la calle. Hay que pelear no solo por tierra, sino por tierra, vivienda y trabajo. ¿Qué hacés con la tierra solo? Nada. Para construir necesitás laburo. Un laburo seguro, no un día sí y un día no. Con derechos. Yo quiero que los trabajadores puedan reclamar como tiene que ser. Yo soy trabajadora, de casas particulares, también”.
Su mirada nunca apunta al piso, y aunque por momentos susurra, mientras recuerda, reflexiona en voz alta y su voz se acelera hasta terminar las frases en una carcajada o un grito que le hace a uno saltar del asiento y abrir los ojos, como si de esa manera fuera más fácil ver todo lo que cuenta y relata. “Estoy viviendo cosas que nunca imaginé que iba a vivir, es una experiencia muy nueva, que me llega...Ahora veo la realidad de otra gente, veo cómo la está pasando. Pero nos estamos uniendo y luchando por lo que queremos. Hay que pelear porque hay generaciones que van a seguir sufriendo, esto recién empieza”, anticipa.
Y asegura que este 8 de marzo en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora espera encontrar en las calles a las jóvenes y mujeres que pelean por sus derechos, contra la violencia de género y los femicidios.
Fueron 81 las noches que pasó Carmen junto a su hijo en Guernica. Hubo buenos y malos momentos. Hizo mate cocido con carbón, dio entrevistas a los medios, cavó zanjas, habló en las asambleas, tuvo un cuadro de ACV, discutió con los funcionarios del gobierno, encontró una nueva familia en las mujeres y vecinos con las que se organizó, y uno podría seguir intentando enumerar una lista interminable. Pero al consultarle, simplemente cierra los ojos, dibuja una sonrisa, los vuelve a abrir y contesta: “Aprendí a despertarme”.