En una oficina del conurbano el personal armó un ropero para vestir a jubilados y jubiladas pobres. En una carta a la asistente social, Edgardo pide víveres a cambio de changas. Defender la alegría por una vejez rebelada.
Domingo 2 de septiembre de 2018 22:07
Tiempos donde la economía navega sin rumbo, desangrando los esqueléticos bolsillos; pañuelos verdes que siguen ondeando en mochilas y bolsos; el grito de “la educación no se vende” a flor de piel, un Astillero que resiste.
En los ámbitos de la seguridad social, familiares buscan un por qué ante tanto destrato a sus adultos mayores. Lo dicho a veces no alcanza y el interrogante se va como llega; vacío.
La rutina, que hace estragos en el tiempo de las horas asalariadas, se desarma en formas inesperadas cargadas aquí de vergüenza y sufrimiento por tener que pedir asistencia.
Las entrevistas se han vuelto una larga declaratoria, entre lágrimas y enfados, de las consecuencias que las políticas de este gobierno provocan. Entre esas consecuencias, aparece una carta.
Señora de Asistente Social:
Me dirijo a Usted porque no me queda otra disculpe las molestias usted me dijo qué preciso, bueno empiezo: sapatillas n° 41, pantalones jogin 42 -44, camisas 39- 40, medias, pulóveres, camizetas, remeras, camperas más chicas. Medianas las camisas… si es posible zapatos de trabajo n° 41. Y si puede conseguir un bolsón de alimentos, gracias.
Perdón por el pedido. Yo por mi parte puedo ofrecer arreglos y cosas nuevas de carpintería. Soy carpintero artesanal.
Edgardo.
Envuelto en capas de un abrigo endeble, Edgardo muestra su credencial de pobre y jubilado, palabras que se han vuelto sinónimos en estos tiempos de crisis y ajuste.
Ropa y comida, a cambio de trabajo. Con sus 70 años y su salud resquebrajada, debe seguir trabajando o intentar hacerlo para continuar sobreviviendo.
La vejez en Argentina (como en muchos lados) siempre ha sido objeto de maltrato, con épocas más criminales que otras.
Hoy, el 70 % de los jubilados y pensionados no llegan a cubrir las necesidades básicas. Más edad, menos jubilación; claves de una reforma previsional que exige trabajar hasta el cansancio, hasta exprimir la última gota de sudor para beneficio del gran capital. Una reforma que hundió en la miseria y el hambre a los actuales jubilados y condenó a los trabajadores precarizados y flexibilizados de hoy a una vejez miserable.
La materialidad de la necesidad no sólo se vuelve palabra, cobra vida en un rostro que expresa pesadumbre y resignación cuando los malabares ya no alcanzan con los ocho billetes de mil de la jubilación.
Después de años de sacrificio, jubilaciones de pobreza. Vejez y pobreza; un espejo en donde nadie quiere verse.
Hace tiempo que muchas caras se han vuelto configuraciones agónicas de lo real. La sonrisa se desvanece en la apatía y la congoja de los rostros rugosos, que una y otra vez son vueltos deshechos, después de haber sido máquinas reproductoras de fortunas ajenas y miserias propias.
Así, Edgardo espera a que llegue el jueves, día en que, quizás, encuentre el abrigo que le falta, en el ropero improvisado que comenzó a funcionar en la oficina de Pami, ante los muchos Edgardos que aparecieron.
A los viejos les han robado la sonrisa. Los han arrumbado a la sumisión y los han silenciado. Son parte de la entrega servil al dominio de la madame del FMI, quien intenta convencer que la vejez es descarte, estorbo y un gran gasto. El viejo es el trabajador que ya no está en condiciones de ser explotado.
Sin embargo, frente a los falsificadores de verdad y dinosaurios del poder que usurpan pedazos de realidad, aquí están los mayores, combatiendo injurias como tantos y tantas que diariamente desenmascaran al vil y canalla opresor.
Mujeres y hombres historiadores de la pasión y del combate, declamadores de un silencio deliberado que exige presencia. Barredores del olvido y forjadores del abrazo entre obreros y estudiantes. Son los ancestros de las flores verdes que no se marchitan.
Los viejos exhalan sabores a libro viejo. Son un buen remate, un final con beso. Gozan del sexo y del humor, aunque por momentos algunos no sepan por quién y por qué. Son quienes levantaron el ladrillo y el puño, marcando el camino de la lucha.
En el asfalto glorioso que batalla, entre balaceras de odio y plazas de combate, la pelea es para que nuestros viejos vuelvan a reír. Que sientan la felicidad del juego, la caricia y la pereza. Que los huesos duelan por tanto danzar. Que la abuelidad sea placer. Que la jubilación sea júbilo. Son lo que seremos. Son nosotros. Somos ellos.
Defendamos la alegría como un derecho, contra la miseria y los miserables, con una gran rebelión de canas, pañuelos verdes, guardapolvos y overoles y derribemos este sistema de un buen cachetazo.
Para que Edgardo vuelva a sonreir.