En un marco de represión que se sitúa fuera de las leyes de lo justo y lo legítimo, nuestra resistencia no-violenta debe ser (pro)activa y combativa
Domingo 27 de octubre de 2019
Miren, yo iba a hacer un artículo con la cabeza. Contando lo que he vivido a pie de calle estos días, pero apoyándome en datos, en otros artículos y ensayos para explicarme mejor. Se iba a llamar “Crónica de una revolución anunciada” e iba a ser una retrospectiva del conflicto entre Catalunya y España que explicara de dónde viene todo esto, y legitimara, a ojos de los aún ciegos, el qué, el cómo y el porqué de las peticiones de los catalanes.
Sin embargo, ese artículo no es el que podrán leer en estas líneas. No voy a darles una contextualización del conflicto que –más o menos sesgada, según la fuente –ya podrían encontrar en otras páginas, en otras líneas. En lugar de eso, en lugar de intentar abrir esos ojos que siguen cerrados, voy a contarles lo que han visto los míos gracias a diez días de calles y asambleas. Porque después de eso, mis ojos están más abiertos que nunca. Mis ojos están tan abiertos que ahora no sólo ven: también oyen; también corren; también mastican y, si pueden, digieren.
La forma nos seduce más que el contenido. Demasiadas veces nos entran las cosas por la vista y las compramos. De esas demasiadas veces, demasiadas otras nos dejamos engañar ya no por la forma de la cosa en sí, sino por su envoltorio. Es por eso que un buen marco puede hacer parecer arte al más mediocre de los cuadros. Y ésa ha sido la victoria más grande de la derecha en el conflicto catalán: apropiarse de los marcos discursivos propios de la izquierda para seguir vendiendo sus cuadros grises de siempre. Y digo que es una victoria porque esos marcos no sólo los compran los fascistas declarados: también algunos que reclaman su poltrona en la izquierda y no se dan cuenta (¿o sí?) que le están comprando el marco, y por consiguiente el cuadro, al otro bando.
Hay muchos de esos marcos mezclados en las reyertas de esta semana en Catalunya. Justamente porque las formas parecen relevantes se ha creído que en esta revolución lo eran todo, y de ahí el lema de la revolución de las sonrisas. Esto se ha acabado traduciendo en una obsesión por la imagen que pudieran dar de ella (o de nosotros mismos) la prensa española y los medios europeos. De ahí que se popularizaran consignas tan entrañables como poco revolucionarias del estilo “Ni un paper al terra” o “Europa ens mira”.
Les parecía a algunos que una pérdida de las formas nos iba a quitar la razón o a estropear las opciones de conseguir emanciparnos. Aun así, dos años después de ese otoño de 2017, la mayoría independentista las ha perdido.
De hecho, que se pierdan las formas no es malo, siempre que no se pierda el contenido. Puede que sea incluso necesario en términos democráticos: desafiar esas formas dibujadas por el aparato estatal es saludable porque es el único modo de cuestionarlo. El problema viene cuando adjetivamos de violentas esas pérdidas de las formas. Ese marco también lo han comprado muchos manifestantes, equiparando actos de protesta incívicos a mecanismos agresivos de control de la policía. Al usar la misma etiqueta –“violencia” –para ambas acciones, las están equiparando en términos morales.
Miren, hasta hace una semana a mí nunca me habían pegado. Y esta primera vez me pegó un policía. Lo hizo mientras yo estaba ejerciendo mi derecho a protesta pacífica –sentada, sin ir armada ni protegida. Eso no es sólo violencia física: se trata de una violencia articulada, organizada y demasiadas veces normalizada que ejerce el aparato estatal. Es, por lo tanto, una violencia institucionalizada. Las reacciones a esa violencia que han tenido lugar en Catalunya (y no perdamos de vista que las expresiones más combativas de esas reacciones no han sido más que cortar carreteras con barricadas ardiendo y lanzar objetos pequeños a un cuerpo policial agresivo, protegido y armado) no se pueden, ni deben, calificar de la misma forma. Ergo, no pueden ser llamadas violencia. Caer en esa trampa criminaliza al bando que no tiene el poder; de hecho, se ha llegado a decir que el antifascismo catalán, al manifestarse, despertó al fascismo. Eso revela la confusión que tienen muchos: que hay que ser antifascista sin gritar mucho, manifestarse sin ruido, sin molestar. Ejercer un derecho a la protesta de manera cívica y tolerante. Pero, ¿tolerante con quién, con qué?
Ahí llegamos al otro gran marco podrido: la idea que la libertad de expresión lo debe ser en términos universales, que la tolerancia significa serlo ante todo. Incluso ante el intolerante. La idea parte de un relativismo cultural que nos salvó (o lo intentó) del racismo que siguió a la carrera imperialista. Pero al ponerle otro marco, el relativismo cultural pierde todo su valor. Es más, se hace tan peligroso como la xenofobia. El relativismo, como su nombre indica, nunca lo puede ser en términos absolutos. El relativismo debe ser relativo: no toda opinión es tolerable, no toda demanda es legítima. Un discurso equidistante blanquea el fascismo amparándose en una falsa idea que nos da el relativismo absoluto del concepto “tolerancia”. Es una trampa lingüística que no nos puede hacer caer en una trampa moral. Aunque parezca paradójico, ser relativista dentro del relativismo implica tomar bandos, clarificar posiciones, saber dónde hay que plantarse, dónde termina la tolerancia y empieza la tolerancia a lo intolerable. El relativismo nos habla de grises y matices. Pero hay casos en los que el gris es negro, porque no posicionarse es hacerlo del lado del poderoso.
Yo, como muchos, me había posicionado claramente hace ya bastantes años. Eso sí, sin perder las formas. Y ayer me llamaron ingenua. Me dijeron que (¿todos?) los independentistas catalanes lo habíamos sido al creer que la independencia era una realidad inminente allá en el otoño de 2017. Porque en el otoño de 2017 organizamos un referéndum que burló los cuerpos de inteligencia de un estado que no había escuchado durante años nuestras repetidas peticiones de celebrarlo; plantamos cara a los cuerpos policiales cuando nos pegaron sólo por votar en él; y lo ganamos. Todo ello sin perder las formas.
Ayer nos llamaron ingenuos por haber creído que eso bastaría para emanciparnos. Pero no bastó al estado opresor, ni a la hipócrita alianza burócrata que lo ampara (la UE); y lo que es peor: no bastó tampoco a nuestro propio gobierno catalán, que con mayoría parlamentaria independentista y un referéndum celebrado no supo canalizar y hacer efectivo el proceso de descolonización.
Puede que sí, puede que hayamos sido ingenuos. Al fin y al cabo, ya les he dicho que hasta hace una semana mi rostro no se había dirigido nunca tapado a una manifestación ni mis huesos habían recibido ningún golpe de porra. Hasta hace media, mis ojos no se habían protegido con otras gafas para el gas lacrimógeno, ni mi casco de bici me había acompañado sin ir montada yo en ella. Al fin y al cabo, hasta hace 2 días mis orejas no habían escuchado el relato de un amigo apaleado en un furgón policial. Así que hasta entonces he estado manteniendo las formas y creyendo que, quizás, bastaría.
Pero oigan, es que nos dijeron que ésta era la Revolución de las sonrisas y nosotros, idiotas, nos limitamos a eso: a sonreír –seguros de que la razón basta para empoderar al oprimido, de que con las manos en alza se puede obligar a capitular al opresor.
Al fin me di cuenta de que al hacerlo, al limitarnos a sonreír, no estábamos pecando de ingenuidad, sino que cometimos un pecado mucho más grande, mucho menos perdonable: fuimos altivos. Asumimos que la vía catalana podía conseguir lo que otros sin pagar su mismo precio. (Lo cual estaría muy bien si no fuera por el etnicismo implícito que se escondía tras la argumentación que sustentaba dicha visión). Y así fue cómo la sonrisa se nos enquistó en los labios hasta no ser ya sonrisa, sino mueca de inercia. Pero seguía –sigue –tan omnipresente su rictus que no sólo no admitimos que esa vía falló, sino que condenamos, censuramos y estigmatizamos a los que dejaron de limitarse a sonreír. A los que pasaron a la acción. Al menos hasta hace una semana, es decir, hasta que se filtró la sentencia en unas formas sospechosas en un supuesto Estado de derecho. Entonces muchos ingenuos, muchos altivos, supimos que la sonrisa no era ya nuestra fortaleza (quizás nunca lo había sido), sino nuestra debilidad: los que sólo sonríen son también los que compran el discurso que han construido los sustentadores del status quo –son los que confunden resistencia no violenta con performance inofensiva y desobediencia civil con boicots de bajo coste. Son aquéllos que usan el mismo término (‘violencia’) para hablar de los abusos policiales y de las reacciones contra dichos abusos. Son los que creen que se puede luchar contra el sistema sin ir contra el sistema.
A esos, no les pido que dejen de sonreír. Les pido que no se limiten a ello. No hay lugar ahora para la contemplación. Que no, que no todos servimos para todo- pero todos servimos para algo. Que a lo mejor yo no sirvo para pensar la revolución, para escribirla, para argumentarla. Los que puedan hacerlo, deben. Desde casa, si quieren. Pero sin condenar a los que luchan a pie de calle, porque al fin y al cabo son éstos los que llenan de contenido las formas de sus discursos. La mentira más grande en la que habíamos caído es la idea que se pudiera hacer frente al sistema (más concretamente: a un estado con tintes marcadamente fascistas) sin luchar activamente, incluso proactivamente, contra él. Por eso algunos ingenuos hemos decidido dejar de ser altivos y asumir que nuestra vía falló; algunos altivos hemos decidido dejar de ser ingenuos para asumir que a la violencia institucional no se la vence con razones ni a la policial sin barricadas. Y eso no significa que hagamos apología de la violencia. Pero nuestra resistencia no-violenta no puede ser ya meramente defensiva ni reactiva; debe ser (pro)activa y combativa. Y esa resistencia, en un marco de represión que se sitúa fuera de las leyes de lo justo y lo legítimo, debe taparse el rostro. Pero quién sabe, quizá bajo del buf se pueda llevar también una sonrisa –una menos ancha, una menos niña. La resistencia combativa puede muy bien hacerse con alegría, como versaba un poeta nuestro.
Así que sonriamos si nos apetece. Pero no por lema, no por performance. Y, sobre todo, no nos limitemos a eso. No condenemos la resistencia en las calles ni estigmaticemos aquéllos que la lideran no sólo con sus razones sino también con su cuerpo: ganando en contenido aun perdiendo las formas.
Hoy, una semana y media después de la sentencia, mi cuerpo es otro: otro rostro, otros huesos, otros ojos, otros oídos, otro outfit. Y la sonrisa menos ancha, menos niña. Hoy pierdo las formas si hace falta y combato alegremente, activamente, unida a aquéllos que no se limitan a sonreír. Porque en toda revolución se puede sonreír, pero con eso no basta.