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¿Cómo salvamos los libros de la hoguera?

Cecilia Rodríguez

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¿Cómo salvamos los libros de la hoguera?

Cecilia Rodríguez

Ideas de Izquierda

Viaje a las entrañas de la industria cultural.

En una escena del Quijote, un cura y un barbero le revisan la biblioteca al ingenioso hidalgo y deciden, a través de un diálogo hilarante, cuáles libros irán a la hoguera. La imagen de arrojar libros al fuego nos puede parecer cruda, pero la crisis actual, la política anticultural de Milei y el funcionamiento normal de las industrias culturales hacen cosas parecidas a los personajes de Cervantes, solo que sin tomarse el trabajo de dialogar.

En nuestra historia reciente, los grandes saqueos que destruyeron las condiciones de vida de las mayorías trabajadoras también postraron la producción de libros. En 1974 se produjeron 50 millones de ejemplares. En el primer año de la dictadura el número cayó a 41 millones y para 1979 se redujo a 31 millones [1]. Así también, luego de la crisis del 2001, la producción cayó de 55 a 33 millones de ejemplares y los guarismos previos a la crisis recién se recuperaron en 2005 [2].

¿La situación actual se encamina hacia otra crisis de este tipo? En la última edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires cayeron un 40% las ventas. Al impacto de la crisis económica general, se suma el peso del oligopolio Ledesma-Celulosa, que fija los precios del papel al doble que lo que indican los precios internacionales (en Europa sale dos dólares el kilo y aquí sale cuatro y constituye el 55% del costo industrial del libro). Otro factor que se suma es la política del gobierno, que cancela o reduce todos los programas estatales de incentivo al libro [3] y pretende derogar la Ley de Defensa de la actividad librera [4], conquista del 2001 que protege a pequeñas editoriales y librerías de la competencia desigual con los grandes grupos económicos. Todo esto presiona a la pérdida de puestos de trabajo y al aumento de los precios de los libros convirtiéndolos en bienes cada día más inaccesibles para las grandes mayorías.

La cultura de la destrucción

Los libros, en formato escrito o sonoro, en papel o digital, son aún el modo privilegiado de transmisión de conocimientos de generación en generación. La posibilidad de acceder a ellos desde la infancia es algo básico para educarse, desarrollar la imaginación, aprender formas de pensar, de vivir, de sobrevivir, acceder a la universidad y a un buen trabajo. Sin libros nadie aprendería a defender los propios derechos y no podrían hallarse verdades históricas o científicas en medio de tantas fake news.

La dictadura del 1976 también vino a destruir los libros que leía la generación del Cordobazo. Una generación que sabía perfectamente cómo defender sus derechos leía libros de todo tipo: de historia, de literatura, de poesía, de política, de todos los estilos, en todos los géneros, con posiciones encontradas sobre lo humano y lo divino. Los historiadores del libro dicen que la Argentina vivió su época de oro en los ’40 y ’50, tiempos en los que publican Borges y Cortázar y editoriales nacionales son líderes en el mercado hispanohablante. En los años previos a la dictadura, la Argentina ya no es líder en el mercado en español, pero sigue siendo una industria muy prolífica.

Un repaso por algunos de los autores y autoras que se están publicando en esos años da cuenta de la diversidad y calidad de lo producido, así como también del tipo de lecturas que aborda esa generación revolucionaria: Abelardo Castillo, Rodolfo Walsh, Olga Orozco, Juana Bignozzi, Alejandra Pizarnik, Manuel Puig, Juan José Saer, Haroldo Conti, Ricardo Piglia, Osvaldo Lamborghini, Leónidas Lamborghini, Germán García, Luis Gusmán, Bernardo Kordon y un largo etcétera. También en otros lenguajes (cine, música, artes plásticas, danza, música, historia, filosofía) florecen mil flores en el periodo ’68-76. Es preciso notar que, aunque hoy los nombres listados parecen de “nicho”, novelas como Boquitas pintadas o Nanina fueron best sellers a fines de los ‘60.

La dictadura postró ese mundo cultural a fuerza de censura, represión y neoliberalismo, pero no pudo matarlo. En los ‘90 el neoliberalismo puso a la venta todo lo que había resistido y el Grupo Planeta (de capitales españoles) y Random House (en ese momento de capitales yanquis y alemanes en proceso de fusión) empezaron a comprar sellos en el país. El avance de estos grupos nunca se detuvo. Hoy producen el 40% de los ejemplares que se publican por año [5] y se estima que acaparan tres cuartos de los ingresos anuales que provienen del mercado del libro [6]

Estos grandes grupos económicos (a los mencionados se suma el grupo Prisa-Santillana, que últimamente viene vendiendo sellos a Penguin Random House) tienen la costumbre de destruir una cierta cantidad de libros que no se venden rápido. Mantenerlos como fondo o repartirlos como gratuitos representa un costo impositivo o logístico que se quieren ahorrar [7]. Entonces mejor destruir: no importa cual libro, cualquiera. El cura y el barbero de Cervantes tienen la decencia de intercambiar razones, más no sean absurdas. Acá se destruye la materia en sí, no hay tiempo para reflexionar.

Lo peor de todo es que ese 40% de ejemplares que producen los grandes grupos está destinado solo al 25% de los títulos. El 75% de los títulos que se publican por año salen en tiradas más pequeñas, por un ecosistema de editoriales un poco más ecológico y que incluye a algunas empresas nacionales considerables, otras empresas más pequeñas y una red más bien autogestiva. Una parte de este sector se reúne anualmente en la Feria de Editores o FED.

A partir de la rebelión popular del 2001 surgieron nuevos colectivos culturales, editoriales, librerías, pensadas en un principio no tanto como negocio (¿qué esperanza había de negocio, en esos días?) sino como una acción cultural y política. Luego la estabilización económica (sobre la base del saqueo del 2001) permitió una recuperación del sector, pero sin revertir lo conquistado por el neoliberalismo. Una nota reciente de Ideas de Izquierda habla del activismo artístico que floreció en el 2001 y cómo fue cambiando eso en el período 2003-2015, donde por un lado hubo una cierta conquista material (hubo más recursos y programas estatales de incentivo a la cultura, y en el caso del libro hubo una Ley de Defensa de la actividad librera desde el 2001) pero la producción simbólica de estos sectores, aunque fructífera y de calidad, no salió del “nicho”. Mientras tanto la industria cultural “de masas” siguió en manos de los mismos grupos económicos de los ’90. Quizá aquí haya una respuesta de por qué es tan fácil sembrar ideas de ultraderecha y por qué es tan a contracorriente sembrarlas en sentido contrario.

El caso de Penguin Random House (PRH) es bastante ilustrativo. Es el grupo editorial trasnacional más importante del mundo, con presencia inédita en 250 países y una posición de liderazgo en los mercados del libro de Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Engendro nacido de una serie de fusiones entre capitales alemanes (el grupo Bertelsmann), norteamericanos (Random House, comprada por Bertelsmann en 1998) y británicos (Penguin-Pearce, con quien Bertelsmann se fusionó en 2013 para terminar de comprarla en 2020) absorben también editoriales de capitales portugueses, españoles e italianos (es el caso de Mondadori, cuyo nombre ya fue borrado del mundo editorial). En la guerra mundial del libro pasa lo que predijo Philip Dick: ganaron los alemanes.

La familia que dirige el grupo Bertelsmann tiene un admitido pasado nazi. Nacida como editorial religiosa en 1835, la pequeña empresa familiar se convirtió en un gran grupo haciendo folletos para las fuerzas armadas nazis (que por otro lado sí quemaban libros ¡los de la competencia!). Sus plantas en países como Lituania operaban con mano de obra esclava de los campos de concentración. Cuando ganaron los aliados, Bertelsmann se presentó ante las nuevas autoridades como una editorial que había sido perseguida por Hitler y obtuvo, para 1947, una licencia de publicación. Pero el pasado heroico era mentira y así lo demostró la Comisión Independiente que investigó en 2002 la historia de la compañía y la obligó sacar la mentira de sus páginas.

En 2020, PRH, ya enteramente en manos del grupo Bertelsmann, demandó ante tribunales norteamericanos a “Internet Archive” por difundir de forma gratuita versiones escaneadas de algunos sus libros en el contexto particular de la pandemia. La demanda era por “infringir derechos de autor”, pero lo cierto es que un grupo de esa magnitud puede pagar derechos sin problemas también para los libros que se difunden escaneados en un contexto excepcional. Solo bastaba que “Internet Archive” informara sobre las descargas y se podía implementar. ¡Ni siquiera ese gesto!

El negocio capitalista es incompatible con el reconocimiento de la cultura como un derecho, o, más bien, para ellos la cultura tiene derecho a circular solo si les produce una ganancia. Si es un gasto: ¡a la hoguera! O por lo menos a la trituradora.

Cooperativismo y capitalismo

En Las reglas del arte, Pierre Bourdieu propone un modelo para comprender cómo funciona el “campo literario” en las sociedades capitalistas. Más allá de las críticas que puedan hacerse, algunas cosas de su análisis resultan muy actuales. Uno de los asuntos con el que más machaca es la posición contradictoria que ocupan escritores y escritoras. Su análisis parte de estudiar ese problema en la segunda mitad del siglo XIX en Francia y es bastante sorprendente leer fragmentos de cartas de Flaubert donde denuncia situaciones aún vigentes: “somos obreros de lujo, pero resulta que nadie es lo suficientemente rico como para pagarnos”.

La industria capitalista del libro no considera a los escritores como trabajadores. O, mejor dicho: una cosa es escribir y otra distinta es ser autor o autora. Nadie puede negar que escribir cuesta trabajo y tiempo. Pero al mercado editorial le es indistinto si una novela se escribió en diez años o en uno, ni puede tomar en cuenta el tiempo de lecturas que se requieren para escribir un libro. Las editoriales no pagan el trabajo de escritura propiamente dicho [8] sino los derechos de publicación de una obra ya terminada y cuya autoría se atribuye legalmente a una persona. Hay casos en los que autor y escritor son la misma persona y casos en los que no. Se sabe que Alejandro Dumas no escribió todas las novelas que se le atribuyen y uno de sus “escritores fantasmas”, Auguste Maquet, le ganó a medias un juicio que lo obligó a pagarle más dinero por sus colaboraciones con Los tres mosqueteros y El Conde de Montecristo, entre otras. Sin embargo, el nombre de Maquet jamás figuró ni figura en los libros.

La editorial firma con el autor (que puede ser o no el escritor real) un contrato de cesión de derechos de publicación y, a cambio, le ofrece un porcentaje sobre las ventas, que en el mejor de los casos es un 20% [9]. Sin embargo, visto que la editorial es un grupo económico y el autor solo una persona (con suerte tiene un agente) la relación es desigual. La editorial no está obligada a informar a ciencia cierta cuánto vendió: ese 20% puede reducirse a 15% o 10% y el escritor no tiene modo de saberlo. Hay editoriales que directamente no pagan y otras que cobran al autor por publicarlo. En estos casos, más que trabajadores, los escritores son campesinos que arriendan una parcela para labrar la tierra de la palabra.

Mientras exalta el valor simbólico del trabajo de escritura (con ese símbolo se venden los libros), el mercado editorial no le reconoce una parte equivalente del valor económico y la industria de conjunto se beneficia de esa inseguridad que tiene la condición de escritor sin sueldo fijo, porque lo obliga a aportar otro cúmulo de trabajo no remunerado para poder “llegar” al mundo editorial y mantenerse allí. Por ejemplo, un manuscrito suele ingresar al circuito de las grandes editoriales a través de la recomendación de un autor ya publicado. Las editoriales le dan mucha importancia a estas recomendaciones, aunque no tanto como para pagarlas, como sí pagan a agentes literarios y scouts cuando de sus recomendaciones surge un contrato. También es común que no se paguen las charlas, seminarios, contratapas, reseñas, promociones en redes y toda una serie de cosas que escritores y escritoras también hacen y que forman parte del trabajo cooperativo editorial que hace que los libros existan y circulen.

A escritores y escritoras se les exalta el talento personal, el genio individual, tanto como se les niega reconocimiento por su rol en el trabajo editorial colectivo. Como contrapartida, el negocio capitalista sí reconoce al trabajador de la edición como asalariado, pero lo despoja de los laureles del valor simbólico y degrada una parte de este trabajo como trabajo precario, mal pago y cada día más anónimo. Se aprovecha malamente de las buenas formas del trabajo cooperativo para dividir el trabajo en “equipos” y pagarle a todo el mundo algo distinto. Un ejemplo son los equipos de “lectores informantes”, empleados que se pasan el día leyendo manuscritos y haciendo unos informes de lectura según pautas que pide toda empresa capitalista (a quien le puedo vender, a quien podría ofender, etc.). Luego eso pasa a otra instancia entre editores y publicistas y averiguaciones de derechos que terminan por decidir cuáles de esos manuscritos iniciarán su camino hasta ser libros.

En el trabajo editorial a gran escala se dividen y diversifican aspectos de un trabajo que en su forma artesanal cumplía una o pocas personas. Todavía lo cumplen una o dos personas en muchos casos, tal vez la mayoría del ecosistema editorial que no pertenece a grandes grupos y tiende a ser pequeña empresa o autogestión. Aunque a veces esa labor artesanal de las pequeñas editoriales se resalta en sus aspectos simbólicos, hay que reconocer que materialmente se encuentra en una inferioridad total ante una industria hiperconcentrada. El pequeño editor se desgasta a sí mismo tratando de sostener con el cuerpo las exigencias de leer muchos manuscritos, conseguir el papel, la imprenta, ir las ferias, recorrer librerías, organizar eventos de promoción y tiene menos tiempo para dedicarle a la labor de lectura crítica y “golpe de ojo” que detecta los problemas o asuntos que no terminan de cuajar en un texto y que, mejorándolas, hacen a un libro más poderoso.

Las formas cooperativas de trabajo editorial, aún a gran escala, son bastante lógicas. Si tuviéramos que imaginar un gran grupo editorial no capitalista, tal vez también tendríamos equipos de lectores informantes, pero seguro tendrían más tiempo para leer, harían otro tipo de informes y el valor simbólico que aportan a la producción colectiva sería menos ignorado. De hecho, muchas de las personas que hoy recomiendan libros en redes sociales serían excelentes lectoras informantes. Las formas de trabajo cooperativo editorial parten de lo que las personas ya hacen por su cuenta, sin que nadie se lo pida, y que persiste como militancia y autogestión aún en tiempos difíciles como fue el 2001. Los grandes grupos económicos expropian este trabajo cooperativo para sus propios fines, el de la ganancia. Introducen desigualdades internas y muchas irracionalidades. Lo peor de todo es que, en países como el nuestro, cuando el negocio no cuadra, los grupos de capitales imperialistas mueven las vacas a otro país y nos dejan las penas.

Exijamos medidas más extremas: la cultura no se negocia

Para evitar que la crisis en curso redunde en una nueva destrucción histórica de nuestra cultura, necesitamos medidas extremas que le pongan un límite a la voracidad de los grandes grupos económicos y oligopolios, empezando por derrotar la política de su principal defensor (el gobierno) pero también yendo más allá de la “mímica de Estado” que, según Pablo Semán, hicieron los gobiernos peronistas de las últimas décadas [10].

Un punto de partida es pelear para que siga vigente la Ley de Defensa de la actividad librera (el gobierno ya intentó derogarla con la Ley Bases, no pudo, pero el ministro Sturzenegger insiste y asegura que avanzarán con su anulación) y que se restituyan y amplíen todos los programas estatales de incentivo al libro. Además, debe crearse el largamente adeudado Instituto Nacional del Libro, reclamo que les trabajadores de la escritura vienen sosteniendo desde hace décadas, con varios proyectos de ley que nunca fueron “prioridad” de ningún gobierno ni llegaron a votarse en las cámaras.

Un eventual Instituto del Libro debería partir de superar los límites, la burocracia, y el uso antidemocrático que se hacen de ellos por cada gobierno, sea del signo que sea. Debería financiarse con impuestos progresivos a los grandes grupos económicos que controlan el mercado editorial, pero el manejo de los fondos de fomento y su distribución no puede estar en manos de funcionarios estatales elegidos a dedo sino bajo control democrático de escritores, bibliotecarios y trabajadores de la cultura, votados en las bases de cada sector y región.

Por otro lado, se necesitan medidas de fondo contra el oligopolio del papel. Aunque internacionalmente crece a un ritmo más acelerado el mercado del libro digital, en Argentina la industria todavía está basada en el papel (en parte por tradición, en parte porque no existe producción local de dispositivos de lectura accesibles), por lo que sin destruir el poder que tiene el oligopolio Ledesma-Celulosa para desabastecer a las editoriales (como hicieron en 2020) o imponer sobreprecios no es posible tener políticas efectivas de promoción del libro. Además las prácticas de estas empresas tienen un impacto ecológico y sobre la salud de las poblaciones que debe ser controlado [11].

Para controlar a las papeleras se requiere de la participación de sus trabajadores, que son los que tienen acceso a los secretos de la producción que estas empresas ocultan a la población en general. Para ello hay que formar comités de trabajadores del papel que tengan plenos poderes para regular y decidir sobre la producción. Estos comités podrían reunirse con representantes del sector editorial y de escritores para definir políticas de incentivo al libro. Una de ellas debería ser la venta de papel más barato, a precio de costo, a las editoriales que no explotan trabajo ajeno o tienen pocos empleados, y también para las publicaciones de reparto gratuito en escuelas y bibliotecas. Los grandes grupos editoriales pueden comprar el papel a precio internacional, pero que haya libros en las escuelas y bibliotecas no puede depender de la cotización del dólar.

Si estas papeleras se niegan a estos controles básicos, deben ser nacionalizadas bajo gestión de sus trabajadores (lo mismo que Papel Prensa, saqueada por la dictadura), como ya funcionan muchas cerámicas de Neuquén y la gráfica Madygraf.

Abrir paso a una nueva sociedad

En otra nota reciente de este suplemento, se dice que “el discurso de que no hay alternativa al capitalismo aglutina al liberalismo y al peronismo. De un lado, Milei sostiene que el mercado no se equivoca, que los capitalistas son ‘héroes’ (…) Del otro, CFK afirma que el capitalismo es ‘el modo más eficiente para producir’ e insiste con el fracasado proyecto de “regular” a las grandes corporaciones a través del Estado”. Como contrapartida, el artículo defiende que la clase trabajadora “como clase productora de la sociedad es la portadora potencial de nuevas relaciones de cooperación, de una fuerza social y productiva con un potencial creador, tanto en el terreno económico como en el político, que puede abrir paso a una nueva sociedad”.

Es imposible resolver algunos de los problemas históricos aquí abordados sin trascender el modo capitalista de producción y liberar el trabajo cooperativo, no solo de los trabajadores industriales y demás asalariados, sino también de quienes trabajan en la producción de cultura simbólica, aunque a veces no cobren un salario por ello. Aunque algunas filosofías posmodernas disminuyan la importancia de la acción de la clase trabajadora a la hora de transformar la cultura simbólica, aquí intentamos demostrar que no se puede evitar el apagón de la cultura (como está ocurriendo actualmente en la Argentina y no solo con los libros) sin la participación activa de los trabajadores que pueden ejercer un control efectivo sobre las industrias materiales que están en la base de toda industria simbólica (en este caso trabajadores de las papeleras, de la madera y de la zafra).

Esto está lejos de ser una utopía: en el 2001 hubo un proceso de fábricas recuperadas que demostró que ramas enteras de la producción, como las cerámicas, pueden funcionar bajo control obrero. Si esa fuerza se pone en acción nuevamente (con más recursos organizativos y políticos que en aquel entonces) y efectivamente los trabajadores del papel pasan a controlar su industria y hay papel barato para el ecosistema editorial no monopólico, se liberan fuerzas creativas en el mundo de la escritura y la edición, que de repente ya no tienen que luchar tan a contracorriente para subsistir. Esto no resuelve automáticamente el problema de la remuneración a escritores o escritoras, pero sí empodera al colectivo para exigir mejores condiciones y aporta recursos para pensar otras políticas hacia el sector.

Conquistar ese tipo de uniones estratégicas entre trabajadores que se desempeñan en las industrias que están en la base de la cultura simbólica y trabajadores de la cultura simbólica, para arrancarle poder real (material y simbólico) a los capitalistas, puede convertirse en un potente ejemplo de que sí hay alternativa al capitalismo. En los ‘90 nos decían que ya no era posible hacer o incluso imaginar una revolución de la clase trabajadora, que les quite el poder y organice la vida sobre nuevas bases, valores e ideas. Ahora Milei y toda la derecha mundial no paran de chillar contra el “comunismo” y el “socialismo”. Lo que más temen es que les arranquemos sus privilegios y abramos paso a una nueva sociedad.

Parte de ese camino empieza si artistas y trabajadores de la cultura asumimos una postura de clase: nuestra liberación es la liberación de todos los trabajadores y necesitamos que todos los trabajadores abran su camino a la liberación para liberarnos. Un primer paso es organizarse de forma independiente a las direcciones políticas que negocian o dejan pasar los ataques del gobierno, y levantar programas más radicales, que ataquen núcleos del poder capitalista en la industria cultural que nos mal emplea.


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NOTAS AL PIE

[1La industria del libro en Argentina. Centro de Estudios para la Producción. Secretaría de Industria, Comercio y de la Pequeña y Mediana Empresa (2005).

[2Informe de producción de la Cámara Argentina del Libro (2016).

[3Se cancelaron las compras de libros que el Ministerio de Educación realizaba para distribuir gratuitamente en bibliotecas y escuelas. Se recortaron los fondos para que las bibliotecas populares puedan comprar libros en la Feria Internacional de Buenos Aires (el número de bibliotecas que recibió el beneficio se redujo de 983 a 744 y la cantidad de libros que pudo comprar cada una cayó de 122 a 76). Se redujo el Programa SUR de incentivo a las traducciones, recortándose el presupuesto que en 2023 alcanzó para promover 123 traducciones a uno que solo alcanza para 10.

[4La Ley 25.542 de Defensa de la actividad librera establece el derecho de las editoriales a fijar un Precio Único de Tapa para los libros que producen. En Gran Bretaña se derogó una ley similar y el resultado fue que cerraron un tercio de las librerías y los precios de los libros aumentaron un 20% en el mediano y largo plazo.

[5Dato extraído de los informes de producción de la CAL de 2014 a 2023.

[6La industria del libro en Argentina. Centro de Estudios para la Producción. Secretaría de Industria, Comercio y de la Pequeña y Mediana Empresa (2005).

[7También está la “trampita” opuesta: conservar pocos ejemplares para no devolver los derechos de publicación al autor porque la mayoría de los contratos indican que dura “hasta que se agote la edición”, entonces siempre queda uno en depósito.

[8El tarifario de la Unión de Escritores y Escritoras sí aporta el dato de cuánto vale el trabajo de escritura cuando se hace en calidad de escritor fantasma: entre $17.850 y $26.265 cada 1000 caracteres. Pero el trabajo de escritura en “nombre propio” no tiene un valor determinado (el capitalismo no logra medir el trabajo libre, que se hace bajo autoridad de nadie) y el cobro que se admite por él es el de los derechos de autor.

[9Según el tarifario de la Unión de Escritores y Escritoras, actualizado en enero de 2024, el pago correspondiente es un 5% de adelanto sobre la tirada y entre un 10 y un 15% sobre las ventas. Los porcentajes se calculan sobre el precio de tapa. Algunas editoriales pequeñas y medianas pagan derechos de autor del 20% sobre las ventas pero no pagan adelantos.

[10En los discursos peronistas muchas veces se enaltece el período 2003-2015 como una etapa durante la cual el Estado fomentó fuertemente la cultura. Los números no acompañan al relato: entre los años 1990 y 2003 el porcentaje promedio del gasto público en cultura fue de 0.25% mientras que en el período 2003-2015, fue del 0.27%, muy por debajo de lo sugerido por la UNESCO, que recomienda que el porcentaje destinado a cultura no sea inferior al 1%. Las fuentes de los datos citados son dos informes del Ministerio de Economía de la Nación sobre el “Gasto Público Consolidado” en los periodos 1980-2003 y 1987-2015.

[11Por ejemplo, Ledesma se vanagloria de producir un papel ecológico, pero la materia prima que utilizan es el bagazo de caña de azúcar, que acumulan en montañas gigantes a la intemperie. El polvillo del bagazo que respiran trabajadores y poblaciones cercanas a la planta produce graves enfermedades respiratorias.
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Cecilia Rodríguez

@cecilia.laura.r
Militante del PTS-Frente de Izquierda. Escritora y parte del staff de La Izquierda Diario desde su fundación. Es autora de la novela "El triángulo" (El salmón, 2018) y de Los cuentos de la abuela loba (Hexágono, 2020)