La presión sobre el “Estado presente” como estrategia fallida e impotente. La crisis de las salidas individuales y la llamada “meritocracia”. Hay que desarrollar otra militancia, que apueste conscientemente por un futuro socialista construido desde abajo. Sumate a participar e impulsar las asambleas del PTS-Frente de Izquierda.
Viernes 4 de noviembre de 2022 21:29
Rodolfo Walsh escribió que "nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan”.
La cita, utilizada infinitas veces, tenía, sin embargo, un contexto preciso. El autor de Operación Masacre escribía al calor del Cordobazo. La historia a ser borrada se había construido en las barricadas que poblaron el centro cordobés; en los heroicos combates dónde el pueblo insurrecto derrotó a las fuerzas policiales y resistió, como le fue posible, al Ejército.
Estratégicamente, esa es la memoria que la clase dominante quiere obstruir; la de las grandes acciones de masas que sacudieron la historia más allá de la dirección de las fuerzas políticas capitalistas. Un largo historial que cuenta enormes hechos como la Semana Trágica (1919); las rebeliones de la Patagonia Rebelde (1920-21); la huelga general de 1936; el mismo Cordobazo o la huelga general contra el Plan Rodrigo, en 1975. Más acá, en el tiempo, en otro contexto, debe anotarse la rebelión popular de diciembre de 2001, con toda su potencialidad y sus límites.
En esa cartografía ocupa un lugar específico el 17 de Octubre de 1945. Convocado a pesar del mismo Perón -que, encarcelado, planificaba un calmo retiro- terminó funcionando como momento fundacional del peronismo que, poder estatal en mano, buscaría evitar repeticiones de ese tipo de jornadas.
En cada una de esas rebeliones anidaba -latente y en potencialidad diversa- la posibilidad del despliegue político independiente de la clase trabajadora. Esa historia, esos héroes y heroínas, esas experiencias, son las que las clases dominantes buscan borrar. Los discursos ideológicos -del pasado y el presente- se tejen, con demasiada frecuencia, atendiendo a esa tarea.
Un sujeto ausente: el Estado "presente"
De tanto repetirse, la escena se torna bizarra, absurda. Funcionarios y periodistas afines reiteran el discurso condenatorio a los “grandes formadores de precios”; amenazan con sanciones; repudian la “carencia” de solidaridad. Del otro lado, patronales como Arcor, Bunge o Coca Cola responden con salvajes remarcaciones. El resultado es, siempre, la caída del poder adquisitivo del salario.
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El kirchnerismo hizo del “Estado presente” parte su relato épico. Intentando borrar la memoria de la rebelión popular de 2001, lo presentó como el sujeto social y político capaz de suturar las heridas dejadas por el neoliberalismo. Como el agente de una reparación que llegaría a los más desposeídos y golpeados por la mano -invisible y dura- del Mercado. La labor estatal “desde arriba” como salida a la agenda que la sociedad y la calle habían dejado planteados “desde abajo”.
La realidad posterior resultó esquiva para ese discurso. El crecimiento “a tasas chinas” no derramó más que moderadamente. Aquellos doce años -reivindicados este viernes por la vicepresidenta- no liquidaron la pobreza estructural que se sostuvo en el umbral del 25 %. Tampoco revirtieron la precarización del empleo heredada del ciclo menemista. Fueron, por el contrario, años de extensión de la tercerización laboral y el monotributo.
Al final, detrás de todos los relatos, el “Estado presente” era, en esencia, el Estado burgués. Es decir, una “junta de los asuntos comunes de la clase capitalista” que -evadida la amenazante rebeldía social- retornó a sus tareas esenciales como aparato de opresión al servicio de la clase dominante. Las dos décadas transcurridas lo confirman.
El fracaso de aquel discurso solo confirmó la evidente imposibilidad de ese Estado para regular al poder capitalista y redistribuir la riqueza en beneficio de las mayorías populares. Si el kirchnerismo se refugia aun en ese relato, es para guardar el mayor silencio posible sobre el presente, donde el aval al ajuste de Massa se ejecuta por medio de complicados malabarismos verbales.
En los primeros años del ciclo kirchnerista, bajo aquella estrategia política, múltiples organizaciones políticas y sociales se convirtieron en grupos de presión sobre el poder estatal. Actuando en función de ese objetivo, la militancia colectiva pronto se tropezó con un obstáculo. Encontró ante sí un “Estado presente” que le enunciaba, a cada paso, los límites de lo posible. Elevada a argumento permanente y circular, la “correlación de fuerzas” se presentó como sustento para todas y cada una de las concesiones ante el poder económico y las grandes corporaciones. Las palabras y los discursos, impotentes, no alcanzaron para afectar el poder real de la Sociedad Rural, Clarín o la casta judicial.
La militancia política mutó, cada vez más, a espacio de lucha solo contra esa derecha política, mediática y social. La conclusión obligada fue la defensa malmenorista de prácticamente todo lo que las gestiones kirchneristas decidieran implementar. La indulgencia ante ajustes y represiones se tornó práctica reiterada. La resignación, en motor de justificaciones.
Bajo esa lógica se aceptó como necesarios a aquellos aliados que desacreditaban cualquier discurso progresista. Un listado breve incluye apellidos como Insfrán, Urtubey, Pedraza o Pichetto.
La política se convirtió, cada vez más, en confianza acrítica en las “virtudes” de los dirigentes y, en particular, de Cristina Kirchner; en aceptación o resignación ante lo que fuera considerado posible por aquella dirigencia. La militancia del conformismo se impuso en amplios sectores. La realidad pasó a ser aquello que podía ser criticado discursivamente, pero no transformado prácticamente. El escepticismo ganó terreno sobre los límites de una determinada estrategia política. Lógicamente, el malmenorismo avanzó. La derecha, consciente del espacio que se le cedía, también.
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El mito de la meritocracia
Los años macristas condenaron la militancia política. Difuminando las fronteras entre proyectos y estrategias, el discurso político-mediático dominante hizo descender toda práctica política colectiva al mundo del barro y la corrupción. El discurso estigmatizante se acompañó de la represión abierta y celebrada.
En abierta contraposición, la llamada meritocracia ascendió, casi, a filosofía de Estado. Su perduración fue, sin embargo, escasa. Chocó, rápidamente, con las condiciones de pobreza y hundimiento al que el país fue arrastrado por la gestión cambiemita. La promesa de un éxito basado en el puro esfuerzo personal se desvaneció casi de inmediato.
Muy pronto, el mundo de las “salidas individuales”, se convirtió en sobreempleo, precarización laboral y bajos salarios. Los tres años de gestión frentetodista no han hecho más que profundizar ese paisaje.
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La política como práctica colectiva
La crisis social se mueve al ritmo de la inflación. Asciende, vertiginosa, afectando a millones. Golpea la vida de adultos, jóvenes y niñes. La escasez de comida se deja sentir en muchos hogares. El creciente descontento con “la política” y los llamados “representantes” emerge como lógico daño colateral. Allí encuentra raíces el discurso falsamente libertario de Milei y cía.
La decepción y el escepticismo no son, sin embargo, el único curso posible. La política como práctica colectiva, ejercida “desde abajo” por la clase trabajadora, el movimiento de mujeres y la juventud, emerge como única alternativa a la creciente decadencia social. La actividad consciente y organizada en función de transformar de raíz un orden social que -en su propia naturaleza- es incapaz de brindar otra cosa que pobreza a las grandes mayorías populares.
Esa apuesta política puede y debe sustentarse a partir de múltiples fuentes. Estratégicamente, debe buscar raíces firmes en la fuerza social de la clase trabajadora. Ese poder que -hace apenas semanas- escenificaron los 5.000 trabajadores del neumático, haciendo entrar en crisis al conjunto de la cadena automotriz, despertando el pánico de la clase capitalista y su Estado.
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Pero la política colectiva encuentra, además, otras múltiples anclas: en los persistentes movimientos que combaten, a diario, por los derechos de las mujeres y las diversidades; en las familias y organizaciones que rechazan la constante agresión represiva del Estado capitalista; en la activa defensa del ambiente que ejercen múltiples organizaciones y colectivos.
Necesariamente, esa política tiene que nutrirse del odio de los más explotados y explotadas. De la bronca acumulada por el basureo patronal en los lugares de trabajo; ante la precarización diaria de la vida y el empleo; ante los salarios miserables que niegan, muchas veces, un plato de comida digna.
Organizar la fuerza de los trabajadores, las mujeres y la juventud es una tarea estratégica; la vía para ofrecer una alternativa de los explotados y oprimidos ante la crisis nacional. Solo desde la potencialidad de ese proyecto puede plantearse la perspectiva de dar solución a las demandas más urgentes de las mayorías populares. ¿Cómo encontrar un camino ante la crisis de la Salud pública sin apelar a la movilización más amplia y extendida? ¿O no es eso lo que muestra la enorme pelea de los y las residentes? ¿Cómo enfrentar la decadencia de la educación pública sin apostar a la organización democrática y conjunta de docentes, familias y estudiantes?
Debatir esta perspectiva resulta urgente y necesario. Es lo que nos proponemos desarrollar en las 100 Asambleas abiertas del PTS-Frente de Izquierda que tendrán lugar en una semana. Tu participación es fundamental.
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Lecciones del pasado, memorias del futuro
Las clases dominantes construyen una memoria destinada a borrar el enorme historial de luchas que cargan encima la clase trabajadora y el pueblo pobre. Apuestan, estratégicamente, al olvido de un pasado que está poblado de rebeliones y, también, de revoluciones. Ofrecen, a cambio, un presente de crisis y miseria como única alternativa posible. Cultivan el escepticismo en sus diversas variantes: con ajuste salvaje o con ajuste moderado.
En ese constante intento de tachar el pasado, un objetivo esencial lo constituyen las experiencias de autoorganización que, a lo largo de su historia de lucha, han puesto de pie la clase trabajadora y múltiples actores populares. Experiencias como la Coordinadoras Interfabriles que protagonizaron la huelga general de 1975. O, más acá en el tiempo, -y dentro de sus propio registro- las Asambleas populares que emergieron tras el 2001. Esas tendencias renacen de manera permanente. Expresan, en parte, la rebelión contra el control semi-totalitario que ejercen múltiples aparatos burocráticos ligados a las fuerzas políticas capitalistas.
Toda práctica política colectiva tiene que proponerse superar el umbral de la militancia del conformismo y el mal menor, para activar y construir una militancia plenamente transformadora y revolucionaria. Una militancia que se ofrezca como memoria de las lecciones del pasado para actuar en los combates presentes y preparar los futuros. La apuesta a organizar un gran partido socialista de la clase trabajadora tiene, también, ese objetivo estratégico.
Ofrecer un horizonte de futuro es posible. Es preciso asumir el desafío consciente de batallar por una transformación revolucionaria del orden existente. De aportar a la lucha por construir una nueva sociedad, socialista desde abajo, que solo puede encontrar su expresión plena a escala internacional, dejando atrás la miserable decadencia del sistema capitalista.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.