“El pasado lleva consigo un índice secreto que le remite a la redención. ¿Acaso no flota en el ambiente algo del aire que respiraron quienes nos precedieron? ¿No hay en las voces a las que prestamos oídos un eco de voces ya acalladas?” Walter Benjamin
Desde octubre del año pasado y también en el reciente acto en Avellaneda, un plenario de la CTA (Central de Trabajadores de la Argentina) del que participaron dirigentes de distintos gremios (estatales, subte, docentes, bancarios, judiciales, entre otros), Cristina viene propugnando un “capitalismo eficiente”.
En la CTA, Cristina Fernández de Kirchner dijo una gran verdad, que “En nuestra propia historia decodificamos y podemos atisbar lo que puede pasar, entonces atisbando lo que fue y lo que viene actuar en el presente. No se puede actuar en el presente sin estos dos elementos”. Pero volvió a machacar sobre lo que sería la principal lección del siglo XX, que el socialismo fracasó y el capitalismo se demostró como el sistema más eficiente. Se hace eco de un “sentido común” que instaló el neoliberalismo desde la caída del Muro de Berlín, una ideología noventista a la que le agrega “pero con control estatal”. Lo extraño es que lo hace cuando el sistema atraviesa la profundización de una crisis económica desde 2008, agravada durante la pandemia y ahora por las consecuencias de la Guerra de Ucrania, sin que sea vea una luz al final del túnel.
Desde su punto de vista, el pasado estaría al servicio de legitimar el sistema apostando hacia el futuro a un “capitalismo de consumo para todos y todas sin exclusión” y pelear en el presente junto al kirchnerismo por un capitalismo regulado desde el Estado.
Tomando en cuenta las consecuencias que tiene este razonamiento, y sobre todo porque busca dirimir en qué lugar hay que estar para fortalecer una perspectiva realista y favorable al pueblo trabajador, empecemos por las lecciones históricas.
Lo que fue: las voces acalladas en el siglo XX
En su alocución sobre el balance del siglo XX y la mayor eficiencia del sistema capitalista como productor de bienes y servicios, CFK viene omitiendo deliberadamente hechos que fueron determinantes, sin los cuales no se puede explicar ni el presente ni el futuro y que cuestionan de raíz su tesitura. Se trata de los fenómenos, que son congénitos al sistema capitalista, como las guerras y las crisis económicas y que recorrieron –y siguen ocurriendo– la historia del capitalismo. No es posible analizar el siglo XX dejando de lado las dos guerras mundiales por el reparto del mundo entre los países imperialistas y la Gran Depresión, que estalló en el corazón del imperialismo norteamericano extendiéndose al mundo durante toda la década del 30. Ocultar la muerte de decenas de millones de personas, la destrucción de bienes y servicios, sin parangón a escala planetaria, que ocasionaron estos acontecimientos; ocultar que de sus entrañas emergió el fascismo alemán o que en nombre de la “democracia” EE. UU. arrojó las bombas atómicas a un Japón ya derrotado militarmente solo para advertir al mundo quién era el nuevo amo, convierte la afirmación de Cristina en un relato por demás embellecedor del capitalismo.
En nombre del “socialismo” como en de la “democracia” se han perpetuado crímenes de todo tipo, pero lo cierto es que en la Unión Soviética jamás hubo socialismo [1], ni en ningún otro país. La condición sine qua non para la realización del socialismo es la abundancia de fuerzas productivas, imposible de materializarse a nivel de un solo país o países que prescindan del máximo desarrollo alcanzado en todo el globo, que permita sentar las bases, al decir de Marx, para el pasaje “del reino de la necesidad al reino de la libertad”.
Rusia, en 1917, era un país capitalista económicamente atrasado, gobernado por una dictadura zarista que sometía a su pueblo al hambre, la supexplotación y al papel de carne de cañón en las guerras. Lo que verdaderamente ocurrió fue que una revolución de los trabajadores y campesinos, dirigida por el Partido Bolchevique de Lenin y Trotsky, expropió a la burguesía, derrotó la ofensiva de 14 ejércitos imperialistas y logró instaurar un Estado obrero en alianza con los campesinos, basado en consejos de obreros, soldados y campesinos (soviets). Mediante la planificación de la economía, en el transcurso de pocos años, logró conquistas y un desarrollo que ninguna democracia capitalista otorgó ni vio jamás, desde el reparto de la tierra a los campesinos hasta convertirse en una de las principales economías del mundo. Un ejemplo gráfico es el de los primeros años 30, cuando la economía mundial se desplomaba, la producción industrial de los Estados Unidos caía un 25 %, la de Francia un 30 % y, en el mismo lapso, en la URSS aumentó un 250 %. El aislamiento de la Revolución rusa provocó el surgimiento de una burocracia que, sin liquidar las conquistas las fue socavando, se convirtió en el freno de la extensión de la revolución a nivel internacional y en correa de transmisión del capitalismo mundial, mediante la imposición de un régimen totalitario.
No obstante, Trotsky escribía en 1936, en medio de las más grandes purgas contra los revolucionarios, entre los que se encontraban sus seguidores, perpetradas por la burocracia de Stalin, que “Incluso en el caso de que la URSS sucumbiera como resultado de las dificultades internas, los golpes del exterior y los errores de dirección –cosa que esperamos firmemente no ver– quedaría, como prenda del porvenir, el hecho indestructible de que la revolución proletaria fue lo único que permitió a un país atrasado obtener en menos de veinte años resultados sin precedentes en la historia” [2].
Algo similar ocurrió en China, dividida por camarillas militares a principios del siglo pasado, prácticamente feudal, que con puño de hierro mantenía a los campesinos bajo la extrema pobreza antes de la revolución, se convirtió en una potencia, al expropiar a la burguesía y planificar la economía aún bajo el régimen burocrático de Mao desde sus inicios. En los 80, la burocracia china comenzó una reversión hacia la restauración capitalista que se consumó, masacre de Tiananmén de por medio, hacia fines de siglo.
No por casualidad Cristina soslaya en su reflexión los intentos revolucionarios, de emancipación nacional y de levantamientos que por doquier se llevaron adelante a lo largo de todo el siglo XX contra las consecuencias de la crisis del capitalismo en decadencia. La burocratización, la derrota o lo desvíos, muchas veces traicionados por sus direcciones, no anula el hecho de que fueron las masas trabajadoras el sujeto que mostró la capacidad y el potencial para enfrentar los desastres del capitalismo y cimentar las bases de una sociedad liberada de la explotación capitalista.
En definitiva, si se trata de decodificar las palabras para impedir la dominación cultural, como dijo CFK, digamos que bajo el “fracaso del socialismo” parece querer enterrar estas marcas de la historia del siglo XX. En aquellos acontecimientos los “reguladores” del capitalismo no enfrentaron a los grandes monopolios empresarios, como la vicepresidenta tuvo que asumir respecto a un hecho reciente como la crisis de 2008, sino que ayudaron a “normalizarlo”. Eso sí, no se priva de decir que su modelo es el actual “capitalismo de Estado” chino –gobernado de manera dictatorial por el mismo personal que lo hizo antes en nombre de “socialismo”–, consolidado vía la entrega a los países imperialistas de su clase trabajadora como mano de obra barata, presionando a la baja el valor de la mano de obra mundial, y contribuyente con creces del ciclo neoliberal.
“El peronismo es trabajo”: el trabajo del peronismo
Otra de las conclusiones de la historia de la vicepresidenta fue sobre su pertenencia al peronismo, sobre el que planteó no tenía problema alguno con su pasado. Si bien dijo que era una niña cuando se había cumplido el primer gobierno de Perón, ya no lo era en la década del 70, cuando en su tercer mandato vino a apagar el fuego del Cordobazo que había tirado abajo a la dictadura de Onganía. Cómo olvidar que fue el primer presidente en saludar el golpe militar de Pinochet, y que previamente decidió exiliarse en la Paraguay de la dictadura Stroessner y en la España de Franco. Pero peor aún, Perón creó la Triple A, con su secretario y mano derecha López Rega, la policía Federal –firmando de puño y letra la incorporación y el ascenso a esa fuerza de quienes comandaron la banda paraestatal– y las patotas de la burocracia sindical, que se cobró la vida de más de 1.500 militantes de la izquierda, dentro o fuera del peronismo. Mientras una nueva crisis inflacionaria –esta vez motorizada por la crisis del petróleo a nivel internacional– encontraba a los trabajadores en las calles, organizados en comités de fábrica, y con radicalizados métodos de lucha para impedir que los empresarios le descargaran sus costos, Perón buscó “normalizar” el capitalismo, incluso apelando a una fuerza represiva especial para lograrlo. Del ensayo revolucionario de los años 70 también se desprenden lecciones que el relato de la expresidenta busca enterrar. Fue el gobierno de Isabel Perón el que se convirtió en antesala del triunfo de la dictadura militar, dictadura que se encargó de terminar con toda la generación que había comenzado a hacer precisamente una experiencia con el peronismo, enfrentando sus políticas como la del Pacto social y el Rodrigazo.
En 1974 fue el último pico de salario real hasta la actualidad. Es decir, que en casi 50 años, incluidos los gobiernos kirchneristas, la clase trabajadora no vio aumentar su poder de consumo. El capitalismo de consumo de Cristina nunca se recuperó en el siglo XXI. El “crecimiento” del salario durante los gobiernos kirchneristas partía de un piso muy bajo, se dedicaron sólo a "devolver" lo que la clase capitalista había saqueado durante la crisis de 1998-2002.
En el mismo discurso que CFK afirmó que no tiene problemas con el pasado del peronismo, acusó al neoliberalismo por todos los males –al que en teoría habría que controlar– que llegó a nuestro país de la mano del propio peronismo. En los 90, el peronismo con Menem a la cabeza, venía a continuar lo iniciado por la dictadura impulsando, las contrarreformas neoliberales mandatadas desde el norte que acentuaron el atraso y la dependencia del país.
Desde los primeros días el menemismo impuso reformas precarizadoras, algunas por decretos y otras sancionadas en el Congreso gracias a la mayoría de representantes peronistas. En 1991 sancionan la Ley de Contrato de Trabajo (24.013), que entre otras cosas promovía los contratos flexibles y temporarios, una tendencia a mantener la precarización que perfeccionaron decretos presidenciales en 1992 y 1999. A esto se le sumó una ola de privatizaciones, entre ellas YPF, en la cual, el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, fue uno de los firmantes. La participación en las ventas del capital extranjero pasó de 22,6 % a 55 % entre 1991 y 2001. Ya para 1996, el fracaso del modelo empujaba a más trabajadores a la desocupación, llegando al 16% para 2001 y para 2002 ya alcanzaba casi el 22 %.
El plan “modernizador” neoliberal contaba con el apoyo entusiasta de los grandes grupos económicos. Gran parte de esos ataques y contrarreformas respondía a los dictados del FMI, que imponía las condiciones como parte del Plan Brady, para supuestamente aliviar la deuda externa de países como Argentina. Para ese entonces la deuda alcanzaba los 63.000 millones de dólares; cuando se fue Menem, llegaba a 146.000 millones. En el medio se pagaron 116.000 millones. El pacto del gobierno de Menem con el Fondo fue una estafa monumental que se volvería a repetir con el macrismo y un nuevo gobierno peronista volvería a legitimar.
El rol del Estado para convalidar las estafas es notable. En el año 2000, el juez Jorge Ballestero dictaminó, a partir de la denuncia de Alejandro Gaona Olmos (padre), que se detectaron 477 ilícitos en la constitución de la deuda durante la dictadura. Ese fallo fue enviado al Congreso, donde duerme hasta nuestros días. La deuda heredada de la dictadura se convirtió en una bola de nieve para los próximos gobiernos, generando una sangría de dólares constante que se le suma la dependencia constante de importaciones para sostener la actividad, producto de una estructura económica atrasada como la Argentina. Esa escasez de dólares también es acentuada por la fuga de capitales y los envíos de ganancias a sus casas centrales que hacen las empresas extranjeras. La mayor extranjerización del aparato productivo es una de las consecuencias de las políticas económicas de las últimas décadas: el capital imperialista domina el 78 % del Valor Bruto de la Producción (VBP) entre las 500 grandes empresas del país.
Es decir, la estructura productiva heredada del menemismo se mantuvo casi intacta. En las décadas siguientes ningún gobierno revirtió esa herencia, manteniendo muchas de las conquistas patronales. Más allá de la retórica de Cristina, lo cierto es que durante los gobiernos kirchneristas el viento de cola de las “tasas chinas” sirvió más para que los empresarios “la junten en pala”, como se ha cansado de repetir la expresidenta, que en favor de los trabajadores. Para 2015, el salario real había llegado en promedio a superar apenas por poco el nivel de diciembre de 2001 (después de cuatro años de severa recesión) y, a pesar de la caída del desempleo (que se estabilizó en 7 %), un tercio de la clase trabajadora en relación de dependencia está “en negro” (sin aportes), mientras que en el empleo formal siguieron desarrollando las formas de flexibilidad y precarización.
El único interés de los capitalistas es la ganancia y el “Estado es imprescindible” para eso. En las crisis es un hecho que los Estados salvaguardan todo lo posible sus intereses, con salvatajes millonarios y aplicando el ajuste sobre las mayorías y, en las situaciones de crecimiento excepcionales, los capitalistas “se la llevan en pala”, mientras los trabajadores solo pueden aspirar a recuperar algo de lo que los empresarios y el Estado le quitaron en época de crisis.
El futuro ya llegó y no es el “capitalismo eficiente”
Como dijo Cristina “el peronismo es trabajo”, no trabajadores. A los trabajadores los resigna a votar cada 4 años y confiar en sus promesas electorales, negando que la clase trabajadora pueda intervenir en la realidad como sujeto político, con sus métodos históricos de lucha. Ante las masivas movilizaciones de diciembre de 2017 que cuestionaban al gobierno macrista, el peronismo promovió la salida electoral, de esperar en casa el 2019, y confiar en sus promesas de revertir el ajuste macrista, pero el “asado” nunca volvió. Mientras desde el gobierno recomendó “orientar a los empresarios” para mejorar sus negocios, criminalizó a los desocupados que están saliendo a pelear, no dedicó una sola palabra al 60 % de niños pobres de nuestro país o a los jubilados, tampoco a la brutal precarización de los trabajadores, en los que buena parte son pobres, menos que menos se refirió a los desastres ambientales que provocan los capitalistas.
Mientras tanto, en un mundo donde el neoliberalismo está en crisis y el capitalismo evidencia su decadencia a nivel social, sanitario y ambiental, se vienen produciendo desde 2008 distintas oleadas que vuelven a mostrar el sujeto social que los enfrenta. Allí fuimos testigos de la Primavera árabe, de la oleada de los Chalecos amarillos o de los levantamientos en Latinoamérica como en Chile y Ecuador.
La verdadera antinomia no se da entre el Estado y el mercado capitalistas que actúan para el mismo objetivo: lograr que el capitalismo prevalezca, con más o menos acento en uno u otro pilar, según las circunstancias. Las verdaderas contradicciones siguen estando en el carácter irreconciliable entre las clases, como dijo Marx en El Manifiesto comunista, que demostró todo el siglo XX, hasta la actualidad.
En Avellaneda, Cristina confesó que, en pandemia, gracias al rol del Estado, el rendimiento de las empresas fue de hasta el 400 % de aumento, como a nivel mundial que se sabe tuvo como contracara un aumento en los niveles de pobreza sin precedentes respecto a las últimas décadas, impactando fuertemente en la desigualdad y el empleo. Nuevamente se vuelve una pantomima la oposición tajante entre “mercado” y “Estado”. Por el contrario, todos guardamos en la memoria los aplausos en los barrios de las grandes ciudades de todo el mundo reconociendo a los “esenciales” para la sociedad, los trabajadores que le pusieron el cuerpo. Quedó demostrado que sin los trabajadores el mundo no funciona y que es la única clase verdaderamente productora de bienes y servicios, los que logran los mayores avances para el conjunto de la humanidad.
Un “trabajo” del peronismo es garantizar la atomización de los trabajadores mediante la precarización y con sindicatos burocratizados, convirtiéndolos en base de maniobra de las disputas del peronismo. Cristina busca postularse como la mejor variante capitalista para impedir que la clase trabajadora se organice, se unifique y se alié con los sectores populares para levantar un programa y una perspectiva en función de sus propios intereses.
El proceso de sindicalización de base que se está desarrollando en EE. UU. en las principales empresas como Amazon, Starbucks o Apple, las huelgas en Inglaterra contra la carestía de vida, producto de la inflación que ha provocado la guerra de Ucrania, o el nuevo levantamiento de Ecuador, son el presente que evidencia dónde está la clase que concentra la fuerza para una perspectiva que enfrente verdaderamente las consecuencias de un mundo cada vez más desigual a favor de un puñado de multimillonarios.
Es cierto que hay que fortalecer la pelea contra el neoliberalismo y los capitalistas, pero hoy implica fortalecer una perspectiva anticapitalista de izquierda, por la unificación de los trabajadores, la recuperación de los sindicatos como organizaciones democráticas de discusión, de coordinación y de lucha.
En nuestro país, la pelea por el reparto de las horas de trabajo, generando nuevos puestos de trabajo con un salario que de mínima cubra la canasta básica familiar –una de las demandas que levantamos desde el PTS- FIT– confluye con los intereses y la necesidad de unificar a todas y todos los trabajadores (desde los efectivos que trabajan jornadas extenuantes, los precarizados, los que no tienen trabajo) en una causa común, permite coordinar a todos los sectores y fortalece una perspectiva realista que esté en función de mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías trabajadoras.
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